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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

Naturaleza muerta (8 page)

Se tumbó rápidamente en el camastro, de cara a la pared.

Oyó sus pasos en el despacho del fondo. Uno de los del grupo empezó a cambiar de canal sin levantar el dedo del botón, para que pasaran deprisa: concursos, culebrones, dibujos animados… Y, entre canal y canal, mucho ruido de electricidad estática.

Se repitieron los pasos y murmullos, señal de que no encontraban nada de su gusto. Corrie oyó que cruzaban la puerta abierta de la habitación del fondo, donde estaba su celda. Después de unos segundos de silencio, Brad dijo en voz baja:

–¡Jo, tíos, mirad quién hay!

Oyó que entraban arrastrando los pies, entre risitas y susurros. Eran dos o tres. Chad, posiblemente Biff, y Brad: el trío calavera.

Alguien simuló un pedo con los labios, que fue acogido con risas ahogadas.

–¿A qué huele? –Era la voz de Brad–. ¿Qué habéis pisado?

Más risas disimuladas.

–¿Qué, esta vez qué has hecho?

Corrie respondió sin volverse.

–El imbécil del superagente 86, que se ha dejado el coche en marcha con las llaves puestas y las ventanillas bajadas media hora delante del Wagón Wheel, mientras se llenaba el barrigón de bollos. ¿Tú crees que podía resistirme?

–¿Quién?

–El marciano de tu padre, que fuma como un carretero y se pasa el día convirtiendo bollos en zurullos.

–¿Pero de qué hablas, tía?

La conversación subía de tono.

–¡De tu padre, capullo!

Risas ahogadas de los dos amigos.

–¡Anda con la tía imbécil! Pues al menos tengo padre, no como tú. Y madre no sé qué decir.

Se rió como una hiena, mientras otro del grupo (probablemente Chad) volvía a hacer ruidos asquerosos con la boca.

–La puta del pueblo. ¿A que el mes pasado estuvo en el talego por borracha, o por escándalo público? De tal palo tal astilla. Es lo que dicen: que la manzana nunca se cae muy lejos del árbol; o, en tu caso, la mierda del agujero del culo.

Más carcajadas en voz baja. Corrie seguía sin moverse de cara a la pared.

–Oye –susurró Brad–, ¿has leído el periódico de hoy? Dicen que el asesino podría ser de aquí. Igual es de una secta satánica. Con ese pelo violeta, y los ojos pintarrajeados de negro, eres la candidata perfecta. ¿Es a lo que te dedicas de noche? ¿A ir por ahí en plan yuyu?

–Sí, tío –dijo Corrie, que insistía en no volverse–; cada noche sin luna me baño en la sangre de un cordero recién nacido y recito la maldición de las Nueve Puertas. Luego invoco a Lucifer para que se te arrugue la colita. Si es que tienes.

Esta vez solo se rieron los amigos, mientras Brad murmuraba:

–¡Zorra! –Se acercó un paso, y bajó aún más la voz–. ¡Vaya pintas, tía! Te crees que es muy guay ir tan de negro, ¿no? Pues tú de guay no tienes nada, tía. Tú lo que eres es una fracasada, y me apuesto lo que quieras a que es de las pocas verdades que has dicho. Seguro que de noche te dedicas a matar bichos. O mejor dicho a follártelos. –Rió en voz baja–. Porque a una tía tan rara no se la folla ningún hombre.

–El día que vea un hombre por el pueblo, te lo diré –replicó Corrie.

Oyó que se abría la puerta del fondo, y que todos se callaban.

–¡Brad! ¿Se puede saber qué haces?

El tono del sheriff era tranquilo, pero amenazador.

–Ah, hola, papá; nada, hablábamos con Corrie.

–¿Seguro?

–¡Que sí!

–No me vengas con pamplinas, que te tengo controlado.

Siguió un silencio tenso.

