Northwest Smith (42 page)

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Authors: Catherine Moore

Tags: #Ciencia ficción,Fantasía

—Que nadie olvide —dijo aquella vocecita cálida— que el mundo de Seles nos debe su existencia, ya que gracias a nuestro poder mantenemos fuego, aire, y agua alrededor de su globo. Que nadie olvide que sólo gracias a nosotros la carne de la vida cubre los desnudos huesos de este mezquino mundo ¡Que nadie lo olvide!

El hombre prosternado en el suelo se agitó con un largo estremecimiento de aquiescencia. Y Smith, cuya mente era igual de consciente del hecho que la de él, supo que decía la verdad. La gravedad de la Luna era demasiado débil, incluso en aquella antigua era desaparecida, para mantener la capa de aire que sustenta la vida sin la ayuda de cualquier otra fuerza. No sabía el motivo por el que los Tres se encargaban de proporcionarla, pero estaba comenzando a adivinarlo.

Una segunda vocecita prosiguió con aquella entonación ritual donde la primera la había dejado:

—Que nadie olvide que sólo con una condición vestimos con las ropas de la vida los huesos de Seles. Que nadie olvide el pacto que los progenitores de la raza de Seles hicieron con los Tres Que Son Uno, hace tantísimo tiempo que entonces los dioses aún eran jóvenes. Que nadie olvide el precio que todo hombre ha de pagar al fin de su tiempo prescrito. Que nadie olvide que sólo por nuestro divino apetito la humanidad puede unirse a nosotros y pagar su deuda. Todos los que viven nos deben sus vidas, y por el antiquísimo pacto de sus antepasados deben devolvérnoslas cuando se las reclamemos en la sombra que da vida a su amado mundo.

El hombre postrado tuvo un nuevo estremecimiento, profundo y helado, al reconocer la verdad de las palabras rituales. Y una tercera voz brotó estremeciéndose de aquella oquedad brumosa, con el sonido de la voracidad vibrante de una llama.

—Que nadie olvide que todos los que vienen a pagar la deuda de la raza y así comprar de nuevo nuestro favor para que su mundo pueda vivir, deben llegar hasta nosotros voluntariamente, sin resistirse a nuestro divino apetito… y rendirse sin luchar. Y que nadie olvide que, si un solo hombre se resistiera a nuestra voluntad, entonces, en ese instante nuestro poder desaparecería, y toda nuestra cólera caería sobre le mundo de Seles. Que un único hombre luche contra nuestra voluntad, y el mundo de Seles avanzará desnudo por el vacío, pues en un suspiro la vida habrá cesado en él. ¡Que nadie lo olvide!

Echado en el suelo, el cuerpo del hombre de la Luna se estremeció nuevamente. Por su mente pasó el último espasmo de amor y de nostalgia por el maravilloso mundo cuyo verdor iluminado por la maravilla de la Tierra se conservaría gracias a su muerte. Poco importaba la muerte si, gracias a ella, Seles sobrevivía.

Con un espantoso sonido de trueno, el Uno preguntó:

—¿Acudes voluntariamente a nuestra presencia?

Una voz estrangulada se elevó del oculto rostro del hombre que seguía postrado.

—Sí, voluntariamente… para que Seles pueda vivir.

Y la voz del Uno sonó vibrante en la penumbra agitada por la llama, con tanta energía que saturó sus oídos. Sólo el latido del corazón del hombre de la Luna, la pulsación de su sangre, captaron el trueno prolongado de la orden del dios.

—Entonces… ¡ven!

