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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

Naturaleza muerta (38 page)

Lo que había tocado seguía sin moverse. Seguro que solo era una protuberancia del suelo. Si cada cosita que tocaba la hacía detenerse muerta de miedo, nunca saldría de la cueva.

Cuando tendió la mano para seguir avanzando, volvió a rozar la cosa. Definitivamente, no eran imaginaciones suyas: estaba caliente. Debía de ser algún fenómeno volcánico, o… A saber. Volvió a tocarlo un poco por ahí, un poco por allá…

Y se dio cuenta de que tocaba un pie descalzo, con las uñas largas y rotas.

Retiró muy lentamente la mano. Le temblaba incontrolablemente. Su respiración eran resuellos que no se dejaban acallar. Quiso tragar saliva, pero se le había secado la boca.

Entonces, una voz ronca y cantarína surgió de la oscuridad, caricatura de un ceceo humano:

–¿Quierez hugá comigo?

Cuarenta y siete

Hazen se acomodó en la silla mullida, apoyando un poco las yemas de los dedos en la madera pulida de la mesa de reuniones, mientras volvía a preguntarse por qué Medicine Creek no se podía permitir una oficina del sheriff con buenas sillas o con una mesa como aquella. Se dijo, sin embargo, que la oficina del sheriff de Deeper debía de funcionar como el resto del pueblo, a base de préstamos. Al menos su departamento nunca tenía números rojos. Tarde o temprano, a Medicine Creek le llegaría su hora, gracias, en buena medida, a él.

Hank Larssen seguía pegando el rollo, pero Hazen casi no escuchaba. Lo mejor era dejar que se desfogara. Miró su reloj con disimulo. Las siete. Había sido un día largo y provechoso. Había pensado mucho, y ahora tenía el caso casi completo en la cabeza. Solo quedaba un detalle, una espinita.

Parecía que Larssen empezaba a perder fuelle.

–Es que es muy prematuro, Dent. Hasta ahora no he visto ninguna prueba tangible. Todo han sido hipótesis y suposiciones.

Hipótesis y suposiciones. ¡Joder! Hank había leído demasiadas novelas de John Grisham.

Larssen se puso en pie con actitud tajante.

–No pienso permitir que se sospeche de uno de los habitantes más destacados de Deeper sin pruebas en firme. Ni lo haré, ni dejaré que lo haga nadie. Al menos en mi jurisdicción.

Hazen dejó madurar el silencio y se volvió hacia Raskovich.

–¿Tú qué dices, Chester?

Raskovich miró a Seymour Fisk, el decano de la universidad, que había escuchado atentamente, en silencio y con arrugas en la calva.

–Pues… Que creo que lo que hemos averiguado el sheriff Hazen y yo justifica seguir investigando.

–Lo único que habéis averiguado –replicó Larssen– es que Lavender tiene problemas económicos, y hoy en día no es precisamente el único.

Hazen volvió a guardarse sus comentarios. Que hablara Chester.

–Ya –dijo Raskovich–, pero hemos encontrado algo más que problemas económicos. Hace años que no paga impuestos sobre algunos de sus bienes inmuebles. Me interesaría saber por qué no ha habido ningún embargo. Además, iba diciendo que el campo experimental se quedaría en Deeper. Decía que tenía un plan, como si supiera algo más que los demás. A mí lo de «plan» me suena bastante sospechoso.

–¡Pero bueno, por Dios! Eso era una manera de tranquilizar a los acreedores –dijo Larssen, y estuvo a punto de remacharlo abandonando la comodidad de la piel artificial.

Genial, pensó Hazen. Ahora Hank discute con los de la universidad. Larssen nunca había sido una luminaria. Raskovich volvió a intervenir.

–Una cosa está clara: si el lunes el doctor Chauncy hubiera anunciado que el campo estaría en Medicine Creek, los acreedores de Lavender se le habrían echado encima, y lo habrían dejado en la bancarrota. Es una razón poderosa.

