Nueva York (120 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Para William tal vez fue mejor saber que su hijo lo observaba. Eso lo ayudó a sobrellevar la situación, a poner buena cara al mal tiempo en cierto modo. En cualquier caso, hizo todo lo posible para dar buen ejemplo a su hijo y pese a que el mercado perdió una cuarta parte de su valor en dos días, en ningún momento se descompuso en lo más mínimo. Se mantuvo serio, pero calmado. El miércoles por la mañana, Joe lo acompañó como de costumbre en el Rolls-Royce plateado. Una vez en las oficinas, convocó a todos sus empleados.

—Deben estar atentos, caballeros —los instó—. Muy pronto, quizás incluso hoy mismo, va a presentarse una gran oportunidad para comprar.

Y así fue, efectivamente.

El miércoles 30 de octubre, el mercado volvió a subir hasta un vacilante doce y medio por ciento.

—Voy a comprar —confió William a Charlie un poco antes de mediodía.

Al día siguiente, la Bolsa cerró a mediodía con otra subida del cinco por ciento.

—Acabo de volver a vender —explicó a Charlie, mientras salían de la oficina.

—¿Ya? —se extrañó Charlie.

—Hay que aprovechar la ganancia. La semana pasada perdí algo de dinero, pero acabo de recuperar la mitad.

A la semana siguiente, no obstante, el mercado se volvió a desplomar. Un cinco por ciento el lunes; nueve por ciento el miércoles; y seguía bajando, día tras día. El 13 de noviembre, el Dow Jones estaba en 198, apenas por encima de la mitad de su valor máximo del mes de septiembre.

Eran muchos los inversores, grandes y pequeños, que al no poder reponer los elevados márgenes de garantía veían liquidada su posición. Las agencias de Bolsa que habían prestado dinero que ahora no podían recuperar se venían abajo.

—Es posible que quiebren muchos de los bancos más débiles —comentó William a Charlie.

Todas las mañanas, no obstante, la calle era testigo de la llegada de William Master a su oficina a bordo de su Rolls-Royce plateado, dispuesto a reanudar con calma su labor, como de costumbre.

—Aunque hemos sufrido pérdidas, la empresa es sólida —aseguraba a la gente—, como lo es la economía de este país —le gustaba añadir.

A su mujer y a su hijo les decía lo mismo.

Su confianza se vio recompensada: después de tocar fondo en noviembre, el mercado se estabilizó, y a comienzos de 1930 empezó a subir.

—Hay mucha oferta de crédito a un tipo bajo de interés —destacaba William—. Y tampoco es mala cosa que la gente sea más prudente a la hora de pedir préstamos.

Mientras tanto, Charlie tomó conciencia de que su padre realizaba numerosas operaciones por cuenta propia. Aunque ignoraba su naturaleza, sabía que movía fuertes sumas de dinero.

—¿Estás comprando con margen? —preguntó.

—Un poco —le respondió William.

A finales de marzo, no obstante, cuando un empleado repasó una de aquellas operaciones con él en lugar de con su padre, Charlie vio que éste pedía prestados nueve dólares por cada uno que invertía… igual que se hacía con el margen del diez por ciento antes del crack. Cuando le preguntó por ello a su padre, éste lo llevó a su despacho y cerró la puerta.

—La realidad es, Charlie, que el mes de noviembre pasado tuve que poner dinero propio en la empresa para mantenerla a flote. No le digas nada a tu madre, ni a nadie. En este negocio la confianza es lo primordial. De todas maneras, estoy recuperando muy deprisa el dinero.

—¿Estás seguro de que la Bolsa va subir?

—Mira, 198 fue el punto más bajo, Charlie. No digo que vayamos a volver al 381, pero sí a 300. Estoy convencido.

A partir de ese día, aquel mensaje se convirtió en la letanía diaria de la agencia de Bolsa Master.

—Llegaremos al 300 —se decían unos a otros.

—Llegaremos al 300 —aseguraban a sus clientes—. Lo dice el señor Master.

Al poco tiempo, pareció que Master no se equivocaba. El 30 de abril, el Dow Jones alcanzó un índice de 294.

Hacía una calurosa mañana de agosto y Salvatore Caruso se encontraba a una gran altura. Colocaba ladrillos con rapidez y precisión, pero apenas prestaba atención a su labor. Cada pocos minutos bajaba la vista, escrutando la calle por si apreciaba algún indicio de novedad.

Ello no se debía a que no le gustara su trabajo. Durante los dieciocho meses previos había estado en varias obras, y aquélla era la más interesante. Se encontraba en la Quinta Avenida, junto a la calle Treinta y Cuarto. A principios de año, aquel solar estaba todavía ocupado por la magnífica mole del hotel Waldorf-Astoria. En marzo, sólo quedaba un enorme socavón de doce metros de profundidad. Ahora del lecho de roca del suelo surgía con asombrosa velocidad el rascacielos que iba a superar a todos los que se habían construido hasta entonces.