–Como molestes a un preso, te encierro a ti. ¿Está claro?

–Sí, papá.

–Venga, ahuecando, y tus amigos también, que llegaréis tarde al partido.

Brad y sus amigos salieron de la zona de detención con un ruido culpable de pies,.

–¿Estás bien, Swanson? –preguntó el sheriff con mal tono.

Corrie no le hizo caso. Poco después volvió a cerrarse la puerta, y se quedó a solas oyendo los ruidos de la televisión y las voces del despacho que daba a la calle. Intentó respirar con normalidad, y olvidar las palabras de Brad. Un año más y se iría de aquel pueblo de fracasados, lo más cutre de Kansas. Adiós, Medicine Creek de mierda. Se le ocurrió por millonésima vez que si no la hubiera cagado en décimo curso ya no estaría en el pueblo. Y ahora otra cagada. En fin, no servía de nada obsesionarse.

Sonó otra vez la campanilla de la puerta de la calle. Había entrado alguien. Oyó voces en el despacho. ¿Era Tad, el ayudante? ¿O su madre, por una vez sobria? El recién llegado hablaba tan bajo que no pudo distinguir si era hombre o mujer. En cambio la voz del sheriff se volvió agresiva. Corrie no entendía las palabras por culpa de la tele.

Al rato oyó pasos.

–¿Swanson?

Era el sheriff. Oyó que daba una calada y respiraba el humo. Después oyó ruido de llaves, y un clic que indicó que se abría la celda. La puerta oxidada rechinó.

–Ya estás libre.

Corrie no se movió. El tono de Hazen era más tenso de lo normal. Estaba enfadado por algo.

–Acaban de pagarte la fianza.

Siguió sin moverse. En ese momento habló la otra persona. Su voz era grave y meliflua, con un acento que no le sonaba.

–¿Señorita Swanson? Puede marcharse.

–¿Quién es? –preguntó ella sin volverse–. ¿Le envía mamá?

–No, soy el agente especial Pendergast, del FBI.

¡Coño! Era el fantasma vestido de enterrador que había visto paseándose por el pueblo.

–No necesito que me ayude.

Hazen, que seguía molesto, dijo a Pendergast:

–No sé si no sería mejor ahorrarse el dinero y no entrometerse en temas de la policía local.

La curiosidad acabó siendo más fuerte que Corrie, que preguntó:

–¿Dónde está la trampa?

–Lo comentaremos fuera –dijo Pendergast.

–O sea, que hay trampa. Ya me la imagino, pervertido.

El sheriff Hazen soltó una carcajada que degeneró en tos de fumador.

–¿Qué le había dicho, Pendergast?

Corrie siguió acurrucada en la cama plegable, preguntándose el motivo de que el tal Pendergast hubiera pagado su fianza. Estaba claro que a Hazen no le caía especialmente bien. Se sentó, acordándose de un refrán («el enemigo de tu enemigo es tu amigo»), y miró alrededor. En efecto, allí estaba el enterrador, observándola con los brazos cruzados y una expresión pensativa. Hazen, el pequeño bulldog, estaba al lado de él con los hombros erguidos y el cuero cabelludo brillando bajo el pelo corto y ralo, con un corte de maquinilla de afeitar en la cara.

–¿Entonces puedo irme?

–Si lo desea… –respondió Pendergast.

Corrie se levantó y fue hacia la puerta, pasando al lado de los dos.

–No te olvides de las llaves del coche –le dijo Hazen.

Corrie dio media vuelta en la puerta y tendió la mano. El sheriff las tenía en una de las suyas, pero no hizo ni el gesto de dárselas. Corrie dio un paso y se las arrebató.

–Lo tienes detrás, en el aparcamiento –dijo el sheriff–. Los setenta y cinco dólares de la grúa ya los pagarás otro día.

