Read Naturaleza muerta Online

Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

Naturaleza muerta (49 page)

«No lo pienses. Lo importante es salir.»

Cole y Brast lo seguían a ciegas, arrastrando los pies y tropezando. De vez en cuando Larssen les murmuraba una advertencia referida a algún obstáculo, o paraba para ayudarlos a cruzar algún paso complicado. Iban tan despacio que fue una agonía llegar a la siguiente bifurcación.

Larssen la examinó, fijándose en la dirección de las huellas ensangrentadas de perro. Después volvieron a ponerse en camino, pero un poco más deprisa. El suelo estaba cubierto de arroyuelos y charcos. La cueva hacía resonar el chapoteo de sus pies. Los grabados, mientras tanto, se habían espaciado. Para ponerse a salvo bastaría con encontrar el camino a la caverna grande, la de las columnas de caliza; y Larssen confiaba bastante en recordarlo.

–¿Estás seguro de que hemos venido por aquí? –preguntó Brast con una voz aguda y tensa.

–Sí –dijo Larssen.

–¿Qué nos ha atacado? ¿Tú lo has visto? ¿Tú…?

Larssen se volvió, pasó junto a Cole y abofeteó a Brast sin contemplaciones.

–¡Yo lo he visto! ¡Yo lo he visto! ¡Yo lo he visto!

No contestó. Se sentía capaz de matarlo si no callaba pronto.

–No era humano. Era una especie de neanderthal, con una cara grande como de… de… ¡Ay, Dios mío!

–Te he dicho que te calles.

–No quiero. Tengo que decírtelo. No sé con qué nos enfrentamos, pero no es natural, y…

–Brast…

Era Cole, con los dientes apretados.

–¿Qué?

Cole usó el otro brazo para apuntar con la escopeta hacia la oscuridad del túnel y apretar el gatillo. La detonación fue ensordecedora, y desprendió una lluvia de pequeñas piedras que rebotaron en los hombros de los tres. El eco, mientras tanto, saltaba de pared a pared, y recorría el túnel en toda su profundidad sin acabar de alejarse.

–Pero ¡qué coño ha sido eso!

Brast prácticamente gritaba. Cole cogió la cuerda y esperó a que el eco se apagara para decir:

–Como no te calles, Brast, el próximo es para ti.

Hubo un momento de silencio.

–Venga –dijo Larssen–, que estamos perdiendo el tiempo.

Siguieron adelante, con una breve pausa en la siguiente bifurcación. La hilera de huellas de perro ensangrentadas llevaba a la derecha. La siguieron por otro pasadizo de techo bajo. Al cabo de unos minutos, el túnel se abrió a una cueva enorme rodeada por cortinas de caliza, y llena de grandes columnas. Larssen sintió un alivio inmenso. La habían encontrado.

Cole tropezó, gruñó y se sentó a medias en un charco de agua.

–No te pares –dijo Larssen, cogiéndole el brazo sano para ayudarlo a que se levantara–. Ya sé dónde estamos. No podemos parar hasta que hayamos salido.

Cole asintió con la cabeza, tosió y dio unos pasos tropezando. Está en estado de shock, pensó Larssen. Era necesario salir antes de que se viniera completamente abajo.

Se adentraron en la caverna, que era como un bosque. La pared del fondo albergaba varios túneles, que a la luz rosada de las gafas parecían bocas bostezando. Larssen no recordaba haber visto tantos. Buscó las huellas del perro en el suelo, pero el riachuelo había borrado cualquier rastro.

–Un momento –dijo de repente–. No hagáis ruido.

Dejaron de caminar. Detrás se oía un chapoteo que no se explicaba por los ecos de la galería. Poco después, todo volvió a quedar en silencio.

–¡Lo tenemos detrás! –exclamó Brast.

Larssen les ordenó que se escondieran tras una de las columnas. A continuación preparó la escopeta y miró por las gafas. La cueva estaba vacía. ¿Y si al fin y al cabo había sido el eco?