El Empire State.

Todo lo relacionado con aquel proyecto era desmesurado. El promotor, Raskob, había salido de la nada hasta convertirse en el hombre de confianza de la poderosa familia Du Pont y presidente de la comisión financiera de la General Motors. El gestor, Al Smith, aún era pobre, pero había sido gobernador de Nueva York por el partido Demócrata y hasta podría haber sido elegido presidente de Estados Unidos de no haber sido católico. Ambos eran personas extravagantes. Detestaban la hipocresía de la Ley Seca y amaban los retos.

Si Walter Chrysler creía que aquella ingeniosa estratagema de la aguja de acero inoxidable iba a coronarlo rey de la silueta de Nueva York, andaba errado. El edificio Empire State iba a superarla dentro de bien poco.

Salvatore llevaba un par de años trabajando con el mismo equipo de albañiles. Se trasladaban juntos de una obra a otra y eran conocidos como una buena cuadrilla. Se llevaban bien, pero a veces, pese a todo lo que había ocurrido entre ellos, añoraba los tiempos en que trabajaba codo con codo con Angelo.

Volvió a escrutar la calle. De hecho, aguardaba noticias de Angelo.

La obra estaba organizada a la perfección. A fin de no ocasionar molestias a los residentes de la Quinta Avenida, la calzada se mantenía siempre despejada. Cada mañana, siguiendo un estricto horario, los camiones llegaban por una calle y se iban por la otra, mientras los obreros se apresuraban a subir la carga hasta el piso donde se necesitaba.

Los materiales provenían de muy variados lugares. Las vigas las traían de Pittsburg, la piedra caliza de Indiana, la madera de la costa del Pacífico, el mármol de Italia y de Francia, y cuando los proveedores de aquellos países no alcanzaban a cubrir la demanda, los constructores compraron la totalidad de una cantera en Alemania.

Lo más espectacular de todo era la velocidad con que se trabajaba. A medida que la vasta estructura de acero iba ascendiendo con regularidad hacia el cielo, los albañiles y canteros llegaban justo detrás. El Empire State Building subía a un ritmo de casi una planta por día.

Justo en ese momento, unos pisos más arriba, a la izquierda, apareció a la vista una gran viga de hierro. Sentados a horcajadas en ella había un par de hombres.

—Ahí van los indios —señaló uno de la cuadrilla.

En la obra empleaban a bastantes indios mohawk. Medio siglo atrás, familias enteras de ellos habían aprendido el arte de trabajar con el hierro en los puentes de Canadá. Ahora habían acudido desde su reserva para trabajar en los rascacielos de Nueva York. A Salvatore le gustaba mirar cómo los mohawk permanecían tranquilamente sentados en las vigas mientras las proyectaban encima del vacío a alturas de vértigo. Desde allí las orientaban hacia los diferentes puntos del impresionante armazón del edificio, donde los remachadores, organizados en grupos de cuatro, las fijaban causando un ruido ensordecedor. Los mohawk y los remachadores se encontraban entre los obreros mejor pagados de la obra.

La paga diaria que Salvatore recibía por sus funciones de albañil era ya de por sí excelente: más de quince dólares por día. Y lo más importante era que tenía un empleo, porque, por aquel entonces, había muchos hombres en su plenitud de fuerzas que no conseguían trabajo.

Era una curiosa paradoja. Justo cuando el Empire State Building había iniciado su andadura hacia el cielo, el país había comenzado a tambalearse. Sin que se produjera ninguna otra crisis bursátil —puesto que no hubo ningún crack repentino— igual que un boxeador a quien comienzan a flaquearle las piernas después de haber recibido una andanada de contundentes golpes, la poderosa economía estadounidense había comenzado a decaer.

Desde su subida de abril, la Bolsa no había vuelto a recuperarse. Cada día, mientras el Empire State Building subía un piso más, el mercado iba bajando. No mucho, sólo un poco. Pero día tras día, semana tras semana, la Bolsa seguía bajando. Se había quedado sin defensas; había renunciado a luchar; ya no veía ningún motivo para recuperarse. Llegado el verano, el crédito escaseaba. Las empresas despedían a sus empleados; muchas quebraban. Sin aspavientos, de manera constante, el descenso seguía, imparable.

Mucha gente afirmaba, por supuesto, que las cosas mejorarían pronto, que el mercado estaba entonces infravalorado y que la economía mantenía su solidez. Como los cuidadores instalados en su rincón, gritaban a su púgil que mantuviera la guardia alta, pero el púgil perdía terreno y parecía haber cedido al desánimo. Dondequiera que se ofrecía trabajo se formaban largas colas de aspirantes.

A las once, Salvatore reparó en un Rolls-Royce plateado que circulaba por la Quinta Avenida. Acordándose de la señora del Rolls plateado que los había llevado aquella vez a él y a Anna a Gramercy Park, se preguntó si sería la misma persona.

Ciertamente era la misma. Muchos metros más abajo, Rose conversaba con una amiga.

