Mujeres sin pareja (23 page)

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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

¿Y si decidiera llevar su broma hasta el límite de pedirle que se casara con él? Sin duda ella le rechazaría. Pero ¡qué delicia ver cómo el orgulloso vigor de su libertad se reafirmaba! Aunque ¿no sería una oferta de matrimonio algo en exceso vulgar? Mejor proponerle que compartiera su vida con él en una unión libre, sin autorizaciones que ni para ella ni para él tenían validez alguna. ¿Acaso era una idea descabellada?

No si en verdad era sincero. Palabras de esa índole, si no eran sinceras, serían un insulto. Ella podría darse cuenta de su falsa seriedad y, en ese caso, la perdería para siempre. Pero si la pasión llegara a impregnar su simpatía intelectual… ¿y no intuía él esa posibilidad? Sería muy raro que se enamorara de Rhoda Nunn. Hasta la fecha su ideal de mujer había sido totalmente diferente. Buscaba un rostro de extraña belleza y el encanto de una refinada voluptuosidad. Sin duda era sólo un ideal; jamás había conocido a una mujer así. Ese sueño ejercía sobre él menos poder que hacía unos años; quizá porque ya no era tan joven. Rhoda podía muy bien encarnar el deseo de un hombre maduro, influenciado por la cultura moderna y con sus sentidos perfectamente subordinados a la razón. Dios no quisiera que llegara alguna vez a atarse a una mujer del tipo doméstica y sumisa; y casi lo mismo cabía decir de las mujeres de sociedad, esas criaturas puramente superficiales, sin cerebro y de sangre viciada. El matrimonio, según lo que se entendía por ese término, no estaba hecho para él. No deseaba ni descendencia ni un «hogar». Rhoda Nunn, si en algún momento pensaba en esas cosas, probablemente deseaba una unión que le permitiera seguir siendo un ser intelectual; la cocina, la cuna y las labores no tenían el menor poder sobre su imaginación. A lo mejor, sin embargo, estaba completamente satisfecha con la vida de soltera; incluso podía considerarla esencial para sus propósitos. En su rostro podía leerse la castidad; sus ojos no rehuían el menor escrutinio; la palma de su mano estaba fría. Nadie le rompe el corazón a una mujer así. Un corazón roto es una enfermedad anticuada, asociada con la pobreza mental. Si Rhoda era lo que él creía, estaba disfrutando con la oportunidad de estudiar a un hombre moderno y le tenía sin cuidado lo lejos que él llegara en sus propias pesquisas, segura de que en cualquier momento podría deshacerse de él. La diversión acababa de empezar. Y si para él llegaba a ser algo serio, ¿acaso no iba en busca de sensaciones fuertes?

Mientras tanto Rhoda se había ido a casa. Se encerró en su cuarto y allí se quedó hasta que la campanilla anunció que la cena estaba servida.

La señorita Barfoot entró en el comedor justo antes que ella. Se sentaron en silencio y sólo intercambiaron algunas frases durante la comida, sobre algún tema del momento que no interesaba a ninguna de las dos.

La mayor de las mujeres tenía la tristeza reflejada en el rostro; parecía agotada; en ningún momento apartó la mirada de la mesa.

Una vez terminada la cena, la señorita Barfoot se fue sola al salón. Estuvo allí sentada una media hora sin hacer nada, sumida en sus pensamientos, cuando Rhoda entró y se quedó de pie delante de ella.

—Lo he estado pensando. No está bien que me quede aquí. Mi estancia en esta casa era sólo posible mientras nuestro entendimiento era perfecto.

—Haz lo que creas que debes hacer, Rhoda —replicó la otra, seria pero sin ninguna muestra de enojo.

—Sí, será mejor que busque alojamiento en algún lado. Lo que quiero saber es si todavía puedes emplearme en buenas condiciones.

—No eres mi empleada. Ésa no es la palabra que describe nuestra relación. Si usamos el lenguaje de los negocios, eres sencillamente mi socia.

—Es sólo tu amabilidad la que me otorga esa posición Si ya no me consideras una amiga entonces no soy más que tu empleada.

—No he dejado de considerarte una amiga. Eres tú la que considera que nuestra relación ha cambiado.

Al ver que Rhoda no pensaba sentarse, la señorita Barfoot se levantó y se quedó de pie frente a la chimenea.

—No soporto los reproches —dijo la primera—, sobre todo cuando son irracionales e inmerecidos.

—Si te he reprochado algo ha sido en un tono que jamás debería haberte ofendido. Cualquiera diría que te he tratado como a una criada desobediente.

—En caso de que eso hubiera sido posible —respondió Rhoda con una leve sonrisa—, ahora no estaría aquí. Dijiste que te arrepentías profundamente de haberme hecho caso en cierta ocasión. No tuviste razón; si accediste a mis consejos es porque estabas convencida. Y desde luego no me merecía el reproche, puesto que había obrado de acuerdo con mi conciencia.

—¿No se me permite criticar los dictados de tu conciencia?

