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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

Naturaleza muerta (52 page)

Se alejó unos pasos de la cortina de yeso. Parecía que contara en voz baja. Weeks frunció el entrecejo. Quizá su reacción inicial hubiera sido la correcta. Quizá no fuera buena idea seguir a Pendergast.

El agente aproximó la cabeza a la pared.

–¿Señorita Swanson?

Cuál no fue la sorpresa de Weeks al oír un gritito, un sollozo y una voz en sordina que decía:

–¿Pendergast? ¿Agente Pendergast? Dios mío…

–Tranquila. Ahora mismo vamos a sacarla. ¿Él está cerca?

–No. Se ha marchado hace… no sé, horas.

Pendergast se volvió hacia Weeks.

–Ahora tiene la oportunidad de ser útil.–Miró otra vez la cortina de yeso y señaló un punto–. Por favor, dispare aquí.

–¿No nos oirá?–dijo Weeks.

–Ya está cerca. Obedezca, agente.

El tono de Pendergast era tan imperioso que Weeks se cuadró.

–¡A la orden!

Se puso en cuclillas, apuntó y apretó los dos gatillos.

En un espacio tan cerrado, la descarga fue ensordecedora. La linterna de Pendergast iluminó una nube de polvo de yeso, y tras ella un agujero de grandes dimensiones en la piedra traslúcida. Al principio no ocurrió nada más. Luego la cortina se partió con un chasquido, y cayó al suelo en una nube de cristales relucientes. Detrás había otro pasadizo, y junto a él la boca estrecha y oscura de un pozo. Pendergast corrió hacia ella e iluminó el interior. Weeks se acercó y miró con prudencia desde atrás.

Vio que al fondo había una chica muy sucia, con el pelo violeta y una mirada de terror en su cara manchada de barro y sangre.

Pendergast se volvió a mirarlo.

–Siendo el encargado de los perros, seguro que lleva una correa de repuesto.

–Sí…

En un abrir y cerrar de ojos, la mochila de Weeks estaba en el suelo. Pendergast hurgó en ella y sacó la correa de repuesto, que era una cadena con una tira de cuero. Fijó la cadena a la base de una columna de caliza, y arrojó al pozo la otra punta.

Se oyeron dos ruidos: el impacto de la cadena y un sollozo de la joven.

Weeks volvió a asomarse.

–No llega–dijo.

Pendergast no le hizo caso.

–Cúbranos. Si viene, dispare a matar.

–¡Eh, oiga, un momento, que…!

Pero Pendergast ya se había descolgado por el borde. Weeks se quedó arriba, vigilando al mismo tiempo el pasadizo y el pozo. El agente del FBI bajó por la cadena con notable agilidad, y al llegar a su extremo se colgó con una mano y ofreció la otra a la joven, que no pudo cogerla.

–Apártese, señorita Swanson. Weeks, haga caer una roca por el pozo. Procure no darnos a ninguno de los dos, y no deje de estar atento al túnel.

Weeks movió media docena de pedruscos con el pie, haciéndolos caer por el borde del pozo, y vio que la joven lo entendía enseguida, porque los apiló contra la pared y trepó por ellos. Pendergast ya podía cogerle la mano. La levantó, la rodeó bajo los hombros con el brazo libre, afianzó la mano en la cadena y ascendió lentamente por la pared de roca. Pese a su aspecto endeble, poseía la fuerza necesaria para subir por la cadena con otra persona a cuestas, lo cual no era poco.

En cuanto salieron del pozo, la chica cayó de rodillas y lloró desgarradoramente sin soltarlo.

Pendergast se arrodilló a su lado, sacó un pañuelo del bolsillo y le limpió suavemente la sangre y el barro de la cara. A continuación examinó sus muñecas y sus manos.

–¿Le duelen?–preguntó.

–Ahora no. ¡Me alegro tanto de que haya venido! Creía que… Creía que…

El resto de la frase se perdió en un sollozo.

Pendergast cogió sus manos.

