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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

Naturaleza muerta (25 page)

Calló para que sus palabras surtieran el efecto deseado. Todos estaban en suspenso, esperando contra viento y marea que el sermón diera un giro inesperado.

–El otro día –dijo el pastor con tono más alegre–, cuandoiba a Deeper con Lucy, mi mujer, nos quedamos sin gasolina.

«Oh, no. Ya lo contó el año pasado, y el anterior».

–Como podréis imaginar, nos quedamos en el arcén rodeados de maíz por todas partes. Entonces Lucy me miró y preguntó: “¿Qué hacemos, cariño?”. Y yo le contesté: “Confiar en Dios”.

Rió entre dientes, ajeno (afortunadamente para él) al mal ambiente que empezaba a reinar entre los fieles.

–Bueno, pues se enfadó. Claro, como soy el hombre se supone que tendría que haber llenado el depósito; o sea, que era mi culpa habernos quedado sin gasolina. Me dijo: ”Sí, tú confía en Dios, que yo confiaré en mis piernas”. Empezó a salir del coche…

De pronto alguien dijo:

–¡… sacó el bidón del maletero y se fue caminando a la gasolinera!

Quien había completado la frase del pastor era ni más ni menos que Swede Cahill, el simpático del pueblo; Swede Cahill, de pie y con la cara encendida.

El pastor Wilbur apretó tanto los labios que casi se le borraron.

–Me permito recordarle, señor Cahill, que estamos en una iglesia, y que estoy pronunciando un sermón.

–Lo sé perfectamente, reverendo.

–Bien, pues en ese caso seguiré…

–No –dijo Cahill, respirando hondo–. No seguirá.

–¡Pero hombre, Swede, siéntate! –exclamó alguien.

Cahill se giró hacia la voz.

–¿Dos asesinatos horribles en el pueblo, y lo único que sabe hacer es leer un sermón que escribió en 1973? Pues no cuela, no cuela.

Se había levantado una mujer. Era Klick Rasmussen.

–Oye, Swede, si tienes algo que decir ten la decencia de esperar a que…

–No, tiene razón –la interrumpió otra voz. Ludwig se volvió. Era un obrero de la planta de Gro-Bain– Swede tiene razón. No hemos venido a que nos echen un sermón sobre el maíz. Hay un asesino suelto, y nadie está a salvo.

Klick le plantó cara con su cuerpo achaparrado.

–¡Oiga, joven, que esto es un oficio religioso, no una asamblea política!

–¿No te has enterado de lo que dijo aquel hombre, Gasparilla, en su lecho de muerte? –exclamó Swede, que, aunque pareciera imposible, había enrojecido aún más–. Esto va en serio, Klick. El pueblo está en peligro.

Se oyó un murmullo general de asentimiento. Smit Ludwig garabateaba como loco, procurando anotar las palabras de Swede.

–¡Por favor, por favor! –dijo el pastor Wilbur, levantando los brazos–. ¡En la casa del Señor no!

Pero ya se había levantado más gente.

–Sí –dijo otro empleado de la fábrica–, yo sí que sé lo que dijo Gasparilla. ¡Como que me tengo que morir!

–Y yo.

–¡Bueno, pero no será verdad!

Los murmullos fueron subiendo de tono.

–Pastor –dijo Swede–, ¿por qué se cree que está la iglesia llena? La gente ha venido porque tiene miedo. En estas tierras ya se han visto cosas feas, gravísimas, pero esto es diferente. Se está hablando de la maldición de los Cuarenta y Cinco, de la matanza. Es como si estuviera maldito el pueblo. Como si estos asesinatos fueran un castigo. Y acuden a usted para que les tranquilice.

–Me parece, señor Cahill, que no es atribución del tabernero del pueblo enseñarme mis obligaciones de pastor –dijo Wilbur, furioso.

–Oiga, reverendo, con todo el respeto…

–¿Y ese maíz tan raro que quieren plantar? –dijo una voz muy grave. Era Dale Estrem, que se había levantado con una azada en el puño–. ¿Qué me dice de eso?

