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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

Naturaleza muerta (29 page)

Un periodista de verdad no se estaría en el bar con el café en la mano. Un periodista de verdad estaría buscando información
in situ
, hablando con la poli y enterándose de todo. Hazen era un bestia. Seguro que había alguna manera de quejarse. ¿Qué hacer si la policía no solo no colaboraba, sino que amenazaba con arrestarte por hacer tu trabajo?

Por primera vez en su vida, Ludwig tenía entre manos una historia, un notición verídico que ya había encauzado, y que estaba en situación inmejorable de rematar. ¡Ya era hora! Se lo merecía. Qué mejor, a los sesenta y dos años, que despedirse a lo grande. Así sus nietos podrían mirar números viejos y amarillos del
Courier,
hojearlos como si se tratara de valiosos pergaminos y decir: «¿Te acuerdas de aquellos asesinatos del 2003? Pues los cubrió nuestro abuelo. ¡Qué pedazo de periodista!».

Alguien se sentó en el taburete de al lado, haciendo que dejara de soñar despierto. Al volverse, se encontró con una mano tendida, y con un rostro joven y ansioso. Cumplía con todos los requisitos (barba de dos días, colilla en los labios, pelo despeinado, corbata torcida), pero detrás de la máscara aún se veía al típico chaval con ínfulas de periodista.

Cogió la mano.

–Joe Rickey, del
Boston Globe.

–Qué tal.

Se la estrechó con cierta sorpresa. ¿El
Boston Globe?
¡Pues sí que estaba lejos de casa!

–Usted es Smit Ludwig, ¿verdad? Del
Cry County Courier,
¿no?

Ludwig asintió.

–Calor, ¿eh?

–No más que otras veces.

–Pues yo nunca había tenido tanto. –El del
Boston Globe
cogió una servilleta de papel de la barra y se secó las sienes–. Llevo dos días aquí y no me entero de nada. Le prometí algo diferente al director, algo típicamente norteamericano, que es como se llama mi sección, «Americana». A la gente de Boston le gusta leer lo quepasa en el resto del país. Estos crímenes, sin ir más lejos, con la víctima hervida y embadurnada de mantequilla y azúcar.

Tuvo un escalofrío de entusiasmo. Ludwig lo observó. Sin saber por qué le recordaba a sí mismo con cuarenta años menos. Conque el
Boston Globe…
Debía de tener talento. Se le adivinaba formación, inteligencia y ganas, pero pocas dotes para informar sobre la vida real.

–El paleto del sheriff no me da ni la hora, y no digamos los de la policía del estado. En cambio usted, como es de aquí, sabrá dónde están enterrados los cadáveres (es una manera de decir). ¿Acierto?

–Acierta, acierta.

Ludwig no pensaba reconocer que estaban en las mismas.

–Con lo que se ha gastado el
Globe
para mandarme aquí, si vuelvo con las manos vacías se armará la gorda.

–¿Fue idea suya? –preguntó.

–Sí, y me costó bastante convencerlos.

Lo compadeció. Era como él si hubiera aceptado la beca en Columbia en vez del puesto de chico para todo en el
Courier,
en los tiempos en que no lo llevaba una sola persona; funesta decisión, pero de la que, curiosamente, nunca se había arrepentido, y menos que nunca al ver la mirada de desesperación, ambición, miedo y esperanza de aquel chico.

El del
Globe
se inclinó y bajó la voz.

–Y digo yo… ¿No me podría contar algo? Le prometo esperar a que lo haya publicado.

–Pues… –Ludwig se quedó callado–. La verdad, señor Rickey…

–Joe.

–Pues mira, Joe, la verdad es que ahora mismo tampoco tengo nada nuevo.

–Pero algo podrá conseguir…

Ludwig lo miró. De hecho, hasta se le parecía un poco con cuarenta años menos.

–Se podría intentar –dijo.

–Ha quedado conmigo esta noche a las once.

Ludwig echó un vistazo a su reloj. Las tres y media. Justo entonces se abrió la puerta y entró Corrie Swanson en el bar, echándose hacia atrás el pelo violeta
y
sacudiendo todas las cadenitas y la parafernalia de la camiseta sin mangas.

–Dos cafés grandes con hielo para llevar –dijo–, uno solo y el otro largo de leche y con mucho azúcar.

Ludwig la observó. Tenía una mano en la cadera, con el codo hacia fuera, y daba golpes de impaciencia en la barra con la calderilla, pasando de los demás clientes. Pendergast la había cogido como chica para todo. Ahora pedía dos cafés para llevar.

¿Para llevar adonde?

Supo enseguida la respuesta. Pendergast iba a ser una vez más su salvador.

Maisie sirvió los cafés. Corrie los pagó y se dio media vuelta.

Ludwig sonrió a Rickey fugazmente y se levantó.

–Voy a ver qué consigo.

Quiso sacar dinero, pero Rickey lo detuvo.

–Invito yo.

Ludwig asintió con la cabeza y siguió a Corrie a la calle. Al salir oyó la voz de Rickey:

–Lo espero aquí, señor Ludwig. ¡Ah, y muchas gracias!

