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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

Naturaleza muerta (35 page)

Al oír la voz de su madre, su única respuesta fue subir el volumen. Unos cuantos golpes sordos indicaron que intentaba hacerse oír aporreando la pared. Joder. Qué día más oportuno había elegido la buena mujer para ponerse enferma; justo cuando Pendergast ya no necesitaba ayudante, y Corrie no tenía más remedio que quedarse en casa, demasiado asustada para ir a su refugio de siempre bajo las líneas de alta tensión. Casi tenía ganas de que llegara el día del Trabajo y empezaran las clases.

La puerta de su cuarto se abrió de golpe, y apareció su madre en camisón y con los brazos (demasiado delgados) cruzados sobre la barriga (demasiado gorda). Estaba fumando. Corrie se quitó los auriculares.

–¡Corrie, casi me quedo afónica! Un día te quitaré los auriculares.

–¡Pero si me dijiste tú que los usara!

–Sí, pero no cuando intento hablar contigo.

Corrie observó a su madre, fijándose en su mascarilla corrida y las manchas de carmín de la noche anterior en sus labios agrietados. Había estado bebiendo, pero no lo bastante, al parecer, para quedarse en la cama. ¿Cómo podía semejante extraterrestre ser su madre?

–¿Por qué no estás trabajando? ¿Ya se ha cansado de ti?

Corrie no contestó. En el fondo daba igual. De todos modos, su madre diría lo que tenía que decir.

–Que yo sepa te han pagado dos semanas. Eso son mil quinientos dólares, ¿no?

Corrie seguía mirándola.

–Mientras vivas aquí tendrás que contribuir. No es la primera vez que te lo digo. Últimamente gasto una barbaridad: taxis, comida, el coche… Mil cosas. Y ahora me pierdo la propina de un día por culpa de esta mierda de resfriado.

Dirás de resaca. Corrie esperó.

–Lo mínimo que te puedo pedir es mitad y mitad.

–El dinero es mío.

–¿Y quién te crees que te ha mantenido los últimos diez años? El inútil de tu padre no, te lo aseguro. Yo, que soy la que se ha destrozado las manos para mantenerte, y como que soy tu madre que algo me devolverás.

Corrie había escondido el dinero en el fondo del cajón de su cómoda, sujeto con celo, y no pensaba descubrirle a su madre dónde estaba. ¿Cómo se le había ocurrido decir cuánto ganaba? El dinero lo necesitaría para el abogado, cuando llegara el puto juicio; si no, acabaría con el de oficio, que seguro que era un paria, y la meterían en la cárcel. Eso sí que daría buena impresión: mandar las peticiones a las universidades desde la cárcel.

–Ya te dije que dejaría dinero en la mesa de la cocina.

–En la mesa de la cocina dejarás setecientos cincuenta dólares.

–Es una pasada.

–No llega ni de lejos a lo que ha costado mantenerte todos estos años.

–Si no querías mantenerme, no haberte quedado embarazada.

–Por desgracia hay accidentes.

Corrie reconoció el típico olor a filtro quemado de cuando se fuma el cigarrillo hasta el final. Su madre miró alrededor y lo apagó en el incensario de su hija.

–Si no quieres contribuir, ya puedes irte a vivir a otro sitio.

Corrie se volvió de malos modos, se puso los cascos otra vez y subió tanto la música que le dolieron los tímpanos. Casi no oía los gritos de su madre. Como me toque, pensó, grito. Pero sabía que su madre no la tocaría. Una vez la había pegado, y los gritos de Corrie habían hecho venir al sheriff. El pequeño bulldog, lógicamente, no había hecho nada (sí: acusarla, a ella, de escándalo público), pero desde ese día su madre ya no se atrevía a ponerle las manos encima.

No podía hacer nada. Así de sencillo. Tendría que esperar a que se fuera de casa.

Después de que su madre volviera hecha una furia a su habitación, Corrie se quedó mucho rato en la cama, pensando. Hizo el esfuerzo de alejarse mentalmente de su madre, de la caravana y del infierno deprimente, vacío y sin sentido en que consistía su vida, y se acordó de Pendergast. Pensó en su traje negro, sus ojos claros y su altura y delgadez. Tuvo curiosidad por saber si estaba casado o tenía hijos. Era una injusticia haber pasado tan olímpicamente de ella, yéndose en su cochazo. En fin, quizá lo hubiera decepcionado, como a todos. Quizá Corrie, al fin y al cabo, no hubiera hecho bien su trabajo. Se encrespó al acordarse de cuando el sheriff le había endilgado el papel. Pero bueno, Pendergast no era de los que se quedaban con los brazos cruzados. Además, ¿no había insinuado que seguiría trabajando en el caso? Se dijo que no tenían más remedio que separarse, que no era por nada que hubiera hecho ella. Ya lo había dicho el propio Pendergast: «No puedo permitir que se resista al sheriff por mi culpa».