Se estremeció. Se levantó muy lentamente. Se enfrentó a los Tres. Y, por primera vez, Smith sintió un súbito miedo por su propia seguridad. Hasta entonces, el miedo y terror que había compartido con su huésped lunar sólo habían concernido al hombre. Pero en aquellos momentos, ¿no le amenazaba la muerte a él, lo mismo que a su huésped? Pues no conocía forma alguna de disociar su propia mente de espectador de aquella a la que se había unido para asistir a aquel fragmento de pasado inconmensurable. Y cuando el hombre lunar desapareciera en el olvido, ¿éste no engulliría también su mente? Eso era, entonces, a lo que se había referido el pequeño sacerdote cuando había dicho que algunos de quienes se aventuraban en el tiempo, dentro de las mentes de sus antepasados, jamás regresaban. La muerte, bajo una u otra forma, debía haberlos engullido junto con las mentes por las que miraban. En aquel momento la muerte le acechaba, a menos que pudiera escapar. Y, por primera vez, luchó para comprobar hasta dónde llegaba su independencia. Pero fue en vano. No podía separarse de su huésped.

Con la cabeza caída, el hombre lunar avanzó a través de la cortina de llamas, que siseó y desprendió calor, abriéndose hacia ambos lados. Cuando la dejó atrás, se encontró cerca de aquel mortecino infierno donde estaban sentados los tres dioses, entre la terrible agitación de sus sombras a través de la bruma. Y bajo aquella incierta luz, parecía que los Tres se inclinasen ávidamente hacia delante, con un hambre voraz en cada uno de sus espantosos rasgos. Y la sombra que arrojaban parecía una boca anhelante.

Después, con un rugido sibilante, la cortina de llamas se cerró tras él, y una oscuridad como la de la misma muerte cayó cegadora sobre la oquedad donde estaban los Tres. Smith conoció la desnudez del terror cuando sintió la mente tras la cual se escondía brincar como un caballo bajo su jinete y caer como una montura, y comprendió que caía más y más en los golfos de un vertiginoso terror, más vacío que el espacio entre los mundos, un apetito ciego y vacío más devorador que la misma nada.

No luchó contra él. No podía. Era demasiado tremendo. Pero no se entregó a él. Pequeña entidad consciente en un infinito de pura ansia, mientras la succionadora vacuidad derramaba voracidad a su alrededor, seguía firme e inquebrantable. El hambre de los Tres sólo había conocido hasta entonces la aquiescencia de la deuda que el hombre tenía con ellos, y por eso, en aquellos momentos, a través del vacío de su ansia gruñía una furia mucho más terrible que la de cualquier mente mortal a la que pudiera combatir. En medio de ella, Smith se aferró tercamente a la chispa de consciencia que le quedaba, incapaz de hacer cualquier cosa que no fuese resistirse débilmente al voraz deseo que absorbía su vida.

Poco a poco fue consciente de lo que hacía. Si resistirse al apetito de los Tres significaba que cumplirían sus amenazas, el resultado sería la muerte de un mundo. Significaba la muerte de todo ser viviente en el satélite: de la joven en el jardín iluminado por la Tierra, de toda la gente de Baloise que había visto caminando por sus calles, de la propia Baloise ante la erosión de los eones, desprotegida ante el bombardeo de los meteoritos que transformarían su dulce mundo verde en una lastimosa calavera.

Pero la compulsión de vivir le cegaba. No hubiera podido renunciar a ella aunque lo hubiese deseado, pues el deseo de la vida se halla demasiado arraigado en todos nosotros, la salvaje y animal desesperación ante la extinción. No quería morir, no quería rendirse a ningún precio. No podía luchar contra aquella voracidad cegadora que le envolvía como un tifón, pero no quería ceder. Era simplemente una testarudez pasiva contra el hambre de los Tres, mientras los eones giraban a su alrededor y el tiempo cesaba y nada tenía existencia, sino él mismo, su vivo y desesperado yo rebelándose contra la muerte.

Otros, al aventurarse en el pasado, habían debido de encontrarse con el mismo peligro y sucumbido ante él en la debilidad de su amor innato por el verde mundo lunar. Pero él no tenía esa debilidad. Nada era tan importante como la vida, la suya, entonces y siempre. No se daría por vencido. Muy por debajo del barniz de su yo civilizado se encontraba la roca viva de pura energía salvaje que nada, en ningún mundo de los que conocía, había podido poner a prueba. Eso era lo que le sostenía en aquellos momentos contra la ira de la divinidad, cimiento inconmovible a su determinación de no ceder.

