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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

Naturaleza muerta (32 page)

A continuación, mediante cuerdas y palos atados a las sillas de montar, los indios se llevaron los caballos muertos por la cortina de polvo, y también a sus caídos, apilados en parihuelas. En menos de un minuto no quedaba ni rastro de ellos. El polvo del que habían salido había vuelto a borrarlos.

Solo quedaba un hombre, que tropezaba lloroso por el polvo. Harry Beaumont. Cayó de rodillas en el centro de los túmulos. Ya no tenía cara; todo había desaparecido, nariz, labios, orejas y cuero cabelludo, y únicamente quedaba un óvalo de carne viva y roja donde habían estado sus facciones.

Redondeado.

Se meció en sus rodillas con la cabeza inclinada, mientras la sangre que goteaba de los restos de sus mandíbulas y su barbilla formaba un charco en el suelo. Un círculo oscuro se abrió en el óvalo sangriento, y un grito rasgó el aire:

«Hijoz de puta maldigo ezte zuelo maldigo ezte zuelo lo maldigo para ziempre que llueva zangre por mi zangre tripaz por miz tripaz maldigo ezte zuelo…»

Cayó lentamente en la sangre y el polvo, entre boqueadas y espasmos.

Cuando amainó el viento, cuando el polvo volvió al suelo y todo empezó a despejarse, solo quedaban cadáveres de hombres blancos. No había cheyenes caídos, ni caballos muertos. Todo era hierba, una pradera interminable que se extendía de punta a punta del horizonte. De repente, cien metros más abajo, surgió una figura de un pliegue del suelo, entre matojos; era un muchacho que había estado escondido, y que salió tropezando y corrió aterrorizado por la pradera solitaria. Su silueta fue disminuyendo en el resplandor anaranjado del horizonte, hasta que desapareció. Después, silencio.

Los ojos plateados y luminosos de Pendergast se abrieron al crepúsculo, para susto de Corrie, que se disponía a despertarlo porque ya era la hora. Antes también había estado a punto de hacerlo, pero el motivo, una interrupción en el canto de los pájaros, solo había durado uno o dos minutos. Se levantó sin saber qué decir. Debajo de los árboles ya era de noche. El ruido de los insectos hacía vibrar el aire pegajoso.

–¿Se encuentra bien? –se decidió a preguntar.

Pendergast se levantó limpiándose la chaqueta y los pantalones de hojas, polvo y hierba. Tenía mala cara, como de enfermo.

–Muy bien, gracias –contestó con atonía.

Corrie titubeó. Se moría de ganas de saber qué había visto o descubierto, pero se resistía a preguntárselo por miedo.

Pendergast consultó su reloj.

–Las ocho.

Recogió a toda prisa sus documentos, papeles y notas, y emprendió un rápido descenso hacia el coche con su ayudante tropezando a la luz del crepúsculo para no quedarse rezagada. Cuando Corrie llegó a su puerta (que, con los nervios, le costó un poco abrir), el agente ya estaba sentado.

–Por favor, señorita Swanson, lléveme a casa de la señorita Kraus.

–Vale.

El motor traqueteó un poco antes de arrancar. Corrie encendió las luces y condujo lentamente por los baches de la carretera.

Después de unos minutos ya no se pudo aguantar.

–¿Qué? –preguntó–. ¿Cómo ha ido?

Pendergast fijó en ella su mirada, con unos ojos que la noche hacía brillar de modo extraño.

–He visto lo imposible –se limitó a decir.

Treinta y nueve

La luz se diluía en el crepúsculo. De vez en cuando, las hojas silenciosas filtraban imágenes del hombre y la chica entre los túmulos. El murmullo lejano de sus voces se había apagado. Ahora él estaba tumbado en el suelo, y ella sentada en una roca, a unos veinte metros. De vez en cuando se levantaba para echar un vistazo. Al oeste ya no quedaba luz, solo un vago resplandor flotando en el paisaje y sucumbiendo rápidamente a la noche.

