Nueva York (40 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

A principios de marzo, John Master se había ido en barco a Carolina con la intención de pasar una temporada inspeccionando la plantación de Rivers. Tres días después de su partida, Mercy se puso enferma. Hudson sospechaba que debía de ser algo que se había contagiado en el asilo para pobres. Llamaron a un médico, pero siguió en cama con fiebre durante varios días seguidos, y pese a los desvelos constantes de Hannah y su mujer, ésta le confió a Hudson que no estaba segura de que su ama fuera a salir de aquélla. Aunque enviaron enseguida una carta a John Master, no había forma de saber cuándo la recibiría. Mientras tanto, Salomon fue al condado de Dutchess a prevenir a Susan.

Lo más conmovedor para Hudson fue el comportamiento de Abigail. Aun cuando sólo tenía trece años, guardó la calma como si fuera una persona mayor. Tal vez las visitas que había dedicado a los enfermos en compañía de su madre la habían preparado para aquella experiencia. Durante las peores fases de fiebre de su madre, se turnaba con Hannah para ayudarla. Para cuando su hermana llegó del condado de Dutchess, la fiebre había remitido un poco. Entonces Abigail se sentaba junto a la cama de su madre, le enjugaba la frente y le hablaba con ternura, haciéndole compañía hora tras hora.

Susan era una mujer enérgica y práctica, que ya tenía dos hijos y otro en camino. Se quedó en la casa una semana y fue agradable tenerla allí, pero en cuanto tuvo la certeza de que su madre estaba fuera de peligro, dijo que debía volver con su familia. Y tal como señaló, sin faltar a la verdad, nadie podía ser un mejor sostén para su madre de lo que era Abigail.

Transcurrió casi un mes hasta que John Master regresó, desconsolado. Al entrar en el dormitorio se encontró, no obstante, a su esposa sentada en la cama, pálida pero muy mejorada, escuchando con una sonrisa lo que le leía Abigail. Aun así, durante semanas, Mercy continuó pálida y desfallecida, y Hudson advirtió con pena la tensión y preocupación patentes en la cara de John Master.

Además de la inquietud que le causaba la familia Master, Hudson tenía también otros motivos de intranquilidad. No sabía muy bien cuándo empezó, pero aquella primavera había comenzado a advertir un cambio en Salomon. ¿Por qué de repente tenía aquella actitud desafiante con él? Le preguntó a su esposa.

—Yo no tengo problemas con Salomon —le aseguró Ruth—, aunque me parece que a su edad, los chicos suelen enfadarse con el padre.

Probablemente tenía razón, pero, aparte, había tomado la costumbre de desaparecer. Al principio Hudson supuso que salía a cortejar a las muchachas, pero una noche oyó que Salomon se jactaba con su hermana Hannah de haber efectuado una correría en la ciudad con Sam White y un grupo de jóvenes integrantes de los Hijos de la Libertad.

Hudson dedujo fácilmente dónde los había conocido. Master mandaba a veces a Salomon a trabajar en el almacén del puerto, donde había toda clase de obreros.

—No quiero que vayas con esos Chicos de la Libertad —le prohibió a su hijo—. ¿Qué diría el señor Master si se enterase?

—Quizás un día al señor Master lo expulsen de la ciudad —replicó con descaro Salomon—. Entonces no tendrá importancia lo que él piense.

—No vuelvas a hablar así —le ordenó—. Y no vayas por ahí hablando de los negocios del señor Master.

Aunque no quería hablarle a Master del incidente, trató de hallar una manera de mantener a Salomon alejado de las malas compañías. A comienzos de abril sugirió a su patrono que Salomon tal vez podría ir a trabajar una temporada para su hija Susan en el condado de Dutchess. Master dijo que lo pensaría, pero que en ese momento no podía prescindir de Salomon.

Hudson no pudo hacer gran cosa más.

Después de su regreso, John Master escribió sin tardanza una carta a James para informarle de la enfermedad de su madre. Mientras permanecía acostada, ésta se preguntaba en voz alta, casi todos los días, cuándo volvería a ver a su hijo. John le expuso sin rodeos que, como mínimo, era hora de que fuera a visitarlos. Después no le quedó más opción que esperar, puesto que habrían de transcurrir muchas semanas ante de que le llegara una respuesta de Londres.

Entre tanto, en la colonia reinaba una gran agitación. Curiosamente fue Benjamin Franklin quien ocasionó el siguiente enfrentamiento, y lo más curioso aún fue que lo hizo con el propósito de calmar los ánimos.

Unos años atrás, un oficial del Ejército real llamado Hutchinson había mantenido correspondencia con un amigo de Massachusetts. Encolerizado por las dificultades con las que se topaba, le decía en las cartas que sería mejor recortar las libertades inglesas en las colonias para tener garantías de mantener a América bajo el dominio británico. Franklin descubrió por casualidad las cartas en Londres y como aún creía en el glorioso destino imperial británico, las mandó en privado a algunos amigos de América. No lo hizo con la intención de soliviantar los ánimos, sino para advertirles de la clase de reacción que su intransigencia provocaba. Fue un terrible error de cálculo. Sus amigos de Massachusetts publicaron las cartas de Hutchinson ese verano.