Pensó en el caso. Seguía siendo tan inconcebible que el asesino fuera alguien de Medicine Creek… Si era cierto que se trataba de un vecino, seguro que Corrie lo conocía; claro que conocía a todo Medicine Creek, y no se le ocurría nadie capaz de ser un asesino en serie. Se estremeció al acordarse de los cadáveres que había visto con sus propios ojos: el perro con la cola cortada… Chauncy cosido como un pavo…

El más raro era el de Stott, hervido de pies a cabeza. ¿Por qué? Y, sobre todo, ¿cómo se hervía entera a una persona? El asesino tendría que haber hecho una hoguera, puesto a calentar una olla grande… Parecía imposible. ¿Dónde se conseguía una olla así? ¿En el bar de Maisie? No, por supuesto que no; la más grande era la que usaba para el chile del miércoles, donde no cabía ni un brazo. En el Castle Club también había cocina. ¿Podía haber sido en el Castle Club?

Resopló. Era una idea de locos. Ni siquiera en el Castle Club podían tener una olla bastante grande para hervir a una persona. Para eso hacía falta una cocina industrial. A menos que hubiera usado una bañera… ¿Era posible que alguien hubiera puesto una bañera encima de una hoguera y cocido el cadáver? ¿O que la hubiera puesto en un maizal? No, porque la habrían descubierto las avionetas de reconocimiento. Y el humo de la hoguera se habría visto desde todas partes. Alguien se habría dado cuenta del olor, como mínimo del humo.

No, en Medicine Creek no había ningún sitio donde se pudiera haber hervido el cadáver…

Se incorporó de repente.

Las cuevas de Kraus.

Era una locura… o quizá no tanto. Se sabía que, en la época de la Ley Seca, Kraus había tenido una destilería ilegal al fondo de su cueva.

Sintió un hormigueo en la espalda, una mezcla de emoción, curiosidad y miedo. Quizá la destilería aún estuviera en su sitio. Y en las destilerías había recipientes grandes, ¿no? ¿Tanto como para hervir a una persona? Quizá sí, quizá no.

Volvió a tumbarse en la cama con el pulso acelerado, y en ese momento volvió a tener una sensación de ridículo. La Ley Seca había terminado hacía setenta años. Seguro que la destilería no existía desde hacía una eternidad. Algo tan valioso no se dejaba pudriéndose en una cueva. Además, ¿cómo se las habría apañado el asesino para entrar y salir de la cueva sin ser visto, si la cotilla de Winifred Kraus la tenía cerrada a cal y canto y la vigilaba como un halcón?

Inquieta, dio vueltas en la cama. Los candados se podían forzar. La propia Corrie, navegando por los ordenadores del instituto, se había bajado un manual de ganzúas, y hasta se había fabricado una de pequeño tamaño para hacer experimentos con los candados de los armarios del colegio.

Si el asesino era del pueblo, estaría al corriente de los negocios sucios de Kraus, y de la existencia de la destilería. Quizá hubiera metido el cadáver en la cueva en la oscuridad de la noche, y a la mañana siguiente, después de hervirlo, se lo hubiera llevado. La vieja Winifred no se habría enterado. De hecho casi ya no enseñaba la cueva a nadie.

Pensó en llamar a Pendergast. ¿Sabría lo de la destilería? Lo dudó; era una anécdota del pasado de Medicine Creek que a nadie se le habría ocurrido comentarle. Para eso la había contratado a ella, para contarle anécdotas así. Lo natural era llamarlo y decírselo. Metió la mano en el bolsillo, sacó el móvil que le había dado el agente y empezó a marcar.

Dejó el número a medias. Era una idea absurda, una estupidez. Palos de ciego. Pendergast se burlaría de ella. Podía incluso enfadarse. Se suponía que Corrie ya no estaba en el caso.

Dejó el teléfono y volvió a mirar la pared. Quizá fuera mejor comprobarlo personalmente, por si acaso, solo para ver si aún estaba el alambique. En caso afirmativo se lo diría a Pendergast; en caso negativo, se ahorraría hacer el ridículo.

Se sentó con los pies en el suelo. Todos sabían que en la caverna, más allá de la zona turística, solo había una o dos cuevecitas. Si existía un alambique, tendría que estar en una de ellas. Se trataba de entrar, averiguarlo y salir. Además, así salía de casa; y, con tal de salir de aquella ratonera, cualquier excusa era válida.

Bajó la música y escuchó. Su madre ya no hacía ruido.

Se quitó los auriculares y volvió a aguzar el oído. Luego bajó de la cama con sigilo, se vistió y abrió la puerta lentamente. Todo seguía en silencio. Empezó a caminar de puntillas con los zapatos en la mano, pero justo antes de llegar al final del pasillo oyó abrirse de golpe la puerta de su madre, y reconoció su voz.

–¡Corrie! ¿Se puede saber adonde vas?

Cruzó deprisa la cocina y salió corriendo por la puerta, dejando que se cerrara sola. Al llegar a su coche, tiró los zapatos en el asiento de al lado y giró la llave, rezando por que se pusiera en marcha. Después de unos golpes, el motor se caló.

–¡Corrie!

Su madre estaba a punto de cruzar la puerta, y se movía muy deprisa para estar tan resfriada.

Corrie volvió a darle a la llave, mientras pisaba desesperadamente el pedal.

–¡¡Corrie!!