–Ya sé lo que creía, Corrie. Ha sido muy valiente, pero aún no ha terminado todo, y necesito su ayuda.

Hablaba suavemente, pero deprisa y con urgencia, susurrando.

Corrie asintió sin decir nada.

–¿Puede caminar?

Asintió, y se le escapó otro sollozo.

–¡Jugaba conmigo!–exclamó–. Pensaba seguir jugando hasta… hasta que me muriera.

Pendergast le puso una mano en el hombro.

–Ya sé que es difícil, pero tendrá que ser fuerte hasta que salgamos de aquí.

Corrie tragó saliva, mirando el suelo. Pendergast se levantó y echó un vistazo al mapa.

–Es posible que haya una salida más corta. Tendremos que arriesgarnos. Síganme.

Miró a Weeks.

–Primero iré yo, después la señorita Swanson, y usted nos cubrirá por detrás. Lo de cubrir lo digo en sentido literal, agente. Puede llegar de cualquier sitio: de arriba, de abajo, de los lados… Será silencioso. Y rápido.

Weeks se humedeció los labios resecos.

–¿Cómo está tan seguro de que el asesino va a seguirnos?

Los ojos claros de Pendergast sostuvieron su mirada, brillando en la oscuridad.

–Porque no renunciará fácilmente a su único amigo.

Setenta y cuatro

Hazen se movía deprisa, con breves pausas para reconocer los giros e intersecciones de la cueva, pero sin molestarse en no hacer ruido. Tenía los nudillos blancos de tanto apretar la escopeta, y los dedos apoyados en el doble gatillo.

Podía darse por muerto el muy hijo de puta.

Pasó por otras dos composiciones de minúsculos cristales y animales muertos, dispuestas en sendas repisas de piedra. Un psicópata. Era en la cueva donde había practicado su locura, antes de subir y ejercerla sobre personas reales.

Pues no quedaría impune, el muy cabrón. Nada de leerle los derechos. Nada de ponerle un abogado. Dos tiros en el pecho, y otro en el cráneo.

Las huellas eran tan abundantes y confusas que Hazen ya no estaba seguro ni de la pista que seguía ni de que fuera reciente; sin embargo, sabía que el asesino no podía estar muy lejos, y le era indiferente el tiempo y la distancia que tuviera que emplear en encontrarlo. Los pasadizos no podían ser infinitos. Tarde o temprano daría con él.

Estaba tan furioso que sentía un cosquilleo en el cuero cabelludo, y le ardía la cara a pesar del aire pegajoso de la cueva. Tad… Era como haber perdido a un hijo.

De momento la rabia era más fuerte que el dolor. Sentía las lágrimas en las mejillas, pero no la emoción que las causaba. Todo era odio, una avalancha de odio. Lloraba de odio.

El túnel terminaba de improviso en un derrumbe. Arriba había un agujero oscuro, por donde habían caído las rocas. El haz de infrarrojos reveló un caminito que subía tortuosamente por los escombros, y se perdía en una galería superior (o algo que lo parecía).

Se lanzó cuesta arriba, clavando el cañón de la escopeta en la oscuridad. Al cabo de un rato salió a un espacio vertical altísimo, con largas cintas de caliza en el techo, que oscilaban un poco a causa de las corrientes de aire subterráneas y terminaban en cristales como de escarcha. Los pasadizos eran incontables, y partían en todas las direcciones. Controlando, en lo posible, su respiración y su ira, miró el suelo y encontró una pista que parecía reciente. La siguió por un laberinto de túneles.

Después de unos minutos caminando, se dio cuenta de que pasaba algo raro. El túnel se había doblado sobre sí mismo, y le había devuelto al punto de partida. Se metió por otro, pero con el mismo resultado. Era tan frustrante que tuvo la impresión de que la luz roja de las gafas se apagaba un poco de pura rabia.

Al volver por tercera vez a la gran sala, levantó la escopeta y disparó. La detonación hizo vibrar todo el espacio y llover un tintineo de cristales, como copos de nieve gigantes y dentados.