Y lentamente, muy lentamente, el ansia devoradora abatió su furia sobre él. No podía comprender que se negase a rendirse, y ni siquiera toda su furia pudo asustarle para que capitulase. Ahí estaba el motivo de que los Tres exigieran y reiteraran la necesidad de que se entregasen a su apetito. No tenían poder para vencer el inquebrantable instinto de vida, a menos que éste fuera abandonado voluntariamente, y no se atrevían a dar a conocer al mundo que aterrorizaban aquel punto flaco de su fuerza. Durante un instante fulgurante, Smith se imaginó a los vampíricos Tres alimentándose de una raza que no se atrevía a desafiarlos por su amor a las magníficas ciudades, a los plácidos días dorados y a los miríficos claros de Tierra de las noches, que contaban más para aquellos seres que su propia existencia. Pero aquello se había acabado.

Una última oleada llameante de un ansia ardiente rodeó vorazmente la obstinación de Smith. Pero cualquiera que fuera la naturaleza de aquellos seres vampíricos y el desconocido lugar olvidado hacía eones donde hubieran podido nacer, los Tres Que Eran Uno no tenían poder para romper el fondo de puro salvajismo en donde había arraigado profundamente todo lo que era Smith. Y, finalmente, en un estallido final de furia ciclónica, que rugió a su alrededor en una borrascosa explosión de hambre y de derrota, el vacío comenzó a desaparecer.

Durante un instante cegador, las imágenes relampaguearon en su cerebro. Vio a la dormida Seles, el verde mundo lunar que incluso el tiempo llegaría a olvidar, de palidez nacarada bajo el esplendor de la Tierra naciente que la bañaba con la luz de una noche más brillante que cualquiera de las conocidas por el hombre, y el poderoso orbe bañado de mares velados por su rutilante atmósfera, radiante por un último y breve instante en la maravilla de sus brumosos continentes y sus mares perlados. Y a Baloise la Bella, dormida bajo la luminosidad de la Tierra, alta en el cielo. Pues durante un último momento de esplendor, el exquisito mundo lunar flotó a través de su noche pálida como un sueño que ninguno de los mundos del espacio igualaría jamás, y que ningún descendiente de la raza que lo había conocido olvidaría del todo.

Entonces sucedió… el desastre. De un modo extraño e impreciso, Smith escuchó un agudo lamento, capaz de destrozarle los tímpanos, que fue en aumento hasta hacerse intolerablemente alto, de modo que su cerebro no pudo resistir durante más tiempo la agonía que le producía aquel sonido. Y sobre Baloise, sobre Seles y sobre todo lo que allí vivía, comenzó a caer la oscuridad. La Tierra que brillaba en lo alto relució en las tinieblas crecientes, y la atmósfera se apartó de las verdes colinas ondulantes y prados verdeantes, y de los plateados mares de Seles. En largas tiras opalescentes, brillantes bajo la luz de la Tierra, el aire de Seles comenzó a abandonar el mundo que revestía. Pero no de forma gradual, sino abrupta y enfurecida, como si las invisibles manos de los Tres desgarrasen en largos y brillantes jirones el globo de Seles… Así desapareció la atmósfera.

Eso fue lo último que vio Smith antes de que las tinieblas le rodearan… Seles, espléndida hasta el momento de su destrucción, una pequeña joya verde de reluciente y destellante colorido, que se iba despojando del manto de la vida mientras los largos jirones de traslúcidas irisaciones caían de él y se perdían en el vacío, donde palidecían lentamente en la negrura del espacio.

Luego la tiniebla se cerró sobre él, y el olvido le rodeó. Después nada, nada.