—Cuando pienso en la pobre señora Astor (en la señora Astor de verdad, claro) y en ese hotel que pusieron en su casa… Como si aquello hubiera sido poco, ahora resulta que están construyendo esta enorme y horrenda mole… —Volvió la cabeza hacia otro lado—. No quiero ni mirarlo —declaró.

A la hora de la comida, la mayoría de los trabajadores bajaban a la base del edificio, donde habían organizado una excelente cafetería. Sólo los obreros italianos se mantenían al margen, porque para ellos sólo era comestible la comida italiana preparada por italianos. Ellos se llevaban la comida cocinada de casa.

Salvatore acababa de colocar unas lonchas de jamón y mozzarella encima de una rebanada de pan cuando volvió a mirar por encima del borde del edificio. Unos pisos más abajo, los canteros trabajaban en la fachada exterior, en unos tablones suspendidos desde arriba. Justo debajo de él había otra hilera de andamios colgados destinada a contener cuanto pudiera caer, y unos quince pisos por debajo de ésta había una segunda línea de red. Hasta el momento se habían producido muy pocas lesiones en la obra. Nadie había caído hacia el exterior.

Seguía observando la red de abajo cuando reparó en el tío Luigi, que permanecía parado en medio de la Quinta Avenida, exponiéndose a los peligros del tráfico. Agitaba los brazos como un poseso.

La noticia se había producido. Salvatore tardó muy poco en llegar junto a su tío, quien lo recibió con un abrazo y un beso en ambas mejillas.

—Ha nacido, Salvatore. Todo ha ido bien.


Bene
. ¿Otra niña?

Angelo y Teresa habían tenido una niña un año después de casarse, a la que habían puesto Anna.

—No, Salvatore. Es un niño. Un niño para la familia Caruso.


Perfetto
. Beberemos a su salud esta noche.

—Más te vale —aprobó con una gran sonrisa el tío Luigi—. Lo van a llamar Salvatore. Quieren que tú seas el padrino.

William Master no fue directamente a casa esa tarde. Mientras caminaba, se detuvo junto a la catedral de Saint Patrick. En aquel momento, la ciudad presentaba un aire un tanto desordenado… adonde quiera que uno mirase, parecía toparse con una obra. En la Treinta y Cuatro, el Empire State Building era el edificio más alto que se estaba gestando, pero el solar de construcción más extenso era sin duda el enorme complejo que ocupaba tres manzanas, desde la Quinta Avenida a la Sexta, cuyo único promotor era John D. Rockefeller Junior. Aunque no abrigaba dudas de que cuando estuviera acabado sería un portento de elegancia, Master se decía que durante los años que exigiría su construcción la zona de delante de Saint Patrick sería más bien caótica.

En la calle Cincuenta y Dos torció en sentido oeste y recorrió unos metros hasta llegar a una puerta del lado norte de la calle. Necesitaba una copa.

Pese a que aún no había transcurrido un año desde que abrió, el Club 21 era ya un establecimiento que toda persona avezada en bares se preciaba de conocer. Charlie le había llevado poco después de su inauguración, ya que sus propietarios eran los dos jóvenes que antes regentaban el bar clandestino Fronton del Village. Tras desplazarse a la parte alta se habían acabado instalando en el 21 de la calle Cincuenta y Dos Oeste, una dirección de mucha más categoría que la de su negocio inicial.

En la gran sala de abajo, uno se podía sentar en uno de los compartimentos contiguos a la pared y tomar una copa en paz. Si el Club 21 recibía alguna redada, era difícil que la policía localizara el licor, ya que lo tenían detrás de una puerta metálica de dos toneladas y media que quedaba escondida en el sótano de la casa de al lado.

William permaneció sentado con la copa en la mano, contento de estar solo. Charlie iba a ir a cenar a casa esa noche y le alegraría tenerlo con ellos, pero había cosas que aún no le había contado, cosas que no había contado a nadie.

El mercado no podía seguir bajando de manera indefinida, maldita sea. Pero si no se recuperaba pronto, no sabía qué demonios iba a hacer.

Cuando llegó a casa, Charlie ya estaba allí. Cuando besó a su esposa, ésta le dedicó una cariñosa sonrisa, que agradeció.

Llevaba un mes durmiendo mal. En ocasiones había sido tanta su agitación que se había retirado al sofá de su vestidor para dejar dormir a Rose. Hacía un tiempo que no hacía el amor con ella. Ello se debía en parte a que estaba demasiado cansado; pero últimamente en más de una ocasión lo había intentado y no había podido. Aunque ella se lo tomaba muy bien, a él le acababa de minar la moral.

La cena fue bastante agradable. Hablaron un poco de todo, pero nadie aludió a la Bolsa. De postre tomaron fruta.

—Voy a necesitar otros cien mil dólares para lo de Newport —comentó Rose, como si nada, mientras cortaba una manzana—. No te importa, ¿verdad?

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