Al volverse, vio a Cole precariamente apoyado en la columna de caliza. Estaba casi inconsciente.

–¡Cole!

Lo levantó a la fuerza. Cole tosió y se tambaleó. Larssen le hizo agacharse rápidamente con la cabeza entre las piernas.

Cole vomitó.

Brast temblaba sin abrir la boca, mientras sus ojos, muy abiertos de miedo, se clavaban inútilmente en la oscuridad.

Larssen se agachó, cogió un poco de agua con las manos y se la echó a Cole en la cara.

–¡Cole! ¡Eh, Cole!

Estaba con la mirada perdida. Cayó al suelo. Se había desmayado

–¡Cole!

Le tiró más agua y le dio unas suaves bofetadas.

Cole tosió y volvió a vomitar.

–¡Cole! –Larssen trató de levantarlo, pero era como un saco de cemento–. ¡Coño, Brast, ayúdame!

–¿Cómo? No veo nada.

–Tantea la cuerda. ¿Sabes llevar a una persona entre dos?

–Sí, pero…

–Pues venga.

–Es que no veo nada. Además, no hay tiempo. ¿Y si lo dejamos aquí y vamos a buscar ayuda a… ?

–A ver si te dejo a ti. ¿Te gustaría?

Larssen encontró las manos de Brast, y las juntó con las suyas. Cuando dio la señal, se agacharon, cogieron el cuerpo caído de Cole e intentaron levantarlo.

–¡Joder, pesa una tonelada! –dijo Brast sin aliento.

Justo en ese momento, Larssen oyó un chapoteo muy definido. Eran pasos pesados en los charcos que acababan de cruzar.

–Te digo que tenemos algo detrás –dijo Brast, mientras hacía esfuerzos desesperados por levantar a Cole–. ¿No lo has oído?

–Calla y muévete.

Cole se desplomó hacia atrás, amenazando con írseles de las manos. Volvieron a erguirlo y avanzaron a trancas y barrancas.

Detrás seguía el chapoteo.

Larssen volvió la cabeza, pero solo vio manchas rosadas y rojas. Tras elegir un estrecho pasadizo de la pared del fondo (por donde pensó que estaba la salida), siguió caminando con obstinación. Si encontraba un buen parapeto, podría contener a la cosa con la escopeta.

–Dios mío… –dijo Brast entrecortadamente–. Dios mío, Dios mío…

Se agacharon para meterse lo antes posible por el pasadizo, llevando a Cole entre los dos. Larssen tropezó por culpa de la cuerda, que se le había enredado en los tobillos, pero se levantó enseguida y siguió caminando. Un poco más lejos, el túnel ganaba altura y quedaba cubierto por una extraña formación de miles de estalactitas como agujas, o en algunos casos todavía más finas, como hilos.

«Coño. De esto no me acuerdo», pensó Larssen.

Otro chapoteo en la oscuridad de detrás.

De pronto Brast tropezó con una piedra, y Cole se les fue de las manos, cayendo pesadamente sobre el brazo roto. Gimió, rodó y se quedó quieto.

Larssen lo soltó para coger el arma, y apuntar torpemente hacia la oscuridad.

–¿Qué es eso? –gritó Brast–. ¿Qué hay ahí?

En ese preciso instante, una forma monstruosa se abalanzó sobre ellos surgida de la oscuridad. Larssen gritó y retrocedió disparando, mientras Brast se quedaba paralizado de miedo, clavado al suelo y tanteando a ciegas.

–¡No me sueltes…!

Larssen cogió su mano y tiró. Justo entonces, algo cayó sobre el cuerpo tumbado de Cole, y las dos figuras se fundieron en un amasijo borroso que la luz de las gafas teñía de rojo. Larssen volvió a tambalearse hacia atrás, mientras hacía esfuerzos por tirar de Brast y levantar la escopeta. Entonces oyó el sonido de algo rompiéndose, como cuando se arranca un muslo de pavo, y Cole profirió un horrible alarido en falsete.