–¡Cabronazo!–gritó–. ¡Estoy aquí! ¡Ven a que te vea la cara, monstruo!

Disparó dos veces más, lanzando obscenidades a la oscuridad.

La única respuesta fue el eco de los disparos, que iba y venía loca e interminablemente por el panal de cuevas.

Había vaciado el cargador. Recargó el arma, jadeando. Aquellos gritos de energúmeno no servían de nada. Lo importante era encontrarlo. Encontrarlo. Encontrarlo.

Se internó en el enésimo túnel, y lo encontró distinto: era un largo y brillante conducto de caliza, con charquitos sembrados de perlas de las cavernas. Al menos había salido del tiovivo de pasadizos de ida y vuelta. Ya no sabía ni de dónde venía ni adonde iba. Se limitaba a caminar.

De repente vio algo negro acechando en la pared.

Fue algo visto y no visto, una sombra en las gafas, pero no hacía falta más. Giró en redondo, clavó una rodilla en el suelo y disparó. En recompensa a tantos años de prácticas de tiro, la figura se derrumbó estrepitosamente.

Hazen repitió el disparo, y corrió a descargar el tiro de gracia.

Contempló el suelo. La luz roja de las gafas de visión nocturna no revelaba ningún cadáver, sino una estalagmita irregular cortada en dos por la escopeta, y despedazada por la caída. Resistió el impulso de despotricar y liarse a patadas con los trozos. Lentamente, con calma, levantó la escopeta y reemprendió su camino por el túnel lleno de ecos. Llegó a una bifurcación. Al llegar a la siguiente, hizo una pausa.

Vio moverse algo, y oyó un ruido casi imperceptible.

Extremó las precauciones. Siempre con el arma a punto, dobló una esquina de rocas, puso una rodilla en el suelo y escrutó el túnel vacío. Por eso no vio la forma oscura que se acercaba veloz y sigilosa por detrás, hasta que sintió un golpe brutal en un lado de la cabeza y algo se le enroscó con una fuerza inexorable. Para entonces ya era demasiado tarde. La noche negra ya acudía a envolverlo, y no le quedaba aire en los pulmones para hacer el menor ruido.

Setenta y cinco

Corrie pensó que quizá todo aquello (correr sin aliento, desesperadamente, por una galería interminable de cavernas) fuera un sueño. Quizá el agente Pendergast no hubiera acudido en su rescate. Quizá estuviera todavía en el fondo del pozo, en una pesadilla, hasta que la despertara el regreso de…

Pero el dolor de muñecas y tobillos, y la angustiosa pulsación en la sien, le recordaron que no era ningún sueño.

El agente Pendergast levantó un brazo para que no siguieran corriendo. Un movimiento de linterna indicó que consultaba su extraño y sucio mapa. El momento de duda pareció poner muy nervioso al tercer componente del grupo. En su aturdimiento, Corrie había tardado varios minutos en comprender que ella y Pendergast no eran los únicos que corrían. El otro hombre era menudo y rubio, con voz de pito y una barbita de chivo. Tenía manchas de barro en el uniforme de policía, y grumos de algo en lo que Corrie prefirió no pensar.

–Por aquí–susurró Pendergast.

Al reanudar su camino, Corrie volvió a tener la misma sensación de confusión y sueño.

Cruzaron una cavidad muy fría, de techo bajo, que dibujaba una serie de curvas, primero a la izquierda y después a la derecha. De pronto el techo se alejó en la oscuridad, y Corrie sintió (sin verlo) que habían llegado a una cueva de grandes dimensiones. Pendergast se quedó en la entrada, escuchando, y solo reemprendió la marcha cuando estuvo seguro de que los únicos ruidos eran los del grupo.