Corrie abrió la puerta y salió a la calle. En comparación con la celda, que tenía aire acondicionado, era como caminar por un potaje. Parpadeando por el calor, se metió por la callejuela que daba al aparcamiento. Reconoció su Gremlin, y al pervertido del traje negro apoyado en él. Pendergast dio un paso y le abrió la puerta. Corrie entró sin decir nada, cerró, metió la llave en el contacto, arrancó, y a la tercera o cuarta tentativa consiguió que el motor resucitara con una tremenda nube de humo que olía a gasolina. El hombre de negro se apartó. Corrie esperó un momento y se asomó a la ventanilla.

–Gracias –dijo con desgana.

–Ha sido un placer.

Pisó el acelerador, pero se le caló. Mierda.

Volvió a arrancar, y a darle un poco de gas. Solo salía humo. El del FBI seguía en el mismo sitio. ¿Qué quería? Tuvo que reconocer que no parecía un pervertido. Al final, vencida por la curiosidad, volvió a asomarse.

–Bueno, me rindo. ¿Dónde está la trampa?

–Se lo diré si me lleva a casa de Winifred Kraus, que es donde me alojo.

Corrie Swanson se lo pensó un poco y abrió la puerta.

–Suba. –Tiró al suelo los restos del McDonald's que había en el asiento del copiloto–. Espero que no haga ninguna tontería.

El agente del FBI sonrió, mientras se deslizaba en el asiento con agilidad gatuna.

–Puede fiarse de mí, señorita Swanson. ¿Y yo? ¿Puedo fiarme de usted?

Corrie lo miró.

–No.

Soltó el embrague y salió del aparcamiento dejando una espesa humareda y tres bonitos metros de huellas de neumáticos en el asfalto del sheriff. Al salir a la calle principal, se alegró de ver al enano de Hazen en la puerta, gritándole algo con cara de rabia justo en el momento en que se lo tragaba el humo.

Once

La zona comercial de Medicine Creek consistía en tres manzanas de casas de ladrillo marrón y fachadas de madera. Corrie tardó tres o cuatro latidos de corazón en llegar al final. Cuando pisó a fondo el acelerador, la carrocería oxidada del Gremlin empezó a vibrar. El espacio entre los dos asientos estaba ocupado por dos o tres docenas de casetes amontonadas, con sus grupos favoritos de
death metal
,
dark ambient
, música industrial y
grindcore
. Con una mano, descartó a Discharge, Shinjuku Thief y Fleshcrawl y se quedó con Lustmord. En el pequeño coche empezaron a sonar las notas dislocadas e inquietantes de «Heresy, Part I». Como su madre no le dejaba poner la música muy alta, Corrie había adaptado un aparato de cásete al viejo Gremlin.

A propósito de su querida y amorosa progenitora, no quería ni pensar en cómo la recibiría. A esas horas ya debía de estar medio borracha y medio resacosa, que era la peor combinación. Decidió dejar a Pendergast en casa de la vieja, aparcar bajo las líneas de alta tensión y matar unas horitas con un libro.

Miró de reojo al del FBI.

–Oiga, ¿por qué va tan de negro? ¿Se le ha muerto alguien?

–Por lo mismo que usted, porque me gusta el color.

Corrie bufó.

–¿Y la trampa que decía?

–Necesito coche y chófer.

A Corrie se le escapó la risa.

–¿Qué? ¿Mi limusina Gremlin y yo?

–Vine en autobús y he comprobado que es un poco incómodo moverse a pie.

–No me tome el pelo. Este trasto tiene jodido el silenciador, pierde un litro de aceite por semana, no lleva aire acondicionado y huele tanto a gasolina que tengo que ir con la ventana abierta hasta en invierno.

–Propongo una compensación de cien dólares diarios por el coche y el chófer, más una tarifa de cincuenta centavos por kilómetro en concepto de gasolina y desgaste.

Corrie nunca había visto cien dólares juntos. No podía ser verdad. Seguro que le tomaba el pelo.