–¡Ayúdame! –gritó Brast, aferrándose a Larssen como si se ahogara, pero lo único que consiguió fue derribarlo y que no pudiera apuntar. Larssen lo empujó con todas sus fuerzas, sin renunciar a levantar el arma, pero Brast se le echó de nuevo encima entre sollozos, y no lo soltó.

Sonó un disparo, pero, lejos de dar en el blanco, hizo caer al suelo varias agujas de caliza
.

De repente la forma se había levantado, y la tenían delante. Larssen se quedó petrificado del susto. Aquello empuñaba el brazo de Cole, con los dedos moviéndose espasmódicamente. Larssen volvió a disparar, pero había vacilado demasiado; la forma ya se cernía sobre ellos, y lo único que pudo hacer fue volverse y huir por el húmedo túnel, mientras Brast gritaba enloquecido y ciego.

Un poco más lejos, Cole aún chillaba.

Larssen corrió y corrió.

Sesenta y ocho

Corrie permaneció mucho tiempo en la oscura humedad, sumida en una especie de confusa ensoñación que le hacía preguntarse dónde estaba, qué había pasado con su habitación y su cama, con su ventana… Todo ello hasta que se incorporó con la cabeza como un bombo, y el regreso del dolor trajo consigo el recuerdo de la cueva, del monstruo… y del pozo.

Escuchó. Solo se oía el goteo del agua; por lo demás, todo estaba en silencio. Finalmente se levantó, y, aunque le fallaba un poco el equilibrio, se le redujo el dolor de cabeza. Al tender los brazos, sus manos chocaron con la pared lisa y mojada del pozo.

Lo circundó, palpando la roca mojada en busca de asideros, grietas o cualquier otra cosa por donde pudiera trepar, pero era una pared de una piedra sumamente resbaladiza, pulida por el agua, imposible de escalar. Además, ¿qué haría una vez fuera? Sin luz, estaba poco menos que prisionera.

No había esperanza, ni manera alguna de salir. No había, en suma, más remedio que esperar: esperar a que volviera el monstruo.

Se dejó vencer por una gran impotencia, una desolación tan intensa que le produjo un malestar físico. Las expectativas suscitadas por su breve tentativa de huida no habían hecho sino exacerbar su desesperación. En el pozo no había esperanza. Nadie sabía dónde estaba, ni que hubiera entrado en la caverna; y tarde o temprano volvería aquel ser, con ganas de «jugar».

Sollozó al pensarlo.

Sería el final de una vida triste e inútil.

Se apoyó en la pared húmeda y, dejándose caer, echó a llorar. Eran muchos años de amargura contenida los que se desahogaban con aquellas lágrimas. Una serie de imágenes cruzó por su cabeza. Se acordó de cuando iba a quinto curso y, al volver a casa, se quedaba sentada en la cocina viendo que su madre bebía uno tras otro botellines de vodka, sin saber por qué le gustaban tanto. Se acordó de la Nochebuena de hacía dos años, cuando su madre había vuelto a las dos de la mañana borracha y con un hombre. Había sido una Navidad sin calcetines ni regalos, y una mañana como cualquier otra de levantarse a mediodía con resaca. Se acordó del día triunfal en que había podido comprarse el Gremlin con el dinero que había sacado trabajando en la librería Book Nook (antes de que cerrara). Se acordó del enfado de su madre al verla llegar con el coche. Pensó en el sheriff, y en su hijo; en cómo olían los pasillos del instituto, en las nevadas que tapaban los campos con un manto blanco sin fisuras… Pensó en sus lecturas veraniegas bajo las líneas de alta tensión, y en los susurros maliciosos de los bordes con los que se cruzaba por el pasillo.

El monstruo volvería, la mataría, y de ese modo lo borraría todo, todos los recuerdos amargos que poblaban su cabeza. Nadie hallaría su cadáver. Primero la buscarían, pero con pocas ganas; después, todos la olvidarían. Su madre pondría la habitación patas arriba hasta encontrar el dinero sujeto con celo bajo el cajón del escritorio, y estaría contenta. Contenta de no tener que compartirlo con nadie.