Silencio. Larssen negaba con la cabeza.

Quien tomó la palabra, por primera vez, fue Fisk, cuya meliflua voz de torre de marfil llenó el despacho.

–Sheriff, aquí no se acusa a nadie. Lo único que se pretende es seguir con la investigación y analizar la situación económica del señor Lavender como una más de las pistas.

Hazen esperó. Era políticamente importante «consultar» a Larssen. La pega era que el bueno de Hank no parecía darse cuenta de que se trataba de una pura formalidad, ya que nada de lo que dijera impediría investigar a Lavender.

–Señor Fisk –dijo Larssen–, yo lo único que pido es que no se concentren antes de tiempo en un solo sospechoso. Primero hay que seguir muchas pistas. Mira, Dent, ya sabemos que Lavender no es ningún santo, pero tampoco es un asesino, y menos de esas características. Además, aunque contratara a alguien, ¿cómo quieres que se desplazara desde Deeper a Medicine Creek sin que lo vieran? ¿Dónde se habría escondido? ¿Dónde está su coche? ¿Dónde pasó la noche? ¡Si han reconocido toda la zona por tierra y aire! ¡Ya lo sabes!

Hazen espiró en silencio. En efecto, era el detalle que le quitaba el sueño, el único punto débil de su teoría.

–A mí –dijo Larssen– me parece más probable que el asesino sea un vecino de Medicine Creek, una especie de doctor Jekyll. Si no fuera del pueblo, alguien habría visto algo. No se puede ir y venir de Medicine Creek sin que te vean.

–Podía esconderse en el maíz –dijo Raskovich.

–Se vería desde arriba –dijo Larssen–, y ya hace varios días que hay avionetas de reconocimiento. Han buscado por treinta kilómetros de río, por los túmulos… Por todas partes, y no hay rastro de nadie. Nadie ha visto ir o venir a nadie. ¡A ver dónde se esconde el asesino! ¿En un agujero?

Al oírlo, Hazen se puso rígido. La brillante intuición que penetró bruscamente en su conciencia le tensó los brazos y las piernas. Claro, se dijo. Claro. Ya tenía la escurridiza respuesta, el eslabón que le faltaba a su teoría.

Respiró hondo y miró a los demás para comprobar que no hubieran observado su reacción. Era esencial que no pareciera que se lo debía a Larssen.

Entonces dejó caer la bomba, con un tono al borde del aburrimiento.

–Pues sí, Hank, se ha estado escondiendo en un agujero.

Nadie dijo nada.

–¿Cómo? –preguntó Raskovich.

Hazen lo miró.

–Las cuevas de Kraus –dijo.

–¿Las cuevas de Kraus? –repitió Fisk.

–Sí, la casa grande que hay en la carretera del condado, la de la tienda de recuerdos. Detrás hay una cueva turística. Siempre ha estado. Ahora la lleva Winifred Kraus.

Parecía mentira que todas las piezas encajaran tan deprisa en su cerebro. Desde el principio lo había tenido en las narices, pero sin verlo. Las cuevas de Kraus. Naturalmente.

Tanto Fisk como Raskovich asintieron con la cabeza.

–Sí, me acuerdo de haberla visto –dijo Raskovich.

Larssen se había quedado blanco. Sabía que Hazen acababa de dar en el clavo. Hasta ese punto era perfecta la teoría. Hasta ese punto encajaba todo.

Hazen volvió a hablar.

–El asesino estaba escondido en la cueva. –Miró a Larssen, y se le escapó una sonrisa–. Ya sabes, Hank, que es la misma cueva donde estaba la destilería clandestina, donde hacían el whisky de maíz para el «rey Lavender».

–¡Ah, qué interesante! –dijo Fisk, con una mirada admirativa a Hazen.

–¿Verdad? Al final del circuito turístico hay una sala donde hervían la malta. En un alambique muy grande.