Treinta y cinco

Todos los edificios del FBI tienen la misma pinta, pensó Hazen con los ojos entornados, mirando la fachada blanca y lisa de ventanas ahumadas que reflejaba el sol de la tarde. Antes de entrar, se remetió la camisa en los pantalones, se enderezó la corbata, apagó el cigarrillo con el pie y se ajustó el sombrero. Al cruzar la doble puerta, recibió un chorro de aire frío que en invierno habría sido saludado con gritos de indignación.

Al llegar al mostrador firmó, recibió indicaciones, se prendió en la solapa una identificación temporal y dio unos pasos hacia el ascensor, por el suelo pulido de linóleo del vestíbulo. Segundo piso, segunda a la derecha, tercera puerta a la izquierda… Repetía mentalmente las indicaciones.

El ascensor se abrió a un pasillo largo y adornado con boletines del gobierno y listas a máquina de directrices esotéricas. Al recorrerlo, observó que todas las puertas estaban abiertas, y que en todos los despachos había personas de ambos sexos con camisa blanca. ¡Pero bueno! ¡si en todo el estado de Kansas no se cometían bastantes delitos para dar trabajo a tanta gente! ¿A qué dedicaban todo el santo día?

De pasillo en pasillo, acabó encontrando una puerta abierta donde ponía:
AGENTE ESPECIAL J. PAULSON, JEFE DE DELEGACIÓN.
Dentro había una mujer con gafas de ojo de gato tecleando en un ordenador con precisión robótica, que levantó la vista y le hizo señas con la cabeza de que pasara a un despacho interior.

El aspecto de la pieza era tan frío como el del resto del edificio, pero al menos en la pared había una foto de su ocupante a caballo, y en la mesa otra con su mujer e hijos. El ocupante en cuestión apartó la silla de la mesa, se levantó y tendió la mano.

–Jim Paulson.

Hazen la cogió, y acabó con la suya machacada. Paulson señaló una silla, volvió a acomodarse en la suya, puso una pierna encima de la otra y se apoyó en el respaldo.

–Bueno, ¿en qué puedo ayudarlo, sheriff Hazen? Los amigos de Harry McCullen son mis amigos.

Al grano, sin palabrería. Lo que se dice un tío, el pelo a cepillo, el físico en forma, un buen traje, los ojos azules y hasta hoyuelos al sonreír. Seguro que tenía una polla kilométrica. El marido soñado.

Hazen ya sabía qué actitud tomar: la de sheriff de pueblo que solo aspira a hacer bien su trabajo.

–En primer lugar, señor Paulson, le agradezco mucho que me reciba.

–Jim, por favor.

Hazen sonrió con humildad.

–Supongo, Jim, que no conoce Medicine Creek. Es un pueblo que cae cerca de Deeper.

–Lo conozco de oídas. Qué menos, con los últimos asesinatos…

–Entonces ya sabe que es un pueblo pequeño, con valores norteamericanos muy enraizados. Somos una comunidad muy unida, donde la gente se fía de los demás; y yo, como sheriff, soy la personificación de esa confianza. Qué le voy a contar. Más que de aplicar la ley, sin más, es una cuestión de confianza.

Paulson asintió comprensivamente.

–Y ahora los asesinatos.

–Sí, qué tragedia…

–Como somos un pueblo, necesitamos toda la ayuda posible.

A Paulson se le marcaron los hoyuelos al sonreír.

–Mire, nosotros estaríamos encantados de ayudarlos, pero necesitamos pruebas de actividad interestatal o terrorista. Ya sabe cuándo está justificado que intervenga el FBI, y cuándo no. O se me escapa algún aspecto, o tengo las manos atadas.

Perfecto, pensó Hazen. Fingió sorpresa.

–No, Jim, si de lo que se trata es de que el FBI ya nos está ayudando. Desde el principio. ¿No lo sabía?

La sonrisa de Jim Paulson se crispó. Al cabo de un rato cambió de postura.

–Ah, sí, ahora que lo dice…

–Por eso vengo, por el agente especial Pendergast, del FBI. Investiga el caso desde el primer día. Usted está al corriente de todo, ¿no?

Paulson volvió a cambiar de postura, ligeramente violento.

–Confieso que no conocía a fondo sus actividades.

–¿No? Como dice que es de la delegación de Nueva Orleans, he dado por supuesto que usted era su enlace. ¿No se suele hacer así?

Se quedó callado. También Paulson.

–Pues lo siento, Jim. Es que suponía…

Dejó la frase sin terminar. Paulson cogió el teléfono.

–¿Darlene? Tráeme la carpeta del agente especial Pendergast, de la delegación de Nueva Orleans. Exacto, Pendergast.

Colgó.

–Mire, Jim, con el debido respeto, venía para pedir que el FBI retire al agente del caso.

Paulson lo miró de reojo.

–¿Ah, sí?

Empezaba a ponérsele rojo el cuello bien afeitado.