Ha traído una azada para hacer el numerito, pensó Ludwig, sin dejar de escribir. Venía preparado para montar una escena.

–¡Polinizará nuestros campos y los contaminará! ¡Esos científicos quieren jugar a Dios con nuestra comida, reverendo! ¿Cuándo piensa hablar de eso?

Una nueva voz se sobrepuso a las demás, en un registro mucho más histérico. Un anciano seco como un clavo, en cuya enorme nuez se erizaban los pelos como si fueran púas de puerco espín, se había levantado furioso y amenazaba a Wilbur con el puño. Era Whit Bowers, el ermitaño que tenía a su cargo el vertedero del pueblo.

–¡Ha llegado el día del Juicio Final! ¿No te das cuenta? ¿Estás ciego o eres tonto?

Swede se volvió.

–Oye, Whit, que yo no he…

–¡Si nos os dais cuenta, es que sois unos tontos! ¡Tenemos al diablo entre nosotros!

La voz del viejo, estridente y rasposa, tuvo el efecto de un cuchillo sobre el guirigay de la sala.

–¡El diablo está aquí en persona, en esta iglesia! ¿Estáis ciegos o qué? ¿No lo veis? ¿No lo oléis?

El pastor Wilbur exclamaba algo con las manos en alto, pero su voz fría y pedante no podía competir con el ruido. Todos se habían levantado. La iglesia era un caos.

–¡Está aquí! –chilló Whit–. ¡Mirad a vuestros vecinos! ¡Y a vuestros amigos! ¡Y a vuestros hermanos! ¿Los ojos que veis son los del diablo? ¡Fijaos bien! ¡Y tened cuidado! ¿O ya se os ha olvidado lo que dijo san Pedro? ¡Sed sobrios y velad! ¡Vuestro adversario, el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar!

Había más voces tratando de hacerse oír, y gente apiñada en el pasillo. Alguien gritó y se cayó. Ludwig bajó la libreta y se puso de puntillas para ver qué había pasado. Pendergast seguía en la penumbra de la misma esquina, con la inmovilidad de un muerto. A su lado, Corrie sonreía de placer. El sheriff gritaba y hacía gestos. De pronto la muchedumbre retrocedió.

–¡Hijo de puta! –exclamó una voz.

Un movimiento brusco, y el ruido de un puñetazo. ¡Santo Dios! ¡Una pelea en plena iglesia! Ludwig estaba alucinado. Se apresuró a subirse al banco con la libreta en la mano para ver mejor. Se estaban zurrando un amigo de Stott, Randall Pennoyer, y otro empleado de la fábrica.

–¡Nadie se merece que lo hiervan como un cerdo!

En pleno caos de gritos, varios hombres se adelantaron para separarlos. El mismísimo Ridder procuraba detener la pelea a voces. También el sheriff Hazen corría por el pasillo con la cabeza inclinada, como un bulldog. Ludwig vio que tropezaba con Bertha Blodgett y se levantaba del suelo con cara de rabia. Los gritos resonaban en las bóvedas. Al fondo, la gente había abierto la puerta y salía en tropel.

Un banco se volcó, lo que provocó el grito de una mujer.

–¡En la casa del Señor no! –se desgañitaba Wilbur, con los ojos fuera de las órbitas.

Y la voz apocalíptica de Whit seguía flotando sobre todas las demás, con su estridente advertencia:

–¡Miradles a los ojos y lo veréis! ¡Respirad, y sentiréis olor a azufre! ¡Es muy astuto, pero lo descubriréis! ¡Sí, lo descubriréis! ¡El asesino está aquí! ¡Es uno de nosotros! ¡El diablo ha venido a Medicine Creek, y camina entre nosotros, codo con codo! Ya lo oísteis: ¡el diablo con cara de niño!