—No cuando has expresado la misma opinión y actuado en consecuencia. No me vanaglorio de demasiadas virtudes, y desde luego una de ellas no es la docilidad. Nunca he podido soportar la cólera. No va con mi carácter.

—Me equivoqué y no debí hablarte estando enfadada, pero no sabía lo que decía. Estaba bajo una conmoción terrible. Quería a esa pobre chica, sobre todo por lo que había llegado a conocerla desde que vino a implorar mi ayuda. Tu absoluta frialdad… me pareció tan inhumana… Me horrorizaste. Si tu rostro hubiera al menos mostrado un mínimo de compasión…

—No sentí la menor compasión.

—No. Se te ha endurecido el corazón con tanta teoría. ¡Ten cuidado, Rhoda! Si queremos trabajar por las mujeres no debemos perder nuestra feminidad. Te estás volviendo… te estás alejando tanto del verdadero camino… ¡oh, mucho más que Bella!

—No puedo responder a eso. Cuando discutíamos nuestras diferencias amigablemente todo estaba permitido. Ahora, si dijera lo que pienso no haría más que sembrar asperezas y causar amargura. Me temo que entre nosotras todo ha terminado. Te estaría perpetuamente recordando este pesar.

Se produjo un largo silencio. Rhoda se dio la vuelta sumida en sus reflexiones.

—No nos precipitemos —dijo la señorita Barfoot. Tenemos cosas más importantes que nuestros sentimientos en las que pensar.

—Ya te he dicho que estoy totalmente dispuesta a seguir con mi trabajo, pero tiene que ser en otras condiciones. La relación entre nosotras no puede ser de igualdad. Me conformo con seguir tus directrices. Pero el rechazo que sientes por mí lo hará imposible.

—¿Rechazo? Me interpretas mal. Creo que eres tú la que siente rechazo por mí, por ser una mujer débil, incapaz de controlar sus emociones.

De nuevo dejaron de hablar. Por fin la señorita Barfoot dio un paso adelante.

—Rhoda, voy a estar fuera mañana. Puede que no vuelva a Londres hasta el lunes por la mañana. ¿Pensarás todo esto con calma? Créeme, no estoy enfadada contigo. En cuanto a rechazarte… ¿Qué estupideces estamos diciendo? Pero no lamento haberte mostrado cuánto daño me ha hecho tu comportamiento. Esa dureza no es propia de ti. Es algo que te has impuesto a ti misma y con ello estás minando un carácter extremadamente noble.

—Sólo pretendo ser sincera. Allí donde tú sentiste compasión yo sentí indignación.

—Sí, ya hemos hablado de eso. La indignación fue un sentimiento forzado y exagerado. Quizá no puedas verlo así. Pero intenta, por un momento, imaginar que Bella fuera tu hermana.

—Eso es confundir la cuestión —exclamó Rhoda, irritada—. ¿He negado en algún momento la fuerza de esos sentimientos? Sin duda mi pesar me habría impedido llegar a consideraciones más profundas. Pero felizmente no era mi hermana, y eso me dio libertad para decir la verdad sobre su caso. No son los sentimientos personales los que dirigen un gran cambio en la civilización. Si tenías razón, también yo la tenía. Debería haber admitido el inevitable desacuerdo de nuestras opiniones en ese momento.

—A mí no me parecía tan inevitable.

—Me habría despreciado a mí misma en caso de haber fingido tener compasión.

—Fingido… sí.

—O de haberla tenido. Eso habría significado que no me conozco. Jamás me habría atrevido a hablar de nuevo sobre ningún tema importante.

La señorita Barfoot sonrió con tristeza.

—¡Eres tan joven! ¡Oh, nos llevamos más de diez años, Rhoda! Por dentro eres una jovencita y yo ya soy una vieja. No, no, no discutiremos. Tu compañía representa demasiado para mí y me atrevo a pensar que la mía tiene para ti algún valor. Espera a que haya disminuido mi pesar. Seré entonces más razonable y más justa contigo.

Rhoda se volvió hacia la puerta, se detuvo unos instantes y, sin volver la cabeza, salió de la habitación.

La señorita Barfoot estuvo fuera como había anunciado, y volvió justo a tiempo para cumplir con sus obligaciones en Great Portland Street el lunes por la mañana. Rhoda y ella se dieron la mano, pero sin una sola frase de cariz personal. Se encargaron de las tareas del día como lo hacían habitualmente.

Ése era el día del mes en que la señorita Barfoot daba su conferencia de las cuatro. El tema se había anunciado una semana antes: «La mujer como invasora». Una hora antes que de costumbre las chicas dejaron de trabajar y dispusieron rápidamente las sillas para el reducido público. Esta vez eran trece las asistentes al acto: las chicas de la oficina y unas cuantas que habían acudido especialmente para la ocasión. Todas eran conscientes de la tragedia que había afectado recientemente a la señorita Barfoot. A ello atribuyeron la tristeza reflejada en la expresión de su rostro, tan en contraste con aquella con la que siempre las había recibido.

Como siempre empezó en el tono de conversación más sencillo. No hacía mucho había recibido una carta anónima, escrita por algún oficinista en paro, en la que se la insultaba por promover la incorporación de las mujeres al secretariado. El mal gusto de la carta era comparable a su gramática, pero tenían que oírla.