–¿No es un superagente especial del FBI? ¿Dónde tiene el coche y el chófer?

–No me lo han dado porque técnicamente estoy de vacaciones.

–Pero ¿por qué me elige a mí?

–Muy sencillo: porque necesito a alguien que conozca Medicine Creek, esté motorizado y no tenga nada mejor que hacer. Usted cumple todos los requisitos. ¿Me equivoco, o ya no es menor de edad?

–Acabo de cumplir los dieciocho, pero aún me queda un año de instituto para salir pitando de este nido de ratas.

–Espero que lo que me trae aquí haya terminado mucho antes de que empiecen las clases. Lo importante es que conozca Medicine Creek. ¿Es así?

Corrie se rió.

–Si odiar es conocer… ¿Se le ha ocurrido pensar en la reacción del sheriff ?

–Espero que se alegre de ver que ha encontrado un trabajo de provecho.

Corrie negó con la cabeza.

–Ya veo que no lo conoce.

–Otra carencia que espero remediar. Eso, en todo caso, déjelo en mis manos. ¿Qué me dice, señorita Swanson? ¿Hay o no hay trato?

–¿Por cien dólares diarios? Pues claro que hay trato. Pero ¿usted me ve pinta de «señorita Swanson»? Llámeme Corrie.

–En adelante la llamaré señorita Swanson, y usted a mí agente especial Pendergast.

Corrie miró al techo del coche y se apartó el pelo violeta de la cara.

–Muy bien, agente especial Pendergast.

–Gracias, señorita Swanson.

El agente sacó un billetero de la chaqueta y extrajo cinco billetes de cien dólares que hipnotizaron a Corrie. A continuación abrió la guantera (que, como estaba rota, se sujetaba con alambres), dejó el dinero y la cerró.

–Anote los kilómetros. Cualquier hora extra, más allá de las ocho diarias, se le pagará a veinte dólares. Estos quinientos son un adelanto por la primera semana. –Sacó algo más de la chaqueta–. Tenga, su teléfono móvil. No haga ni reciba llamadas personales.

–¿A quién quiere que llame en este puto pueblo?

–No tengo la menor idea. Ahora, si es tan amable, dé media vuelta y paséeme por el pueblo.

–A la orden. –Corrie miró por el retrovisor, y cuando estuvo segura de que no había moros en la costa pisó simultáneamente el freno y el acelerador y dio un golpe brusco de volante. Con un giro de ciento ochenta grados, y un chirrido de neumáticos, el Gremlin quedó orientado hacia el pueblo. Corrie miró a Pendergast con una sonrisa en los labios–. Lo aprendí en el colegio, en un juego de ordenador que se llama
Grand Theft Auto
.

–Muy espectacular, pero tenga muy presente una cosa, señorita Swanson.

–¿Cuál? –dijo ella, acelerando.

–Que mientras trabaje para mí no debe infringir la ley bajo ningún concepto. Todas las normas de tráfico deben ser estrictamente respetadas.

–¡Vale, vale!

–Si no me equívoco, en esta carretera el límite de velocidad es de setenta kilómetros por hora. Y no lleva puesto el cinturón.

Corrie miró el cuentakilómetros, y al ver que iba a ochenta frenó un poco. Al entrar en el pueblo redujo aún más la velocidad, mientras trataba de sacar el cinturón de detrás del asiento y conducía a golpes de rodilla, con el coche haciendo eses.

–¿No sería más fácil si aparcara?

Corrie obedeció con un suspiro de enfado. Al encontrar el cinturón se lo abrochó, y arrancó con otro chirrido de neumáticos.

Pendergast volvió a ponerse cómodo. Como el asiento estaba estropeado, tuvo que reclinarse en posición semisupina, con la cabeza casi por debajo de la ventanilla.

–¿Y el paseo, señorita Swanson? –murmuró con los ojos entornados.

–¿Paseo? Creía que era broma.

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