Veintinueve

Corrie Swanson esperaba en el coche a la sombra de los árboles, en el pequeño recodo del río adonde Pendergast (con su habitual secretismo) había pedido que lo llevara. Era poco más de mediodía, y hacía un calor insoportable. Corrie cambiaba de postura cada dos por tres, mientras sentía cómo se le formaban gotas de sudor en la frente y la nuca. Pendergast volvía a hacer cosas raras; concretamente, se había recostado en el asiento con los ojos cerrados. Parecía dormido, pero a esas alturas Corrie ya no se dejaba engañar. El agente pensaba. Sí, pero ¿en qué? ¿Y por qué justo en ese sitio? Sobre todo, ¿por qué le había hecho falta media hora, y lo que le quedase?

Corrie sacudió la cabeza. Era un tío raro; agradable pero raro.

Cogió el libro que estaba leyendo,
Beyond the Ice Limit y
lo abrió por una esquina doblada.

El horizonte marino se recortaba en el cielo –dos azules perfectos–, y parecía hacer señas al barco para que navegara siempre más al sur.

Cerró el libro y lo guardó. No estaba mal, pero le faltaba la garra del original. O quizá era ella la que estaba distraída, pensando en la escena de la iglesia.

Como su madre no era practicante, Corrie solo había pisado un par de veces el templo luterano del Calvario, pero era consciente de que ni los más devotos del pueblo habían visto nada igual. Jamás. Era un verdadero terremoto. El pastor Wilbur, que al pasar cerca de ella siempre apartaba la mirada y apretaba los labios, había metido la pata hasta el fondo. ¡Y se las daba de santurrón, el muy gilipollas! Se le escapó otra sonrisa al revivir las imágenes que se le habían grabado en la cabeza: el loco de Whit pegando gritos sobre el Juicio Final, Estrem blandiendo la azada, la gente huyendo por la puerta y rodando por la escalera, los de la fábrica peleándose y tirando bancos… Una de las fantasías más frecuentes de Corrie era imaginarse un terremoto, un bombardeo o un incendio devastador que no dejase nada en pie, con la gente corriendo por las calles del pueblo y el instituto cayendo en un abismo sin fondo. Pues bien, en cierta manera se podía decir que había ocurrido. Su sonrisa se volvió forzada. La realidad no era tan divertida.

Al mirar a Pendergast, dio un respingo. Estaba muy erguido y atento, observándola con sus ojos claros de gato.

–Al Castle Club, por favor –dijo tranquilamente.

Corrie se recuperó enseguida.

–¿Por qué?

–Tengo entendido que hoy el sheriff Hazen y Art Ridder comen con el doctor Chauncy. Ya sabe que mañana Chauncy anunciará qué pueblo se queda con el campo experimental. Seguro que Hazen y Ridder, como buenos ciudadanos, echan el resto por Medicine Creek. Ya que Chauncy se va mañana de la zona, quiero hacerle una serie de preguntas antes de que sea demasiado tarde.

–¡No me diga que sospecha de él!

–Repito que procuro moderar al máximo mis facultades de deducción. Y le aconsejo que haga lo mismo.

–Pero ¿cómo van a comer juntos, después de lo de la iglesia?

–Chauncy no estaba. Es posible que no se haya enterado. De todos modos, el sheriff y el señor Ridder se desvivirán por dar una sensación de normalidad, y, si es necesario, tranquilizar a Chauncy.

–Bueno, usted manda –dijo Corrie, poniendo marcha atrás.

Aunque le diera rabia, respetó el límite de velocidad. Medicine Creek empezó a dibujarse por encima del maíz. Poco después entraron en el aparcamiento de la bolera, enorme pero casi vacío; claro que eso, en Medicine Creek, era lo normal.

Pendergast le hizo señas para que fuera por delante. Al entrar en la bolera, se dirigieron a la mampara de cristal del Castle Club. Chauncy, Hazen y Ridder estaban al otro lado, en la mesa habitual de Ridder. No había nadie más. Al ver entrar a Pendergast y Come, los miraron fijamente.

Hazen se levantó deprisa y los interceptó en medio del comedor.

–¿Qué pasa, Pendergast? –dijo en voz baja–. Estamos en una reunión importante de negocios.