En las colonias se armó un gran revuelo. Aquello se interpretó como la prueba tangible de que los ingleses querían destruir las libertades americanas. Casi en el mismo momento, el Gobierno británico aplicó una medida en la que pudieron concentrar su rabia.

Todo partía de un sencillo problema relacionado con otra zona del Imperio. La poderosa Compañía de las Indias Orientales se había puesto en un apuro.

«Tienen enormes excedentes de té almacenados —le explicó por carta Albion a Master—, y no saben cómo colocarlos». Como suele ocurrir cuando las grandes empresas comerciales incurren en una mala gestión, la compañía apeló al gobierno para que la sacara del trance. La solución propuesta fue inundar de té el mercado americano. «Hasta que se hayan deshecho de las existencias, esto será perjudicial para los comerciantes como vos, que no podréis competir —escribía Albion—. Aunque no hay duda de que el mercado americano puede absorber toda esa cantidad de té».

El problema era que el té aún conservaba el gravamen que tanto desagradaba a la gente.

—Seguro que lo van a tomar como una conspiración del gobierno —pronosticó, con un suspiro, Master.

Había una solución inteligente, seguía exponiendo Albion, la que propugnaba Benjamin Franklin. «Poned el té en el mercado —aconsejaba a sus amigos de Londres—, pero quitadle el impuesto». Así se liquidarían los excedentes y los colonos tendrían acceso a un té barato. Los comerciantes saldrían perjudicados, pero sólo durante un breve periodo de tiempo, y todos los demás estarían satisfechos.

—¿Lo van a hacer, John? —preguntó Mercy.

—Yo diría que no, porque lo verían como una concesión. Me temo que lo único que podemos hacer es quedarnos con el té y confiar en que haya decisiones más acertadas en el futuro.

—¿Crees que habrá disturbios?

—Probablemente.

Hubo disturbios, en efecto. Cuando llegó la noticia de la aprobación de la nueva Ley del Té ese verano, Sears y los Hijos de la Libertad salieron de inmediato a la calle. Todo aquel que aceptara el té sería un traidor, afirmaron. Master vio con decepción que muchos comerciantes se mostraron de acuerdo con ellos.

—Va a pasar lo mismo que con la Ley del Papel Sellado —se lamentó, rogando por que la llegada de los barcos cargados de té se retrasara lo más posible.

A finales de verano recibieron una carta de James. En ella reservaba tiernas palabras para su madre. A su padre le explicaba que Vanessa y él estaban viendo cuándo podrían realizar el viaje a Nueva York y que tomaría las disposiciones en cuanto pudiera. Aunque era muy afectuosa, la carta dejó insatisfecho a Master. Su deseo era que James no tardara en comunicarle unos planes más concretos.

En otoño empeoró el ambiente en la ciudad. En noviembre, algunos de los Chicos de la Libertad afirmaban que cuando llegaran los barcos con el té, destruirían el cargamento y matarían al gobernador. Los agentes de la Compañía de las Indias Orientales destacados en la ciudad estaban tan asustados que comenzaron a presentar su dimisión. Nueva York aguardaba en medio de un clima de tensión.

Al final la noticia llegó de Massachusetts. En diciembre, por la antigua carretera de Boston se presentó un jinete. Era un platero, un tal Paul Revere, que se mostraba encantado con su provisional papel de mensajero. Las novedades que traía eran bastante asombrosas: los primeros barcos habían llegado a Boston y un grupo de hombres, entre los que se hallaban algunos respetables ciudadanos, se habían introducido en ellos disfrazados de indios y habían arrojado el té al puerto de Boston. Los Hijos de la Libertad estaban alborozados.

—Haremos lo mismo cuando el té llegue a Nueva York —aseguraron.

Los barcos cargados con té no aparecieron, sin embargo. Comenzó un nuevo año. Mercy se resfrió y tuvo que guardar cama un tiempo. Inquieto porque no había recibido noticias de James, John Master volvió a escribirle. Entonces, desde Filadelfia les informaron de que los barcos de té habían llegado allí, pero que les habían impedido atracar en los muelles sin tener que recurrir a la violencia.

—No creo que los barcos de té vengan aquí, gracias a Dios —le dijo en marzo John a Mercy.

En abril mandaron a Hudson al condado de Dutchess. Se fue en un carro cargado de mercancías que John Master quería hacer llegar a su hija mayor, junto con unas valiosas sillas antiguas de la familia y un juego de porcelana que Mercy pensó que a Susan le gustaría tener.

Disfrutó de un placentero viaje. El tiempo era espléndido. Aunque los baches de la carretera obligaban a circular despacio, era agradable seguir la ruta hacia el norte dejando atrás las grandes extensiones costeras de Nueva York y las largas crestas de Westchester para adentrarse en el paisaje más íntimo compuesto de colinas y valles donde tenían la granja Susan y su marido.

