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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

Naturaleza muerta (48 page)

Se preguntó cómo se había convertido en el líder de facto de aquella excursión. Tanto Cole como Brast formaban parte del tan cacareado «equipo de alto riesgo», y ambos se habían entrenado para situaciones especiales como aquella. En el cuartel general de la policía del estado disponían de instalaciones deportivas, campo de tiro, seminarios especiales de entrenamiento y ejercicios de fin de semana. Larssen esperó no tener que cogerlos de la mano.

–¡Venga, despertaos! ¿No me oís? He dicho que no creo que hayan ido por aquí.

–No sé –dijo Brast–. A mí me parece que sí.

–Ah, te parece que sí –repitió Larssen, sarcástico–. ¿Y a ti, Cole?

Cole se limitó a negar con la cabeza.

–Bueno, pues no se hable más. Ahora mismo damos media vuelta y salimos.

–¿Y Hazen? –dijo Cole–. ¿Y Weeks?

–El sheriff Hazen y el agente Weeks son miembros de las fuerzas del orden, muy capaces de cuidarse solos.

Los dos policías se limitaron a mirarlo.

–¿Estamos de acuerdo sí o no? –preguntó Larssen, levantando la voz–. Malditos idiotas…

–Yo sí –dijo Brast, visiblemente aliviado.

–¿Sargento Cole?

–No me gusta dejar a nadie en esta cueva.

Todo un héroe, pensó Larssen.

–Mira, Cole, no tiene sentido seguir dando vueltas. Al menos así podremos ir a por refuerzos. Pueden estar en cualquier sitio de este laberinto. No me sorprendería que ya estuviesen a punto de salir.

Cole se humedeció los labios.

–Bueno, vale –dijo.

–Pues vamos.

A los cinco minutos de buscar el bosque de caliza, llegaron a una bifurcación que no les sonaba de nada, y Larssen oyó el ruido por primera vez. También debían de haberlo oído los demás, porque se volvieron al mismo tiempo. Era un sonido muy tenue, pero inconfundible: los pasos de alguien que se acercaba corriendo muy deprisa. Pero no eran humanos. Su ritmo era demasiado veloz.

Era algo grande.

–¡Las armas! –exclamó Larssen, mientras apoyaba una rodilla en el suelo y la escopeta en el hombro.

Apuntó hacia la bifurcación.

Los pasos se acercaron, acompañados por golpes metálicos. De pronto, una gran forma rojiza salió de la oscuridad. Fuera lo que fuese, era enorme.

–¡Preparados!

La cosa se les echaba encima a una velocidad brutal. Cruzó un charco, levantando una cortina de gotas.

–¡Esperad! –dijo Larssen–. ¡Aún no disparéis!

Era uno de los perros.

El animal corrió hacia ellos sin advertir su presencia. Miraba fijamente hacia delante con los ojos desquiciados, y no hacía ningún ruido aparte del que producían sus enormes patas en la piedra. A su paso, Larssen vio que estaba cubierto de sangre, y que le faltaban una oreja y parte de la mandíbula inferior. Los labios, grandes y negros, se balanceaban fofamente junto con la lengua, goteando espuma y sangre.

El perro solo tardó un segundo en desaparecer, junto con el ruido de sus pasos. Volvió a reinar el silencio. Había sido todo tan rápido que Larssen estuvo a punto de pensar que lo había imaginado.

–Pero ¿qué coño…? –susurró Brast–. ¿Habéis visto…?

Larssen quiso tragar saliva, pero tenía la boca seca, como llena de serrín.

–Debe de haber resbalado.

–¡Sí hombre! –dijo Cole, con una voz que resonaba más de lo normal en la estrechez del túnel–. Es imposible perder media mandíbula por una caída. Lo ha atacado alguien.

–O algo –murmuró Brast.

–¡Brast, por favor! –dijo Larssen–. ¡No seas tan miedica!

–Pues ¿por qué corría tanto? Estaba cagado de miedo.