Abrió los ojos. Para su sorpresa, las torres de acero de Nueva York le rodeaban por todas partes, mientras el zumbido del tráfico resonaba en sus oídos. Sin que pudiera contenerse, sus ojos escrutaron el cielo donde momentos antes, así le parecía a él, el gran globo brillante de la nacarada Tierra había colgado luminoso. Y entonces, la comprensión fue abriéndose paso lentamente por su mente, bajó los ojos y, al otro lado de la mesa, se encontró con la inmensa mirada alucinada del pequeño sacerdote de la gente de la Luna. El rostro que vio le extrañó. Había envejecido diez años en el intervalo incalculable de su viaje hacia el pasado. Una angustia más profunda que la que pudiera afectar a cualquier individuo había grabado profundas marcas en su rostro de palidez ultraterrena, y sus grandes ojos extraños estaban poblados de pesadillas.

—Entonces fue por mi culpa —dijo, entre susurros, como para sí—. Entre todos los de mi raza, yo fui el único responsable de la muerte de Seles. ¡Oh, dioses…!

—¡Fui yo! —exclamó Smith sin poder contenerse, mientras abandonaba su silencio habitual en un esfuerzo instintivo para aliviar la insoportable angustia del hombrecillo—. ¡Yo lo hice!

—No… Usted fue el instrumento, pero yo quien lo manejó. Yo le envié al pasado. Yo soy responsable de la destrucción de Baloise, de Nial y de Ingala, blanca como el marfil, y de toda la verde belleza de nuestro mundo perdido. ¿Cómo podré mirar de nuevo por la noche la desnuda calavera blanca del mundo que destruí? ¡Fui… yo!

—¿De qué diablos están hablando los dos? —preguntó Yarol, al otro lado de la mesa—. No he visto nada, excepto un montón de oscuridad y de luces, y una especie de luna…

—Y sin embargo —proseguía aquel susurro obsesivo, olvidándose de todo—, sin embargo… vi a los Tres en su templo. Nadie de mi raza los había visto antes, pues ninguna memoria viviente había regresado a aquel templo, salvo las memorias que morían en él. De toda mi raza sólo yo conozco el secreto del desastre. Nuestras leyendas cuentan de él lo que vieron los exiliados, al mirar hacia arriba aquella noche de terror a través del espeso aire de la Tierra. ¡Pero yo sé lo que pasó! Y ningún hombre de carne y hueso puede llevar consigo ese conocimiento durante mucho tiempo: el de haber acabado con un mundo por su locura. ¡Oh, dioses de Seles…, ayudadme!

Sus blancas manos lunares se movieron a tientas sobre la mesa, hasta encontrar el envoltorio cuadrado que tan caro le había costado. Se puso en pie, tambaleándose. Smith también se levantó, acuciado por una emoción indefinida que no habría podido describir. Pero el sacerdote de la Luna negó con la cabeza.

—No —dijo, como si respondiera a alguna pregunta que acabara de hacerse a sí mismo—, usted no debe reprocharse por lo sucedido hace tantos eones… aunque parezca que sucedió hace pocos minutos. Esta maraña de tiempo y espacio, y el desastre que un hombre vivo puede provocar sobre un mundo muerto hace milenios… es algo que se halla más allá de nuestro escaso entendimiento. Fui elegido para ser el vaso de aquel desastre… y nadie sino yo es responsable, pues estaba ordenado desde el comienzo de los tiempos. No hubiera podido impedirlo incluso si hubiese conocido desde el principio que supondría el fin. Pero no porque lo haya hecho, sino por lo que ahora conoce… ¡tendrá que morir!

Apenas habían abandonado sus labios aquellas palabras, cuando ya blandía su pequeño envoltorio cuadrado como si fuera un arma mortal. Lo mantuvo muy cerca del rostro de Smith, mientras la sombra de la muerte seguía en sus pálidos ojos lunares y oscurecía su angustiada y blanca faz. Durante un brevísimo instante, a Smith le pareció que un intolerable resplandor de luz estallaba alrededor del envoltorio cuadrado, aunque entre las blancas manos del sacerdote no pudiera ver nada más que su aspecto acostumbrado.

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