Por fin arrancó. El coche rodó por la grava del camino de Wyndham Parke Estates con un chirrido de neumáticos, y dejó un reguero de humo, polvo y piedras saltando.

Cuarenta y cuatro

A Marjorie Lane, recepcionista jefe de la ABX Corporation, cada vez la ponía más nerviosa el hombre del traje negro de la sala de espera.

Llevaba sentado una hora y media, pero no era eso lo anómalo, sino que no hubiera cogido ninguna de las revistas convenientemente distribuidas, no hubiera hablado por el móvil, no hubiera abierto un ordenador portátil y no hubiera hecho, en suma, nada de lo que solía hacer la gente cuando esperaba ser recibida por Kenneth Boot, el presidente de la compañía. De hecho, ni siquiera parecía que se hubiera movido. Sus ojos, extraños y como plateados, parecían mirar constantemente por la pared de cristal de la sala de espera, y, saltándose el centro de Topeka, contemplar la geometría verde de fábricas que se extendía más allá de los límites de la ciudad.

Últimamente, Marjorie había vivido muchos cambios en la empresa. Primero el de nombre: la Anadarko Basin Exploratory Company había adoptado un acrónimo y un logo nuevos y elegantes. El siguiente paso había consistido en comprar empresas fuera del ámbito de la prospección de petróleo: energía, fibra óptica, banda ancha (que a saber lo que era) y un millón de cosas que Marjorie no solo no entendía, sino que no lograba que le explicase nadie. El señor Boot era un hombre ocupadísimo, pero le gustaba tener esperando a la gente incluso cuando no tenía nada que hacer. A veces los obligaba a esperar todo el día, como en el caso reciente de los directivos de un fondo de inversión que habían venido a consultarle algo.

Marjorie echaba de menos los viejos tiempos, cuando las actividades de la empresa eran comprensibles para ella, y cuando no se hacía esperar a nadie. Le resultaban violentas las esperas. La gente se quejaba, hablaba en voz muy alta por el móvil, aporreaba el portátil y daba zancadas por el despacho. A veces eran malhablados, y había que llamar a seguridad.

Pero aquello… aquello era peor. Aquel hombre le ponía los pelos de punta. No solo no sabía cuándo sería recibido por el señor Boot, sino que no estaba segura de que lo fuera. Sabía que se trataba de un agente del FBI, porque había visto su identificación, pero no sería la primera persona importante a quien hiciera esperar el señor Boot.

Marjorie Lañe se enfrascó en contestar llamadas, escribir cartas y responder a correos electrónicos, pero en todo momento, con el rabillo del ojo, veía al hombre de negro inmóvil como una estatua de la guerra civil. Ni siquiera parpadeaba.

Al final se le acabó la paciencia y dio un paso que en principio no podía dar: llamar a la secretaria personal del señor Boot.

–Oye, Kathy –dijo en voz baja–, que tengo a un agente del FBI esperando desde hace dos horas, y me parece que el señor Boot tendría que recibirlo.

–El señor Boot está muy ocupado.

–Ya, Kathy, ya lo sé, pero para mí que tendría que recibirlo. Me da mala espina. Venga, hazme ese favor.

–Un momento.

Dejó la llamada en espera. La secretaria volvió a ponerse al poco rato y dijo:

–El señor Boot tiene cinco minutos.

Marjorie colgó.

–¿Agente Pendergast?

Pendergast se levantó y, tras una pequeña inclinación, pasó al despacho interior sin decir nada.

Marjorie suspiró de alivio.

Kenneth Boot estaba de pie ante la mesa de delineante que le servía de escritorio (nunca se sentaba para trabajar), y tardó un poco en darse cuenta de que el agente del FBI había entrado en su despacho y ya estaba sentado. Antes de mirarlo, terminó un informe en el ordenador y se lo envió a su secretaria.

Se llevó una sorpresa. Aquel agente del FBI no se parecía en nada a Efrem Zimbalist hijo, uno de los héroes televisivos de su infancia; no solo no se parecía, sino que era diametralmente opuesto: traje negro de corte perfecto, zapatos ingleses a medida, camisa de sastre… Sin olvidar su piel tan blanca, y sus manos tan finas. Cinco o seis mil dólares en vestuario, sin contar la ropa interior. Kenneth Boot era tan entendido en ropa como (por su propio esfuerzo) en vinos, puros y mujeres, requisito necesario para cualquier presidente de empresa norteamericano que quisiera prosperar. A Boot no le gustó que el agente se hubiera puesto tan cómodo. Otra cosa que le molestaba era verle fijarse en todos los detalles del despacho, como si lo desnudara con la vista.

–¿Señor Pendergast?

El agente no lo miró ni contestó. Sus ojos prolongaron el examen. ¿Con qué derecho estaba tan relajado ante el presidente de ABX, séptima empresa en tamaño de las que cotizaban en la bolsa de Nueva York?

–Dispone de cinco minutos, y ya ha pasado uno –dijo Boot sin alterarse, y empezó a escribir otro informe en el ordenador.

Esperaba alguna respuesta por parte del agente, pero no la hubo. Dejó de escribir y miró su reloj. Quedaban tres minutos.

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