–Vamonos –dijo Larssen.

–Por mí encantado.

Dieron media vuelta. Larssen no apartaba la vista de las huellas húmedas del perro. Probablemente fueran de fiar. Así se ahorraban problemas.

Brast rompió el silencio.

–He oído algo.

Se detuvieron.

–Está cruzando el charco de antes.

–No empieces, Brast.

Sin embargo, Larssen también lo oyó: un paso en el agua, otro… Se volvió y fijó la vista en la oscuridad del túnel, con sus paredes rojas a la luz de las gafas, pero no vio nada.

–Habrán sido unas gotas.

Se encogió de hombros y dio media vuelta para seguir las huellas de perro.

–¡Muh!

Justo cuando Brast pegaba un grito, Larssen se sintió empujado con tal fuerza por la espalda que cayó de bruces, y sus gafas de visión nocturna salieron disparadas. Brast aún gritaba. Cole soltó un chillido agudo y corto.

Larssen ya no veía nada. Desesperado, se arrastró a gatas hasta reconocer con gran alivio la forma de las gafas. Volvió a ceñírselas a la cabeza con los dedos embotados, y miró alrededor.

Cole gritaba en el suelo, aferrándose el brazo. Brast, pegado a la pared de la caverna, soltaba tacos y buscaba las gafas a gatas, como había hecho Larssen un segundo antes.

–¡Mi brazo! –gritó Cole.

Le sobresalía un trozo de hueso, en un ángulo anómalo. La herida chorreaba sangre caliente, que con las gafas parecía casi blanca.

Larssen apartó la vista de su compañero y, con el arma a punto, se volvió en busca de lo que los había atacado, pero solo vio el lúgubre resplandor artificial de las paredes de la cueva.

Un breve sonido similar a una risa, o a un grito de victoria, surgió de algún punto de la oscuridad. Larssen aferró la escopeta. Era imposible averiguar su procedencia.

Solo estaba seguro de algo: de que estaba cerca.

Sesenta y seis

El cabo Shurte, de la policía de carreteras de Kansas, palpó su pistola balanceándose hacia delante y atrás, y consultó su reloj: las once y media. Hazen y sus hombres llevaban más de una hora dentro de la cueva. ¿Cuánto tiempo hacía falta para acorralar a McFelty, ponerle las esposas y sacarlo a rastras? Estar allí fuera, sin saber nada, ponía los nervios de punta. Por supuesto que una parte de la culpa la tenía el tiempo. Shurte siempre había vivido en aquella zona de Kansas, pero no recordaba una tormenta igual. Normalmente, lo peor pasaba bastante pronto, mientras que en ese caso no solo el mal tiempo parecía estancado desde varias horas, sino que iba a peor: un viento alucinante, lluvia a cántaros, y relámpagos como para partir el cielo en dos. Antes del definitivo corte de las comunicaciones por radio, se había hablado de un tornado de fuerza tres en dirección a Deeper; al parecer era un infierno, con la Agencia Federal de Emergencias intentando trabajar y las carreteras cortadas.

Para colmo, el apagón. Habitualmente solo afectaba a una parte de la red, o a dos como máximo, pero el de esa noche había sido como una mano gigante desenchufando un pueblecito tras otro: después de Medicine Creek, Hickok, DePew, Ulysses, Johnson City, Lakin, y por último Deeper. Después del apagón de Deeper, la radio de Shurte se había quedado muda por culpa de una avería en los repetidores. Shurte, que era de Garden City, se alegraba de que lo peor se lo estuviera llevando el otro lado del condado, pero aun así tenía miedo por su mujer e hijos. Menuda nochecita para no estar en casa.

La lámpara de propano bañaba la boca de la cueva con su tenue resplandor. Al otro lado de la grieta, Williams parecía un zombi, encorvado para protegerse de la lluvia y con los ojos como grandes manchas negras. Lo único que le prestaba una semblanza vagamente humana era el cigarrillo encendido que colgaba de su boca.