Oscuros y quietos, los maizales rodeaban la pequeña arboleda. Pero bueno, ¿qué hacía Pendergast? ¿Para qué estaba tumbado sin moverse, como un muerto? Ya habían pasado dos horas, dos horas perdidas; eran bastante más de las siete, y el plazo de Joe Rickey, el reportero del
Globe,
empezaba a agotarse. Por no hablar del que marcaba a Ludwig el siguiente número del
Courier.
¿Se trataría de algún rollo espiritista? ¿Alguna comunicación New Age con los espíritus ? Quizá hubiera material para una noticia, aunque no fuera la que buscaba… En todo caso, era la única disponible, y no pensaba dejarla a medias.

Smit Ludwig cambió de postura, agarrotado, y bostezó. El movimiento silenció los grillos, pero enseguida siguieron con su pacífico y archiconocido chirrido. Ludwig estaba acostumbrado a aquel paisaje. Su hermano y él habían jugado mucho a indios y vaqueros por los túmulos, y habían nadado mucho en el río. Incluso habían acampado un par de veces por la zona. Si de algo servían la historia de Harry Beaumont y los Cuarenta y Cinco, y el hecho de que los túmulos tuvieran una reputación siniestra, era para incrementar la sensación de aventura. Ludwig se acordaba de una de sus noches de acampada, en agosto, contando estrellas fugaces, llegaron a las cien. Ahora su hermano, que se había ido de Medicine Creek, hacía vida de jubilado y abuelo en Leisure, Arizona. Eran otros tiempos. Entonces a las madres les parecía normal no ver a sus hijos en todo el día, y dejarles correr y jugar donde quisieran. Ya no. Poco a poco, la triste modernidad había llegado a Medicine Creek. Solo faltaban los asesinatos. En parte Ludwig se alegraba de que Sarah no hubiera vivido para verlo. El pueblo nunca volvería a ser igual, aunque encontraran al asesino.

Volvió a observar a la luz del ocaso. Pendergast seguía en el suelo sin moverse. Lo normal era cambiar alguna vez de postura, hasta durmiendo. Además, nadie dormía tan tieso, con las piernas juntas y las manos en el pecho. Y ni siquiera se había quitado los zapatos. Qué raro.

Murmuró un taco. ¿Qué hacer? ¿Levantarse, interrumpirlos y preguntar qué hacían? No, no le parecía posible. Después de esperar tanto, valía la pena ver qué pasaba cuando…

De repente vio que Pendergast se levantaba y se sacudía el polvo. Rápidamente, se refugió en la oscuridad. Oyó un murmullo de voces. A continuación, Pendergast y Corrie volvieron hacia el coche y no hubo nada más que reseñar.

Soltó otro taco. Había sido una tontería seguir a Corrie, un engaño fruto de la voluntad de ayudar a un reportero en ciernes y, al mismo tiempo, encontrar una nueva perspectiva sobre la noticia. Ahora ya no había noticia, el chaval lo tenía crudo, y el
Courier
del día siguiente también.

Esperó con amargura a que se marcharan. Total, ¿qué prisa tenía? No había nada que contar, ni lo esperaba nadie. Como si se quería pasar toda la noche ahí sentado. No lo echarían de menos, ni a él ni al periódico.

Pero como Ludwig no tenía mucho aguante con la autocompasión, tardó poco en levantarse. Había escondido el coche bastante lejos del de Corrie, cerca de la carretera, en un punto del maizal donde sabía que no lo verían al marcharse. Se sacudió el polvo y miró alrededor. Ya no quedaba luz. En cambio empezaba a hacer viento. Viento al anochecer: señal segura de tormenta. Las hojas empezaron a temblar, y las zarandeó una brusca ráfaga. Como las nubes (que se movían deprisa) tapaban la luna, la oscuridad era total.

Vio un relámpago, y contó mentalmente. Casi medio minuto después oyó un trueno lejano.

