Nueva York (100 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

La Universidad de Columbia era una institución de cierta antigüedad. Había iniciado su andadura en el siglo XVIII en el centro de la ciudad con la denominación de King’s College y con tendencia confesional mayoritaria anglicana. Más tarde había cambiado de nombre y se había desplazado un poco más al norte. Hacía tan sólo una década que se había vuelto a reubicar en el espléndido marco de la Ciento Quince con Broadway. El campus era precioso y, de hecho, la gran cúpula de la biblioteca que lo presidía no tenía nada que envidiar a Harvard o Yale.

En ese momento, cuando pararon, Rose intentó poner en marcha la única argucia que se le ocurrió.

—Las esperaré en el coche —declaró, al tiempo que indicaba al chófer que acompañara a las dos ancianas.

Fue inútil, sin embargo.

—No puedes hacer eso, querida —protestó Hetty—. Él sabe que tú nos ibas a traer. Quedaría como un desaire.

Por consiguiente, al cabo de unos minutos se encontró en el interior del agradable despacho de un atlético individuo de unos treinta años, de pelo castaño oscuro y relucientes ojos azules, que había colocado tres sillones delante de su escritorio y manifestaba una patente alegría por tenerlas allí.

—Bienvenidas a mi guarida —saludó el señor Edmund Keller con una radiante sonrisa.

En las paredes había estanterías con libros, una reproducción de la Gioconda y una fotografía de las cataratas del Niágara, realizada por su padre. Un vistazo a los libros bastaba para deducir que era un especialista en historia y temas clásicos. Rose dejó que la presentaran y luego mantuvo un discreto silencio.

—Lily y yo vimos a tu padre el otro día —explicó Hetty—. Vino un rato a tomar el té.

Rose los dejó charlar. Recordó que Theodore Keller vivía en la calle Diecinueve Este, a corta distancia de Gramercy Park, y sabía, por supuesto, que el viejo Frank Master había sido mecenas del fotógrafo. Eso estaba muy bien, pero su hijo era harina de otro costal. Se había enterado de la clase de persona que era el joven señor Edmund Keller, y lo sabía de buena tinta. Concretamente, la información la había recibido, ni más ni menos, que de labios del propio presidente de la Universidad de Columbia.

Nicholas Murray Butler era un hombre impresionante. Era un distinguido académico e internacionalista y una figura política de talla. El presidente Theodore Roosevelt lo consideraba como un amigo, y sus opiniones, de cariz conservador, eran francamente sensatas. Todo el mundo decía que estaba realizando una gran labor en Columbia, de modo que si abrigaba sospechas con respecto al joven señor Keller, debía de tener motivos fundados.

Rose había conocido al señor Butler en una gala y había conversado con él un rato. Como siempre procuraba mantenerse al tanto de cuanto ocurría en la ciudad, lo escuchó atentamente mientras refería las mejoras que estaba introduciendo en la universidad. Entre ambos se había establecido una corriente de simpatía mutua. Cuando le preguntó si estaba satisfecho con el nivel de los alumnos que aspiraban a ingresar en el centro, él respondió que sí, aunque luego añadió una aclaración en voz baja.

—Pero quizá hay demasiados judíos.

Rose no tenía personalmente nada en contra de los judíos. Algunos de los personajes más notables de Nueva York, como por ejemplo el gran banquero Schiff, a quien el mismo Morgan tenía en gran consideración, eran judíos y participaban como los demás en los actos de sociedad. Las antiguas familias de judíos alemanes que vivían en el Upper West Side, o en Harlem, que ahora era un agradable barrio periférico, eran en general gente muy respetable.

Las masas de judíos pobres que habían invadido el Lower East Side a lo largo del último cuarto de siglo eran, desde luego, otro cantar. Uno no podía dejar de sentir pena por ellos, sabiendo que llegaban huyendo de aquellos terribles pogromos de Rusia y de sitios parecidos. De todos modos, viéndolos en aquel ruidoso y bullicioso barrio, no imaginaba cómo podían salir de allí los distinguidos jóvenes que el señor Nicholas Murray Butler deseaba tener como alumnos.

—No me malinterprete —prosiguió éste—. Yo tengo honorables profesores judíos en la universidad, y aceptamos muchos muchachos judíos, pero tengo que limitar el número, porque si no inundarán el centro.

Fue entonces cuando, tratando de encontrar algo que añadir, recordó que el hijo de Theodore Keller daba clases en Columbia y mencionó su nombre. Luego observó, sorprendida, cómo Butler torcía el gesto.

—¿Lo conoce? —preguntó el académico.

—No personalmente.

—Hum. —Titubeó un instante—. Él está en su derecho de mantener las opiniones que quiera, desde luego, pero yo mantengo ciertas discrepancias políticas con él.

—¿Sí? ¿Y son graves?

—Bueno —respondió, tras otra breve pausa—, yo sólo hablo por lo que ha dicho en público, pero tengo la impresión… no, creo más bien… que Edmund Keller es de tendencias socialistas.