Otro relámpago resquebrajó el cielo casi de horizonte a horizonte, y ofreció, más allá de la cueva, una breve imagen de la mansión de los Kraus, grande, vieja, aislada y deteriorada, oscura bajo la lluvia.

Shurte miró a Williams.

–¿Qué, durará mucho esto de vigilar la entrada? Lo digo porque me estoy empapando.

Williams tiró al suelo el cigarrillo, lo apagó con la bota y se encogió de hombros.

Otro relámpago. Shurte echó un vistazo a la negra hendidura por donde se bajaba a la caverna. Quizá tuvieran acorralado al criminal, y estuvieran intentando convencerlo…

Entonces oyeron, por encima del viento, un ritmo de pasos pesados saliendo de la cueva.

Shurte avanzó con la escopeta en alto.

–¿Lo has oído? –preguntó.

De pronto, algo oscuro se acercó por la grieta: un perro enorme que corría como si lo persiguiese el mismísimo diablo, con la cadena a rastras como un látigo, golpeteando el suelo con las patas.

–¡Williams! –exclamó Shurte.

Justo cuando el animal salía disparado por la boca de la cueva, se sucedieron otro relámpago brutal y un estruendo que hizo temblar el suelo. El perro, confuso, vaciló; giraba en redondo dando mordiscos al aire, con la mirada perdida, desquiciada. A la luz lívida del rayo, Shurte vio que estaba rojo y mojado.

–Me cago en… –musitó.

El perro se agazapó, mirando la luz de la lámpara. Aún temblaba con todo el cuerpo, pero no hizo ningún ruido.

–¡Joder! –dijo Williams–. ¿Le has visto la boca? Parece que le hayan pegado varios tiros de escopeta.

El perro se tambaleó en un charco de sangre. Consiguió no caerse, pero sufría un temblor incontrolable en sus enormes patas.

–Sujétalo –dijo Shurte–. Coge la cadena.

Williams se agachó y recogió lentamente la punta de la cadena. El perro, mientras tanto, seguía quieto, temblando de dolor y miedo.

–Tranquilo, perrito… Tranquilo… Así…

Williams levantó poco a poco la punta de la correa hacia el único sitio donde se podía atar: una clavija que sobresalía de la bisagra de la puerta de la cueva. Al sentir la tensión en el cuello, el perro giró en redondo con un ladrido de rabia y se lanzó sobre él. Williams cayó gritando al suelo, y soltó la correa. En menos de un segundo, la forma oscura del perro había desaparecido en el maizal.

–¡Me ha mordido, el muy cabrón! –exclamó Williams, cogiéndose la pierna.

Shurte corrió hacia él y lo iluminó con la linterna. Tenía los pantalones desgarrados, y un corte en el muslo que chorreaba sangre.

–¡Joder, Williams! –dijo, moviendo de lado a lado la cabeza–. ¡Parece mentira que solo tuviera media mandíbula!

Sesenta y siete

Larssen se agachó junto a Cole, que se balanceaba gimiendo en el suelo. La fractura tenía mal aspecto. Era múltiple, un hueso astillado le sobresalía justo encima del codo.

–¡No veo nada! –exclamó Brast–. ¡No veo nada!

–Tranquilo –contestó Larssen.

Reconoció el suelo con sus gafas. Durante el ataque, se les habían caído a los tres. Vio un par en un charco, pero tenían un cristal roto. De las terceras, ni rastro. ¿Era él el único que aún podía ver? Eso parecía.

–¡Ayudadme a buscar las gafas! –exclamó Brast.

–Ya no sirven.

–¡No! ¡No!

–Oye, Brast, que Cole está herido. Contrólate.