Corrie lloró a lágrima suelta, y el eco de su llanto resonó en el pozo.

Retrocedió con la memoria hasta llegar a los primeros años de su infancia. Se acordó de una mañana de domingo en que se había levantado temprano para hacer creps con su padre, y había desfilado con los huevos en la mano, cantando como los soldados de
El mago de Oz.
Tenía la sensación de que su padre solo le había dejado recuerdos bonitos. Lo veía riendo, jugando, mojándola con la manguera un día de mucho calor, o llevándosela al río a nadar. Se acordó de cuando lavaba su Mustang descapotable hasta dejarlo como una patena, con el cigarrillo en la boca y los ojos azules brillando. Siempre la levantaba para que se viera reflejada como en un espejo, y luego se la llevaba a dar una vuelta. Se acordó sin esfuerzo, como si fuera ayer, de cómo se abrían los maizales a su paso, y de la sensación exultante de aceleración y libertad de esos paseos.

Sumida en el silencio, en la negrura absoluta y terminal del pozo, sintió desmoronarse los muros protectores que había erigido con esmero durante tantos años. En un momento tan extremo, las únicas preguntas que quedaban en su mente eran las que casi nunca se había permitido formular: ¿por qué se había ido su padre? ¿Por qué nunca había vuelto a visitarla? ¿Qué defecto tenía ella para que no hubiera querido volver a verla jamás?

Pero en aquella oscuridad no podía engañarse. Tenía otro recuerdo un poco más reciente: el de volver a casa y encontrarse a su madre quemando una carta en el cenicero. ¿Era de su padre? ¿Por qué no había discutido con su madre? ¿Por miedo a que la carta no fuera de quien creía?

La pregunta flotó sin respuesta en la negrura. En un momento así, no había contestación posible. Pronto acabaría todo en aquel pozo, y la pregunta ya no tendría sentido. Tal vez su padre ni siquiera llegara a enterarse de su muerte…

Pensó en Pendergast, la única persona que la había tratado como una adulta. Pues a él también le había fallado, con la estúpida idea de bajar a la cueva sin decírselo a nadie. Qué tonta. Qué tonta.

Desahogó su tristeza con un fuerte sollozo, lleno de dolor, pero el eco lo repitió de modo tan horrible y cruel por encima de su cabeza que tragó saliva, se atragantó y calló.

–¡Basta de compadecerse! –dijo en voz alta.

De repente, cuando el eco de su voz ya se había apagado, contuvo la respiración. Había oído un susurro muy nítido en la oscuridad.

¿Era él?

Prestó atención. Seguía oyendo ruidos, aunque tan lejanos y distorsionados que no se podían identificar. ¿Qué eran? ¿Voces? ¿Gritos? Aguzó el oído.

El siguiente sonido fue largo y resonante, casi como el romper de una ola.

Un disparo.

De repente Corrie estaba en pie, gritando:

–¡Estoy aquí! ¡Socorro! ¡Aquí! ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Por favor!

Sesenta y nueve

Pendergast caminaba tan deprisa que Weeks tenía que hacer un esfuerzo para seguirlo. Viendo su insistencia en iluminarlo todo, se preguntó si buscaba algo. Probablemente no. En todo caso, lo tranquilizó.

La determinación del agente había servido para que Weeks tuviera los nervios más calmados, e incluso para que, dentro de lo posible, volviera a sentirse poco a poco el de siempre. Aun así, no se le borraba de la cabeza la imagen del perro descuartizado por… por aquello.

Se detuvo.

–¿Qué ha sido eso? –preguntó con una voz aguda y temblorosa.

Other books

Ghost Towns of Route 66 by Jim Hinckley
HEAR by Robin Epstein
The Sharpest Edge by Stephanie Rowe
Hardly Working by Betsy Burke
Her Mother's Shadow by Diane Chamberlain
The Magdalene Cipher by Jim Hougan
Lucidity by Raine Weaver