La casa era bonita. Por fuera estaba construida con tosca piedra caliza; tenía un techo de doble inclinación y azulejos azules y blancos en torno a las chimeneas. Aquellos hogareños detalles holandeses iban acompañados, no obstante, de una elegante fachada con una doble hilera de cinco ventanas, al estilo georgiano, un vestíbulo central, techos altos y revestimiento de madera en las paredes que proclamaban un sentido de propiedad y abolengo más bien ingleses. Hudson pasó dos noches con Susan y su familia. Viendo la amabilidad con que lo trataron, volvió a pensar que aquél sería un buen lugar para poner a su hijo al margen de posibles complicaciones.

Al llegar a Manhattan se enteró de lo ocurrido con los barcos cargados de té.

—Llegaron dos. El primero dio media vuelta, pero el capitán del segundo dijo que descargaría el té a toda costa, y que ya podían fastidiarse los Chicos de la Libertad. Por poco no lo ahorcaron.

—¿Y qué pasó después?

—Tomaron todos té. Fue un día memorable.

Ya había anochecido cuando llegó a casa. En la cocina encontró sola a Ruth, que lo abrazó con efusión.

—Gracias a Dios que has vuelto —le susurró.

—¿Dónde está Salomon? —preguntó él.

—Chsst. El amo también ha preguntado por él. Yo le he dicho que está enfermo, pero la verdad es que ha salido esta mañana y no lo he vuelto a ver. Ay Hudson, no sé adónde ha ido.

Hudson volvió a salir al patio lanzando una maldición. Suponía adónde había ido Salomon. Después de cruzar el Bowling Green, tomó la avenida de Broadway. Lo más probable era que a aquellas alturas su hijo se encontrara en alguna taberna.

Había entrado a mirar en un par de ellas cuando advirtió a alguien, vestido de indio, que se escabullía por una calleja. Enseguida lo reconoció. Al cabo de un instante, el indio se encontró pegado contra la pared paralizado por una mano de hierro.

—¿Qué has estado haciendo, hijo? ¿Qué te ha tenido tan ocupado todo el día? ¿No estarías tirando té por ahí?

—Puede.

Lo que ocurrió a continuación entre Hudson y su hijo no fue agradable, pero aun así, Salomon no se mostró avergonzado después. Qué diría Master si lo supiera, se escandalizó Hudson.

—¿Y tú qué sabes? —replicó Salomon—. Todo el mundo está de parte de los Chicos de la Libertad ahora, hasta los comerciantes. Yo le he dicho a Sam White que el amo dice que deberíamos aceptar el té —prosiguió—, y Sam ha contestado que es un traidor. Los Chicos de la Libertad van a echar a los casacas rojas y a los traidores de la colonia.

—¿Y a ti y a mí de qué nos va a servir? —planteó su padre—. ¿Crees que los Chicos de la Libertad van a hacer algo por los negros? —Era cierto que, junto con los menestrales más humildes, los marineros, los peones y toda suerte de gente pobre, en las filas de los Hijos de la Libertad había algunos esclavos libertos. Pero ¿qué significaba aquello? Aparte, había otra cuestión que tener en cuenta—: Más vale que tengas presente —recordó con tono sombrío a su hijo— que tú eres un esclavo, Salomon. Si el amo te quisiera vender, nadie podría impedírselo. Ándate con cuidado pues.

Durante el verano de 1774 fue como si el conflicto adquiriera vida propia. Cuando llegó a Londres la noticia de lo ocurrido en Boston, la reacción fue la que era de prever. «Hay que acabar con tanta insolencia y desobediencia», dictaminó el Parlamento británico. Enviaron al general Gage de Nueva York a Boston para gobernar con mano dura el enclave. En mayo, el puerto de Boston estaba prácticamente cerrado. El Parlamento denominó a aquellas medidas de represión las Leyes Coactivas. En las colonias las llamaron «las Leyes Intolerables».

De nuevo Paul Revere cabalgó de Boston a Nueva York, esta vez para recabar apoyo. Sears y los Hijos de la Libertad estaban, como es natural, furiosos por el trato que se daba a Boston, pero también eran muchos los comerciantes que no veían con buenos ojos aquellas duras medidas. Los Hijos de la Libertad ganaban simpatizantes en todos los bandos. Un día, Master vio una larga manifestación de mujeres que desfilaban por Broadway para pedir un embargo comercial. La cólera se exacerbaba día a día. Un oficial británico que se encontró a Sears por la calle tuvo la osadía de pegarle el lomo del sable a la espalda.

Pese a todo ello, Master se alegraba de ver que en las colonias americanas surgían potentes voces que propugnaban la moderación. Hacia finales de verano las demás colonias convocaron un congreso general en Filadelfia, y la Asamblea de Nueva York acordó enviar delegados. Los elegidos para dicho propósito eran, gracias a Dios, personas íntegras y educadas: Livingston el presbiteriano, John Jay el abogado, un rico comerciante irlandés llamado Duane y otros más. La celebración del congreso estaba prevista para septiembre.

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