Larssen se quitó la camisa y la hizo tiras, sin dejarse afectar por el frío y la humedad de la cueva. Después buscó algo que sirviera de tablilla, pero no vio nada. Lo mejor era atar el brazo al tronco y dejarlo así. Ante todo tenían que salir. Aunque Larssen no estaba especialmente asustado (carecía de la imaginación necesaria para tener miedo), entendía perfectamente la gravedad de la situación. Ignoraba quién los había atacado, pero en todo caso era alguien que conocía la cueva como la palma de su mano, y que llevaba mucho tiempo en su interior; alguien capaz de moverse por ella como pez en el agua, y muy deprisa. Larssen había visto su silueta: grande, desgarbada, y con el encorvamiento propio de haber vivido muchos años en lugares de techo bajo.

Hazen solo había acertado a medias. El asesino estaba en la cueva, pero no era McFelty, ni tenía nada que ver con Lavender. Se trataba de algo infinitamente más extraño, y más oscuro.

Se esforzó por concentrarse en lo inmediato.

–Cole…

–¿Qué?

La voz de Cole era débil. Vio que temblaba. Del susto.

–Como no tengo nada para entablillarte el brazo, te lo inmovilizaré atándolo al pecho.

Cole asintió.

–Te dolerá.

Volvió a asentir.

Larssen ató dos tiras de tela y las colgó del cuello de Cole. Después cogió su brazo lo más suavemente que pudo y lo introdujo por el cabestrillo. Cole hizo una mueca de dolor y gritó.

–¿Qué ha sido? –dijo Brast con tono de pánico–. ¿Ya ha vuelto?

–No pasa nada. Tranquilo, y haz lo que te diga.

Larssen trató de parecer sereno. Casi habría preferido reunirse con Hazen. Podía ser un gilipollas, pero nunca lo habían acusado de cobarde.

Arrancó más tiras de la camisa y se las ató a Cole en la caja torácica para inmovilizar el brazo roto. Cole hizo una mueca de dolor, porque los huesos fracturados se rozaban. Sudaba mucho y temblaba.

–¿Puedes levantarte?

Lo hizo, pero se tambaleó y Larssen tuvo que sujetarlo.

–¿Y caminar?

–Creo que sí –gruñó Cole.

–¡No pensaréis dejarme solo! –exclamó Brast, buscando a tientas a Larssen.

–Nos vamos los tres.

–Pero ¿y mis gafas?

–Ya te he dicho que se han roto.

–Déjame verlas.

Larssen las recogió del agua con un suspiro de irritación y se las dio. Brast las palpó desesperadamente y quiso encenderlas, pero lo único que consiguió fue un chispazo y un siseo. Las tiró al suelo. Su voz era aguda, de pánico.

–¡Dios mío! ¿Cómo vamos a salir de…?

Larssen lo agarró por la camisa y se la retorció.

–¡Brast!

–¿Tú lo has visto? ¿Tú lo has visto?

–No, ni tú tampoco. Venga, cállate de una vez y haz lo que te diga. Date la vuelta, que tengo que coger algo de tu mochila. Voy a usar tu cuerda para no separarnos. Me la ataré a la cintura y os la pasaré a ti y a Cole. Tú sujétala con una mano, y ayuda a Cole a caminar. ¿ Lo has entendido ?

–Sí, pero…

Larssen zarandeó a Brast sin contemplaciones.

–He dicho que te calles y que hagas lo que te diga.

Brast se calló.

Larssen metió la mano en la mochila, encontró la cuerda y se la ató a la cintura. Quedaban aproximadamente tres metros. Se aseguró de que Brast y Cole la sujetaran bien.

–Bueno, venga, vamos a salir. Que esté bien tensa la cuerda, no la soltéis, y sobre todo no hagáis ruido.

Dio algunos pasos por el túnel largo y negro. Sus brazos desnudos temblaban, pero no precisamente de frío. El «¿Tú lo has visto?» desesperado de Brast se le repetía en la cabeza, a pesar de todos sus esfuerzos por borrarlo. A decir verdad, Larssen solo lo había entrevisto, pero tenía de sobra.

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