La tormenta aún tenía un largo camino por delante.

Agachó la cabeza contra el viento y fue al sitio donde se había tumbado Pendergast. Quizá hubiera algo, alguna pista sobre sus actividades. Pero no, ni la más leve huella. Sacó la libreta para apuntar un par de cosas, pero desistió. ¿A quién pretendía engañar? De ahí no podía salir ningún artículo.

De repente parecía que los ruidos se hubieran multiplicado: el susurro de la hierba y de las hojas, el suspiro de las ramas, el balanceo de los árboles… Reconoció un olor de humedad y ozono mezclado con el aroma de las flores. Otro trueno lejano.

Más valía volver lo antes posible y dar la mala noticia a su joven colega.

La oscuridad era tan grande que por unos segundos le hizo dudar del camino, pero de niño lo había recorrido mil veces, y los recuerdos infantiles nunca mueren. Caminó protegiéndose del frío. Pasaban hojas volando. Se le enredó una ramita en el pelo. Después de tantas semanas de calor y calma chicha, el viento casi era un alivio.

Paró al oír un ruido diferente a su derecha. Quizá fuera algún animal.

Esperó, dio un par de pasos… y oyó claramente un crujido de hojas secas.

Pero el pie que las había pisado no era el suyo.

Volvió a esperar, pero solo se oía el susurro de las hojas y el viento. Más o menos un minuto después, dio media vuelta y siguió caminando a paso ligero.

Enseguida volvió a oír pasos a la derecha.

Se detuvo.

–¿Quién va?

El viento silbaba. Los álamos crujían.

–¿Pendergast?

Nada más reemprender su camino, oyó (y sintió) que lo seguían, y tuvo escalofríos.

–¡No sé quién es, pero lo oigo! –dijo, acelerando. El tono, enérgico y de enfado, no pudo evitar que le temblara la voz. Su corazón latía con fuerza.

Lo que iba tras él seguía cerca.

Se acordó sin querer de la cita de Whit en la iglesia, el domingo: «¡Vuestro adversario, el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar!».

Al darse cuenta de que casi jadeaba, se resistió con todas sus fuerzas al pánico, diciéndose que pronto saldría de los árboles y volvería a estar entre dos paredes de maíz. Solo faltaban doscientos metros para la carretera, y otros doscientos para el coche. Al menos en la carretera estaría a salvo.

Pero esas pisadas horribles, plúmbeas, que todo lo hacían crujir…

–¡Vete de una vez! –gritó volviendo la cabeza.

Fue un grito involuntario, nacido de su instinto, como instintivo fue el hecho de que echara a correr. Era demasiado viejo para esos trotes. Le pareció que estaba a punto de explotarle el corazón. Sin embargo, su voluntad no tenía poder sobre sus pies.

La cosa seguía cerca, en la oscuridad. Ahora Ludwig oía su respiración: gruñidos rítmicos al compás de las pisadas.

Podría meterme corriendo en el maizal, y despistarlo, pensó al salir de los árboles. Frente a él, el mar oscuro de maíz se zarandeaba ruidoso bajo el viento. El polvo se le metía en los ojos. Un relámpago fugaz iluminó el cielo.

–¡Muh!

El ruido, repentino y de una alarmante proximidad, desencadenó el miedo por todo el cuerpo de Ludwig. Parecía al mismo tiempo humano y totalmente inhumano.

–¡Que me dejes en paz! –chilló, corriendo más deprisa de lo que se creía capaz.

–Muh, muh, muh –gruñía la cosa, yendo a su ritmo.

A la luz de otro breve relámpago, vio la forma que corría paralelamente a él por el maíz; fue una visión muy rápida, pero de una nitidez brutal, y el susto estuvo a punto de hacerle caer. Era imposible, inconcebible. ¡Santo Dios! ¡Qué cara! ¡Qué cara!