Subrayó lo más posible las últimas palabras, y vio que Raskovich abría mucho los ojos.

–¿Bastante grande para hervir a una persona?

–Bingo –dijo Hazen.

El ambiente se electrizó. Larssen soltaba tacos en voz baja, y Hazen supo que era porque incluso él estaba convencido.

–Ya lo ve, señor Fisk –dijo Hazen–. El esbirro de Lavender se escondía en la cueva. De noche salía a matar, descalzo y con toda la parafernalia, y hacía que pareciera la maldición de los Túmulos Fantasmas. Durante la Ley Seca, el «rey Lavender» pagó el alambique a ese pelagatos de Kraus y le montó el negocio. Así lo hizo en todo el condado. Él financiaba todas las destilerías clandestinas de la zona.

Hank Larssen sacó un pañuelo y se secó la franja de sudor que se le había formado en la frente.

–Lavender nos contó que su ayudante McFelty había ido a Kansas City a ver a su madre, que está enferma. Es una de las comprobaciones que hemos hecho hoy. Raskovich y yo hemos intentado ponernos en contacto con la madre… y nos hemos enterado de dónde está.

Hizo una pausa.

–Muerta. Desde hace veinte años.

Dejó que la noticia produjera su efecto, y continuó.

–Por si fuera poco, McFelty ya ha tenido problemas con la justicia; eran delitos menores, más que nada, pero con violencia: varias agresiones, algunas con daños físicos graves, conducir borracho…

Después de tantas revelaciones, que casi se amontonaban una sobre otra, Hazen puso la guinda:

–McFelty desapareció dos días antes del asesinato de Sheila Swegg. Yo creo que se escondió en la cueva. Como bien ha dicho Hank, no se puede ir y venir de Medicine Creek sin que te vea algún vecino, o yo. Ha estado en las cuevas de Kraus desde el principio, y salía de noche para el trabajo sucio.

Durante una larga pausa, nadie habló.

Fisk carraspeó.

–Lo felicito, sheriff. ¿Cuál será el siguiente paso?

Hazen se levantó con expresión decidida.

–El pueblo está lleno de policías y periodistas. Ahora que McFelty ha terminado su trabajo, debe de estar en la cueva esperando una tregua para escapar.

–¿Entonces?

–Entonces, es cuestión de ir a por él.

–¿Cuándo?

–Ahora. –Se volvió hacia Larssen–. Ponnos con el cuartel general de la policía del estado en Dodge. Quiero hablar personalmente con el comandante Ernie Wayes. Necesitamos un equipo bien armado. Nos harán falta perros, pero mejores que los de la otra vez. Yo, mientras tanto, iré al juzgado a buscar una orden del juez Anderson.

–¿Está seguro de que McFelty sigue dentro de la cueva? –preguntó Fisk.

–No –dijo Hazen–, seguro no, pero como mínimo habrá dejado pruebas. Además, no pienso correr riesgos. Es un hombre peligroso. Una cosa es que esté a sueldo de Lavender, y otra el entusiasmo que ha puesto en la faena. Cuando lo pienso, me acojona. No cometamos el error de subestimarlo.

Se volvió hacia la ventana y miró el horizonte, pada vez más negro. El viento soplaba y soplaba.

–Hay que ponerse en marcha. Podría aprovechar la tormenta para salir de la cueva.

Consultó su reloj y volvió a mirar a los demás.

–Será esta noche a las diez, y le echaremos la caballería.

Cuarenta y ocho

La oscuridad era total, absoluta. Corrie, tumbada en la humedad de la cueva, estaba calada hasta los huesos, y con el cuerpo tiritando de miedo y frío. Oía moverse a aquel ser no muy lejos, canturreando en voz baja y haciendo ruidos horribles de baba con los labios. A veces el tono era cariñoso; otro, como de reírse de una broma que solo entendía él.