Rose Master no sabía gran cosa sobre los socialistas. Sí había oído hablar de ellos, por supuesto, en relación con lugares como Rusia e incluso otros países europeos más conocidos. Socialistas, comunistas, anarquistas, revolucionarios… personas que no respetaban la propiedad privada, personas sin raíces ni moral. Se acordó de algo que le había dicho un político británico en una cena, durante la estancia que efectuaron en Londres con William.

—Esa gente nos despojaría de todas las libertades individuales de que disponemos. Nos llaman capitalistas, y ya sabrán ellos qué significa eso, y afirman que nuestro capitalismo es un mal. Ésa es la excusa que aducen para destruir todo aquello que para nosotros tiene valor. Si se salieran con la suya, nosotros pasaríamos a ser sirvientes de un estado totalitario como el imperio oriental de Ghengis Khan. Además, como están convencidos de tener la razón, están dispuestos a todo… a provocar huelgas, a matar, y a mentir, porque siempre mienten para llegar a sus fines.

—Un socialista —le dijo Rose al académico—. Eso es terrible.

—Espero estar equivocado —respondió el señor Nicholas Murray Butler—, pero creo que sus opiniones van en esa dirección.

—¿Y qué va a hacer?

—Columbia es una universidad, señora Master y yo no soy un policía. De todas maneras, no lo pierdo de vista.

En ese momento, pues, mientras Hetty y Lily charlaban con aquel joven de tan agradable apariencia, Rose también lo observaba con la misma atención de quien examina un cocodrilo o una serpiente.

En el curso de la conversación, Hetty comentó que Rose las había llevado en un Rolls-Royce. Rose escrutó con atención a Keller, previendo que la noción de aquel lujo capitalista provocaría un destello de rabia en sus ojos.

—¿Un Rolls-Royce? —La miró directamente, con aquellos ojos de azul tan intenso—. ¿Qué modelo?

—Mi marido lo llama
Fantasma Plateado
—respondió, reacia, sin dejar de observarlo.

En realidad, a él se le iluminó la cara de alborozo.

—¿El
Fantasma Plateado
? ¿El que acaban de probar? ¿Con válvula lateral? ¿Seis cilindros, tres y tres? ¿Y una bobina vibratoria con magneto también? —Poco le faltó para que se levantara de un brinco—. Una obra maestra. ¿Cómo lo han conseguido tan deprisa? Ay, me encantaría verlo. ¿Puedo?

—Lo puedes ver cuando nos acompañes abajo —dijo, contenta, Hetty.

—Vaya, parece que te hemos alegrado el día —señaló Lily.

—Así es —confirmó él, con encantadora franqueza.

Rose no se dejó engañar, sin embargo. Tenía muy presente lo que le habían advertido. Mienten, siempre mienten.

Diez minutos después, se encontraban en la calle. Las dos ancianas observaron, divertidas, cómo el señor Keller pedía incluso al chófer que abriera el capó para inspeccionar el motor. Cuando acabó, las miró con una radiante sonrisa, antes de despedirse.

—La próxima vez que vayas a ver a tu padre tienes que prometerme que me harás una visita también a mí —le exigió Hetty—. Está sólo a unos metros.

—Desde luego que sí —prometió.

—Y tú, querida, mejor será que le des al señor Keller tu tarjeta para que pueda visitarte también —indicó la anciana a Rose—. Estoy segura de que William estará encantado de llevarlo a dar una vuelta en el coche. Así podrán hablar del motor.

—Es muy amable —se congratuló Keller—. Me gustaría, sí.

Rose endureció la expresión. «Seguro que sí», pensó. Pues si ese Edmund Keller de ideas socialistas pensaba que iba a presentarse en su casa, estaba muy equivocado.

—No llevo ninguna tarjeta encima —mintió con heroísmo—. Pero ya le enviaré una —agregó, sin entusiasmo.

—No te preocupes —dijo Hetty. Del bolso sacó una de sus tarjetas, junto con un lápiz plateado con el que anotó la dirección de Rose en el dorso—. Es fácil de encontrar. Sólo hay que doblar la esquina después del Gotham Hotel.

—Gracias. Ya pasaré —aseguró Keller, mientras ponían el coche en marcha.

—Ha sido encantador ¿verdad? —comentó Hetty.

Cuando William llegó a casa por la tarde, Rose se lo contó todo. Él la escuchó, pero parecía preocupado y después, le pidió al mayordomo que le sirviera un whisky largo.

—Ha sido un día duro en la Bolsa —explicó.

—Lo siento, cariño —dijo ella, con una comprensiva sonrisa—. Seguro que se arreglará…

—Quizá. —Él frunció el entrecejo y se tomó el whisky, antes de ir arriba a ver a los niños.

En la cena, ella volvió a sacar a colación el tema de Keller.

—Podría llevarlo a dar una vuelta en el coche y así quedaría concluido el asunto.