–Siento mucho interrumpir su comida, sheriff –respondió el agente con afabilidad–, pero tengo que hacerle unas preguntas al doctor Chauncy.

–No es el momento.

–Le repito que lo siento.

Pendergast pasó de largo, seguido por Corrie, que al acercarse a la mesa vio que Art Ridder también se había levantado, y que la sonrisa de su cara tersa y regordeta no era precisamente amigable. Más lo fue su tono al decir:

–¡Ah, agente especial Pendergast! Me alegro de verlo. Si es por el… caso, enseguida estoy para usted. Estábamos hablando con el doctor Chauncy, pero nos falta poco.

–A quien vengo a ver es al doctor. –Pendergast tendió la mano–. Me llamo Pendergast.

Chauncy se la estrechó sin levantarse.

–Sí, ahora me acuerdo. Es el que no quiso cederme una habitación.

Sonrió como si lo dijera en broma, pero se le notaba el enfado en los ojos.

–Tengo entendido que se marcha mañana, doctor Chauncy.

–No, hoy mismo –dijo Chauncy–. El anuncio se hará en la universidad.

–En ese caso, tengo que hacerle unas preguntas.

Chauncy dobló tranquilamente la servilleta hasta formar un cuadrado perfecto, que dejó junto a un plato de tomates estofados sin terminar.

–Perdone, pero es que es muy tarde. Ya habrá otra ocasión.

–Lo siento, doctor Chauncy, pero no puede ser.

Chauncy lo miró con arrogancia de los pies a la cabeza.

–Si es por los asesinatos, yo no sé nada, como comprenderá; si es por el cultivo experimental, queda fuera de su jurisdicción, agente, y de la de su… compañera. –Miró elocuentemente a Corrie–. Si me disculpa…

Pendergast extremó su tono afable.

–La pertinencia de interrogar a alguien la decido yo.

Chauncy sacó la cartera de su chaqueta, cogió una tarjeta y se la dio.

–Ya conoce las reglas: me niego a ser interrogado si no es en presencia de mi abogado.

Pendergast sonrió.

–No faltaría más. ¿Cómo se llama su abogado?

Chauncy titubeó.

–Mientras no me facilite el nombre y el número de teléfono de su abogado, doctor Chauncy, tendré que tratar directamente con usted. Son las reglas, como bien ha dicho.

–Oiga, señor Pendergast… –empezó a decir Ridder.

Chauncy le quitó la tarjeta a Pendergast y se la devolvió con una anotación al dorso.

–Sepa usted, señor Pendergast, que participo en una misión confidencial y de gran importancia no solo para el departamento de agronomía de la Universidad Estatal de Kansas, sino para el hambre en el mundo, y no pienso dejarme distraer por un par de sórdidos asesinatos. –Se volvió hacia los demás–. Caballeros, gracias por la comida.

El breve silencio que intercaló antes de la palabra «comida» logró que no sonara como un cumplido, sino como un insulto. Mientras tanto, Pendergast se había sacado un móvil de la chaqueta y estaba marcando un número. Fue un acto inesperado, que dejó a todos en suspenso. Incluso Chauncy vaciló.

–¿Señor Blutter? –dijo el agente, mirando la tarjeta–. Soy el agente especial Pendergast, del FBI. –Chauncy frunció profundamente el entrecejo–. Estoy en Medicine Creek con un cliente suyo, el doctor Stanton Chauncy. Quería hacerle unas preguntas sobre los asesinatos que se han producido en el pueblo, y existen dos maneras de hacerlo: la primera es ahora mismo, voluntariamente, y la segunda más tarde, en vista pública, mediante una citación firmada por un juez. El doctor Chauncy quería pedirle consejo.

Ofreció el móvil a Chauncy, que lo cogió y se puso.

–¿Blutter? –Tras un largo silencio, perdió los estribos–. Blutter, esto es acoso puro y duro. Es enfangar a la universidad. No puedo permitirme publicidad negativa. Estamos en un momento delicado, y…

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