–Repito que en Medicine Creek cualquier ayuda es bienvenida, o suele serlo. Ya sé que soy un simple sheriff de pueblo, pero nos está ayudando la unidad forense de Dodge, la policía del estado, y… Para serle sincero, el agente especial Pendergast ha estado…

Dejó a medias la frase, como si se resistiera a criticar a un agente en presencia de otro.

–¿Ha estado qué?

–Nada, un poco torpe. Y poco respetuoso con las fuerzas del orden locales.

–Ya.

Paulson parecía cada vez más cabreado. Hazen se inclinó hacia la mesa y bajó la voz, adoptando un tono confidencial.

–Mire, Jim, si quiere que le diga la verdad, lleva trajes caros, zapatos ingleses a medida y se dedica a citar versos.

Paulson asintió.

–Ya.

Sonó el teléfono. Paulson lo cogió enseguida.

–¿Darlene? Perfecto, pues tráelo.

Al poco rato entró la secretaria con un largo listado de ordenador colgando y se lo entregó a Jim, que le rozó la mano.

El jefe soñado, se corrigió Hazen mirando la foto del escritorio, la de Paulson con su mujer e hijos. Era guapa. No estaba mal tener dos.

Mientras Paulson leía el listado, se le escapó un silbido.

–¡Menudo personaje! Su nombre de pila es Al… Al… Jo, es que no se puede ni pronunciar. En 2002 ganó el concurso nacional de tiro del FBI. Medalla de bronce 2001 por servicios prestados. Águila de oro al valor en 2000 y 1999. Medalla por servicios prestados en el 98. Otra Águila de oro en el 97. Cuatro condecoraciones por heridas en acto de servicio. Y sigue, sigue… Ha trabajado mucho en Nueva York (cómo no), y aquí constan varias misiones secretas anteriores con las correspondientes condecoraciones. Tienen pinta de militares. ¿Se puede saber quién es?

–Eso me preguntaba yo –dijo Hazen.

Jim Paulson se había enfadado de verdad.

–¿Y de qué va? ¿A quién se le ocurre aparecer en Kansas como el rey del mambo, cuando el caso ni siquiera es competencia del FBI?

Hazen se quedó sentado sin abrir la boca. Paulson golpeó la mesa con el listado.

–Aquí no se le ha dado autorización para nada. Ni siquiera ha tenido la buena educación de pasar y presentar sus credenciales. –Cogió el teléfono–. Darlene, pásame a Talmadge, de Kansas City.

«Sí, señor Paulson.»

Poco después sonó el teléfono, y Paulson miró a Hazen al cogerlo.

–¿Le importa esperar en el otro despacho?

Hazen aprovechó la espera para fijarse mejor en la secretaria. Las gafas eran ridiculas, pero la cara no estaba mal, y el cuerpo tampoco. No tuvo que esperar mucho. Paulson salió al cabo de cinco minutos. Volvía a estar tranquilo, y a sonreír con la correspondiente exhibición de hoyuelos.

–Déjele el número de fax a mi secretaria –dijo.

–Descuide.

–En uno o dos días le enviaremos una orden de cese de actividades para que se la entregue al agente especial Pendergast. En la delegación de Nueva Orleans nadie sabe nada, y en la de Nueva York lo único que han dicho es que, en principio, está de vacaciones. Aquí lo único que tiene, lógicamente, es la categoría de agente del orden. Aunque no me consta que haya infringido ninguna normativa, su comportamiento es muy irregular, y hoy en día hay que extremar las precauciones más que nunca.

Hazen procuró no perder la seriedad ni la cara de preocupación, pese a sus ganas de gritar de alegría.

–Tiene amigos de peso en el FBI, pero parece que sus enemigos también son peces gordos. Usted espere la orden, no diga nada, y cuando llegue se la entrega cortésmente. Quédese con mi tarjeta, por si surge cualquier problema.

Hazen se la guardó en el bolsillo.

–Entendido.

Paulson asintió.

–Gracias por la información.

–No faltaría más.

Más hoyuelos, una mirada y un guiño a la secretaria. Segundos después, el principal responsable de la delegación se había retirado.

Uno o dos días, pensó Hazen, mirando su reloj. Ya se le hacía largo.

Las tres. Tenía que ir a Deeper.

Treinta y seis

Corrie avanzaba por la pista de tierra centímetro a centímetro, con una mano en el volante y la otra sosteniendo los dos cafés con hielo en su regazo para no derramarlos. Casi se había derretido todo el hielo. Tenía los muslos mojados e insensibles. Al pasar por un bache más profundo que los demás, hizo una mueca. Últimamente el tubo de escape estaba bastante suelto, y no era cuestión de perderlo en uno de aquellos surcos asesinos.

Delante, al otro lado de los árboles, se elevaban suavemente las protuberancias de los túmulos, mientras la luz del sol poniente formaba halos dorados en la hierba de las cimas. Cuando ya no se atrevió a acercarse más, aparcó y abandonó con cuidado su puesto al volante para, cafés en mano, internarse en los árboles de la cuesta. El tercio norte del cielo estaba tapado por nubes cobrizas de tormenta, imponentes montañas de aire con franjas negras en la base. No corría nada de aire, situación que, sin embargo, no estaba destinada a durar.

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