Corrie había pasado de la incredulidad y el pánico en estado puro al frío y el aturdimiento. El asesino la tenía a su merced. La cosa, o persona, la había atado y se la había echado al hombro como un saco de carne, para llevarla por un interminable laberinto de pasadizos que subían o bajaban, o cruzaban riachuelos subterráneos. Y en todo momento, siempre, la oscuridad. Parecía que se orientase a tientas, o bien de memoria.

Sus brazos eran resbaladizos y húmedos, pero al mismo tiempo tenían la fuerza de unos cables de acero capaces de aplastarla. Corrie lo había intentado todo, gritos, ruegos y súplicas, pero en vano. Al llegar al final del recorrido, donde el mal olor superaba cualquier descripción, él la había dejado caer al suelo de piedra. Después su pie calloso la había empujado a un rincón, y allí seguía Corrie, aturdida y con el cuerpo dolorido y ensangrentado. En aquella cueva, el mal olor, hasta entonces leve e irreconocible, era como una pesadilla que todo lo bañaba y envolvía.

Durante un tiempo indefinido se había quedado atontada, sin pensar, pero empezaba a recuperar la sensibilidad. La parálisis inicial, causada por el miedo, empezaba a remitir. Permaneció inmóvil, tratando de reflexionar. Estaba muy al fondo de la cueva, cuyas dimensiones nadie imaginaba. Nadie llegaría tan lejos como para salvarla.

Luchó contra el pánico que le producía la idea. Si no la salvaban, tendría que salvarse sola.

Apretó los ojos, aunque estuviera todo oscuro, y escuchó. Su carcelero estaba en algún punto de la cueva, carraspeando y canturreando ininteligiblemente.

Pero… ¿era humano?

Tenía que serlo. Tenía un pie humano, aunque tan calloso que parecía de cuero. Y hablaba, o como mínimo vocalizaba, con una voz aguda e infantil.

Un ser humano, quizá, pero sin precedentes, distinto a cualquier otro.

De pronto oyó que estaba cerca. Un gruñido. Esperó muerta de miedo. Una mano la cogió con rudeza, la levantó y la sacudió.

–¿Muh?

Corrie sollozó.

–¡Déjame en paz!

Otra sacudida, más brusca.

–¡Uuuu! –dijo la aguda voz de niño.

Cuando Corrie trató de liberarse, él la tiró al suelo.

–Para… para…

Una mano la cogió por el tobillo y tiró con fuerza, provocando una punzada que llegó hasta la cadera. Corrie gritó. Después notó que un brazo rodeaba sus hombros y la levantaba.

–Para, por favor, por favor…

–Porrr favorrr –graznó la voz–. Porrr favorrr. Mmm.

Corrie hizo débiles esfuerzos por apartarle, pero la ceñía tan estrechamente que la bañaba con su aliento pútrido.

–No… Déjame…

–¡Iiii!

Tras ser arrojada nuevamente al suelo, lo oyó arrastrar los pies con una especie de murmullo. Hizo un gran esfuerzo por incorporarse. Las cuerdas se le clavaban en las muñecas, y sentía un hormigueo en las manos por la falta de sangre. Estaba segura de que la mataría. Tenía que huir.

Invirtió todas sus fuerzas en quedarse sentada, y lo logró. Si supiese quién era aquel ser, qué hacía, por qué estaba en la cueva… Si entendiese algo, quizá tuviera alguna posibilidad. Tragó saliva, tembló y trató de hablar.

–¿Quién… quién eres? –dijo con un hilo de voz.

El silencio inicial fue seguido por un ruido de pies. Se acercaba.

–No me toques, por favor.

Lo oía respirar. Comprendió que quizá no hubiera sido buena idea volver a llamar su atención. Sin embargo, su única esperanza era relacionarse con él. Volvió a tragar saliva y repitió la pregunta.

–¿Quién eres?

Le pareció que se agachaba. Una mano húmeda tocó su cara, rascándola con unas uñas rotas.

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