Ludwig corrió; y, mientras corría, oyó que a su perseguidor no le costaba ningún esfuerzo mantener su ritmo.

–Muh. Muh. Muh. Muh. Muh.

¡La carretera! ¡Luz de faros! ¡Un coche!

Salió a la carretera con un aullido como de alma en pena. Gritaba y corría por la raya central, moviendo los brazos en persecución de los faros. Otro trueno silenció sus gritos. Dejó de correr y apoyó las manos en las rodillas, con la sensación de que se le reventarían los pulmones. Agotado hasta la extenuación, esperó vencido y sin moverse a que llegara el golpe repentino, la candente estocada del dolor…

Pero no pasó nada, y al cabo de un momento se irguió y miró alrededor.

El viento zarandeaba el maíz a ambos lados de la carretera, con un ruido que ahogaba cualquier otro, pero Ludwig vio que el monstruo ya no estaba. Se había ido. Quizá lo hubiera asustado el coche. Volvió a mirar, esta vez con los ojos más desorbitados, mientras jadeaba, tosía y trataba de inhalar aire, atónito por su buena suerte.

Solo faltaban doscientos metros de carretera para llegar a su coche.

Corriendo y tropezando, avanzó por el centro de la carretera. Respiraba con dificultad, y se le había disparado el corazón. Cien metros. Cincuenta. Diez.

Jadeante, tambaleándose, penetró en el claro donde había escondido el coche; y, en un momento de alivio que amenazó con doblarle las rodillas, reconoció el ligero resplandor de su carrocería. Estaba a salvo. ¡Gracias a Dios resucitado, estaba a salvo! Sollozando, jadeando, cogió la manecilla y abrió la puerta.

La cosa, salida del semicírculo oscuro de maíz, se lanzó sobre él con un mugido in crescendo.

–¡ MuuuuuuuUUUUUHHHHHHHHHHHH!

El grito estrangulado de Ludwig se perdió entre los silbidos del viento.

Cuarenta

Desde sus habitaciones del segundo piso de la vieja casa de los Kraus, Pendergast veía asomar por el este un amanecer sucio y rojo. Había sido una noche de relámpagos y truenos lejanos. El viento, cada vez más fuerte, hacía ondear el maíz y girar el letrero de
LAS CUEVAS DE KRAUS
sobre su eje de madera castigado por las inclemencias. Cada nueva ráfaga zarandeaba los árboles del río, situados a un kilómetro de la casa, y levantaba polvo de los campos secos, que, transportado en grandes nubes, desaparecía en el sucio cielo.

Pendergast dejó de mirar la ventana, y por enésima vez repasó mentalmente el viaje por la memoria, recreando los preparativos, la disposición de la escena, la deconstrucción y construcción mentales de la región de los túmulos y los acontecimientos del pasado que se habían desarrollado tras ellas. Era la primera vez que le fallaba un viaje por la memoria. Había recurrido a él por el fracaso de su investigación sobre el presente de Medicine Creek, movido por la voluntad de entender los acontecimientos del pasado, resolver el enigma de la maldición de los Cuarenta y Cinco y averiguar la verdad sobre aquel día de 1865. Pero era tal como explicaban las leyendas: los indios, en efecto, habían aparecido como por arte de magia, y su desaparición había sido igual de milagrosa.

Sin embargo, era imposible. A menos que hubiera llegado el momento de plantearse una posibilidad a la que siempre se había resistido: la de que hubiera fuerzas sobrenaturales implicadas, que nadie percibía ni entendía.

Un giro frustrante, muy frustrante de la situación.

Un leve zumbido al noreste le hizo levantar la cabeza. Vio el punto de un avión sobrevolando el maíz a gran altura. El punto fue creciendo y cruzó su campo visual hasta adquirir la forma de una Cessna. Cuando empezaba a alejarse por el otro lado, dio media vuelta. Era la avioneta de reconocimiento, que seguía buscando el cadáver de Chauncy.

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