Ahora un paso, luego otro, las paredes iban quedando detrás del haz de la linterna de Pendergast; y ni la conmoción ni el desfallecimiento impidieron que Corrie se maravillara de lo que iba revelando por partes la luz del agente del FBI. Era una sala de una altura descomunal, delimitada por paredes de una piedra roja tan húmeda que en algunas zonas casi parecía pulida. El suelo estaba sembrado de charcos poco profundos. Cerca de la bóveda, la pared se fracturaba en una serie de grietas horizontales donde la larga filtración del agua había formado velos de calcita. El contraste entre los velos, enormes y blancos, y la piedra roja despertaba el recuerdo de algo tan inverosímil como la suntuosa galería de un teatro.

El único problema era la ausencia de una vía de salida al fondo. La mezcla de torpor y alivio que había ido apoderándose de Corrie fue disipada de improviso por una oleada de miedo.

–¿Y ahora?–dijo el hombre de uniforme, jadeando–. ¡No, si ya lo sabía yo! Mucho atajo, y al final era una vía sin salida.

Pendergast miró el mapa.

–Estamos a menos de cien metros de la zona pública de las cuevas de Kraus, pero hay una parte que tiene que ser paralela al eje Z.

–¿El eje Z?–dijo el hombre–. Pero ¿de qué habla? ¿Qué eje Z?

–El camino es por ahí arriba.

Pendergast señaló una pequeña abertura arqueada que había pasado inadvertida a Corrie. Estaba a unos diez o doce metros de altura, en una de las cortinas de piedra. De ella brotaba un chorro de agua que, tras formar cascadas por la ingente colada, desaparecía en la base de la caverna, por una grieta de grandes dimensiones.

–¿Y cómo se supone que vamos a subir?–preguntó el otro hombre con agresividad.

Pendergast inspeccionó la pared con la linterna, sin hacerle el menor caso.

–¡No pretenderá escalar! ¿Sin cuerda?

–Es la única opción.

–¿A eso lo llama opción? ¿Con ese pedazo de grieta en el suelo? A la mínima que resbalemos…

Pendergast volvió a hacer caso omiso de él y se volvió hacia Corrie.

–¿Cómo tiene las muñecas y los tobillos?

Corrie respiró hondo, entrecortadamente.

–Puedo hacerlo.

–No lo dudo. Suba usted primero. Yo la seguiré y le diré qué hacer. El agente Weeks irá al final.

–¿Por qué al final?

–Para cubrirnos desde abajo.

Weeks escupió de lado.

–Bueno.

Pese al frío y la humedad de la cueva, regueros de sudor le surcaban la mugre de la cara.

Pendergast se aproximó a la pared de la cueva sin perder más tiempo. Corrie, que lo seguía a pocos pasos, sintió que volvía a latirle muy deprisa el corazón. Procuró no mirar la superficie rocosa que se cernía sobre ellos. Se detuvieron a unos metros de la ancha fisura del suelo. La vaporización del agua formaba una cortina que humedecía aún más la piedra. Pendergast empujó a Corrie sin darle tiempo de pensárselo dos veces, mientras enfocaba los primeros asideros con la linterna.

–Me tiene justo detrás, señorita Swanson–murmuró–. No hay prisa.

Corrie se asió a la roca, tratando de dominar el dolor de las manos y algo aún peor como era el miedo. Para llegar a la abertura había que escalar en diagonal, por encima de la fisura. Como la caliza era estriada, ofrecía una gran abundancia de puntos de apoyo, pero la piedra era húmeda y lisa. Corrie trató de no pensar en nada que no fuera levantar un pie o una mano y subir quince centímetrbs más. Por los ruidos de abajo, supo que los dos hombres también habían empezado a escalar. Pendergast le murmuraba instrucciones, y de vez en cuando usaba una mano para orientar sus pies hacia alguna repisa. Más que difícil (ya que los puntos de apoyo casi eran como peldaños de una escalera de mano), la escalada daba miedo. En una ocasión, Corrie miró hacia abajo y vio la coronilla de Weeks y el abismo que se abría a sus pies. Entonces dejó de trepar y tuvo un ataque de vértigo que le hizo cerrar los ojos. La mano de Pendergast volvió a afianzarla, mientras su amable y aterciopelada voz la instaba a seguir subiendo sin mirar abajo.

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