La leyó de principio a fin. Ahora bien, independientemente de quién fuera el autor, estaba claro que no se trataba de una persona con la que se pudiera discutir. No habría valido la pena contestarle, incluso si hubiera dado la oportunidad de hacerlo. Por todo ello, su poco civilizado ataque tenía un significado, y había un montón de gente dispuesta a apoyar sus argumentos en términos más respetables. «Os dirán que al entrar en el mundo comercial no sólo traicionáis a vuestro sexo, sino que causáis un perjuicio terrible al incontable número de hombres que luchan duramente para ganarse el pan. Reducís los salarios, presionáis un campo ya sobresaturado, perjudicáis a los miembros de vuestro sexo impidiendo que los hombres se casen, esos hombres que si ganaran lo suficiente podrían mantener a sus esposas.» Ese día, siguió la señorita Barfoot, no pretendía debatir los aspectos económicos de la cuestión. Iba a tratarla desde otro punto de vista, quizá repitiendo mucho de lo que ya les había dicho en otras ocasiones, porque ahora estos pensamientos rondaban por su cabeza de forma persistente.

Sin duda, este injurioso sujeto, que declaraba ser suplantado por una joven que hacía su trabajo por un salario menor, tenía motivo de queja. Pero, en el miserable desorden del estado de nuestra sociedad, un agravio debía ser contrastado con otro, y la señorita Barfoot sostuvo que había mucho más que decir en favor de las mujeres que invadían lo que había sido el ámbito exclusivo de los hombres que de los hombres que empezaban a quejarse de esta invasión.

—Mencionan media docena de oficios que al parecer son estrictamente exclusivos de las mujeres. ¿Por qué no nos dedicamos a ellos? ¿Por qué no animo a las jóvenes a que trabajen como institutrices, enfermeras y trabajos así? Pensáis que debería responder que ya hay demasiadas candidatas para esos puestos. Sería cierto, pero prefiero no utilizar ese argumento, que a buen seguro nos haría polemizar con el oficinista en paro. No, para resumir, no estoy ansiosa de que ganéis dinero, sino de que las mujeres en general se conviertan en seres humanos razonables y responsables.

»Prestad atención. Una institutriz, una enfermera, puede ser la más admirable de las mujeres. No animaré nunca a nadie a que abandone la carrera que sin duda le satisface. Pero ése es el caso de unas pocas entre el inmenso número de chicas que deben, si no son personas despreciables, encontrar de algún modo un trabajo serio. Como yo misma he seguido estudios de secretariado, y estoy capacitada para dicho empleo, busco a chicas con esa mentalidad, y hago lo que puedo para prepararlas para que trabajen en oficinas. Y (aquí tengo que volver a ser enfática) me siento feliz de haber hecho esta elección. Me siento feliz de poder enseñar a chicas a forjarse una carrera que mis oponentes consideran impropia de las mujeres.

»Ahora bien. "Femenino" y "feminoide" son dos palabras muy distintas. Pero la segunda, tal y como la utiliza el mundo, ha pasado a ser prácticamente sinónimo de la primera. Un empleo femenino hace referencia a un empleo que los hombres desprecian. Y ahí está la base de la cuestión. Repito que no me obsesiona que consigáis ganaros el pan. Soy una persona revolucionaria, agresiva y luchadora. Quiero terminar con esa repetida confusión entre las palabras «femenino» y «feminoide», y tengo muy claro que eso sólo puede conseguirse mediante un movimiento armado, una invasión por parte de las mujeres a las esferas en las que los hombres siempre les han prohibido entrar. Soy radicalmente contraria a esa visión de nosotras impulsada en el elegante lenguaje del señor Ruskin, puesto que habla por boca de esos hombres que piensan y hablan de nosotras desde el polo opuesto a la elegancia. Si viviéramos en mundo ideal, creo que las mujeres no deberían pasarse todo el día encerradas en una oficina. Pero el hecho es que vivimos en un mundo lo más alejado posible del ideal. Vivimos en tiempos de guerra, de revueltas. Si la mujer no es ya femenina sino un ser humano con poderes y responsabilidades, debe volverse militante, desafiante. Debe llevar sus exigencias al límite.

»Una institutriz excelente, una enfermera perfecta, llevan a cabo un trabajo de inmenso valor; pero para nuestra causa de emancipación no nos sirven. No, son dañinas. Los hombres las señalan y dicen: «Imitadlas, quedaos en vuestro mundo». Nuestro mundo es el mundo de la inteligencia, del esfuerzo honrado, de la fuerza moral. Los viejos modelos de perfección femenina ya no nos son de ninguna ayuda. Como el oficio religioso, que, a fuerza de tanto repetirlo, para el noventa y nueve por ciento de la gente no es más que palabrería, esos modelos han perdido vigencia. Debemos preguntarnos: ¿qué tipo de aprendizaje hará despertar a las mujeres, las hará conscientes de sus almas y conseguirá que tomen partido por una actividad saludable?

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