No era eso lo que ella quería, sin embargo. Estaba decidida a impedir que el señor Keller apareciera ni siquiera una vez en el umbral de su puerta. Al final de la cena, William dijo que estaba cansado y se fue a acostar.

Con un suspiro, Rose pensó que tendría que ser ella misma la que se ocupara de despachar a Keller.

El viernes por la tarde, William Vandyck Master entró en la iglesia Trinity de Wall Street. Luego se sentó en uno de los bancos del fondo y se puso a rezar.

La Trinity era una espléndida iglesia. Gracias a las concesiones de terreno recibidas en el siglo XVII todavía era propietaria de la zona circundante. Era rica, y había invertido de forma sabia y atinada el dinero. Había fundado numerosas iglesias adaptándose al crecimiento de la ciudad y había sido la primera en financiar obras de educación para la población negra en un momento en que la mayoría de las otras congregaciones desaprobaban tales prácticas. A pesar de la riqueza de la institución, el interior del templo conservaba una agradable sencillez. Había una sola vidriera en el extremo este; el resto de ventanas, de cristal normal, bañaban el área con una suave luz. Las paredes estaban revestidas de madera. A William, la ambientación del recinto le recordaba casi la de una biblioteca, o la de un club… aunque en ese caso, contaría entre uno de sus miembros a una amable deidad.

William no era muy religioso. Iba a misa y prestaba su apoyo al vicario, lo normal. Tampoco rezaba mucho… en realidad sólo lo hacía en la iglesia, los domingos. Aquel día, no obstante, era viernes y trataba de rezar, porque estaba muy asustado.

Estaba a punto de perder cuanto tenía.

Bien mirado, pensaba William, había sólo dos maneras de ganar mucho dinero en Wall Street. La primera era la vía más conservadora: uno convencía a la gente para que le pagara por gestionar su dinero, o incluso sólo para moverlo, de un lugar a otro. Ése era el sistema de los bancos. Si las sumas eran cuantiosas —si uno lograba convencer, por ejemplo, a un gobierno para que depositara sus fondos en las propias manos— entonces la tarifa, o el pequeño porcentaje de la transacción que descontaba uno, podía ascender a una fortuna.

La segunda vía consistía en apostar.

Si uno apostaba sólo su propio dinero no llegaba, desde luego, muy lejos. Había que pedir prestadas grandes sumas. Pedir un millón, ganar un diez por ciento y tras devolverlo con un pequeño interés, quedarse con casi cien mil de beneficio. Y la ciencia y el arte implícitos en todas las transacciones que pudiera emprender, las complejas apuestas efectuadas sobre el futuro precio de algo, la compensación de riegos, todo partía de un único y fundamental principio: realizar las apuestas con el dinero de otro.

Con ello, de vez en cuando se podía perder, naturalmente, ese dinero ajeno. Y mientras ellos no se enteraran de que había perdido su dinero, podía seguir tirando de la cuerda y pedir un poco más para recuperarlo. De todas maneras, siempre llegaba el momento —en un futuro lejano tal vez, o si había un periodo de pánico, con agobiante proximidad—, en que uno tenía que devolverlo todo.

William Vandyck Master no podía devolverlo. Había efectuado los cálculos. Sus deudas superaban sus activos. Y ahora que se había desatado el pánico, todo el mundo quería su dinero. Estaba perdido.

No se lo había dicho a Rose. No serviría de nada. Además, no podía. Por eso se encontraba entonces a solas con Dios, para meditar sobre su posición, sostenido por una remota esperanza de que, tal vez, Dios se dignara sacarlo de aquel trance.

Habría tenido que seguir las recomendaciones de su padre. William sabía que lo había decepcionado. Tom Master siempre había abrigado el sueño de que su hijo fuera banquero, un verdadero banquero. Y cuando Tom Master decía un verdadero banquero, William sabía que sólo tenía como referencia a una persona: J.P. Morgan, el poderoso Pierpont, el héroe de su padre. Desde los tiempos en que había comenzado a reorganizar el sector del ferrocarril, el gran banquero había desplazado sus intereses a las navieras, las minas y todo tipo de producción industrial. La gran combinación formada por la poderosa corporación industrial US Steel era la mayor que se había conocido nunca. El poder de la Casa Morgan era enorme y, a través de su consejo de administración, controlaba industrias con un haber de más de mil millones de dólares.

El poder de Morgan tenía un alcance global. Gobernaba y vivía como un rey, y también suscitaba el mismo temor que un rey, o incluso más. Quizá se podía comparar a un dios. Los asiduos de Wall Street lo llamaban Júpiter.

Cuando William estaba en Harvard, Tom Master había conseguido concertarle una entrevista con el prócer. William estaba bastante atemorizado, pues Morgan tenía fama de ser terrible. No obstante, éste le había mandado el mensaje de que acudiera por la tarde a su domicilio de la calle Treinta y Seis, y cuando lo llevaron ante él, el banquero estaba de buen humor.

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