Nueva York (42 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

A mediados de marzo, Mercy estaba aún más pálida y demacrada. La naturaleza tenía, empero, la bondad de atraerla hacia un reino de somnolencia cada vez más continua. John se preocupaba por Abigail, que se veía cansada y desmejorada, sin darse cuenta de lo agotado que estaba él mismo. Justo antes de concluir el mes de marzo, una noche en que permanecía sentado al lado de Mercy, ésta le puso la mano en la suya.

—Ya no puedo resistir más, John —murmuró.

—No te vayas —le dijo.

—Ya es hora —repuso ella—. Ya has sufrido bastante.

Al amanecer falleció.

Tres semanas después uno de los empleados del almacén llegó corriendo con la noticia que acababa de llegar de Boston.

—Ha habido enfrentamientos armados. Los patriotas han propinado una soberana paliza en Lexington a los casacas rojas británicos.

John Master salió de inmediato de casa. Pasó una hora tratando de recabar toda la información posible. Al pasar junto al puerto, advirtió que acababa de llegar un barco de Inglaterra. Enseguida reclamó su atención la multitud de hombres arremolinados junto a otro barco que se disponía a zarpar. Con gritos y alaridos, aquellos individuos se afanaban en bajar su carga al muelle.

—¿Qué diantre hacen? —preguntó al barquero.

—Es un cargamento de provisiones para las tropas inglesas. Los Chicos de la Libertad se quieren asegurar de que no las reciban —le explicó el hombre—. Otro grupo ha subido al arsenal para llevarse las armas y la munición. Si las tropas bajan de Boston, encontrarán a nuestros chicos bien preparados —añadió con una sonrisa.

—Pero esto es una revolución —protestó Master.

—Yo diría que sí.

Master aún se planteaba qué podía hacer cuando lo encontró Salomon.

—La señorita Abigail dice que vaya a casa ahora mismo, amo.

—¿Ah, sí? ¿Qué ha ocurrido?

—El señor James acaba de llegar de Londres.

—¿James?

—Sí, amo. Y va con un niño.

—Voy ahora mismo —exclamó Master—. ¿Y su esposa?

—No, amo. No esposa. Han venido solos.

El patriota

C
enaron temprano, James, su padre, Abigail y Weston, el niño. Hudson y Salomon sirvieron la mesa. Observando a su familia, James sentía una mezcolanza de emociones. Las primeras horas posteriores a su llegada habían estado impregnadas de melancolía. Después de la conmoción que se había llevado al enterarse de que su madre había muerto, se reprochó amargamente a sí mismo no haber acudido antes. Entonces, al contemplar a su familia, experimentó de improviso una inmensa oleada de afecto. Allí estaba su padre, tan guapo como siempre. Y Abigail, la hermanita a la que apenas conocía, que a punto de cumplir los quince años se estaba convirtiendo en una mujer. Con qué alegría y esperanza lo había recibido… y qué instinto de protección había despertado en él…

Y Weston. James había advertido cómo a su padre se le enternecía la expresión y se le iluminaba la mirada al ver al niño. Con su pelo rubio y sus ojos azules, Weston parecía una versión en miniatura de su abuelo.

Tenían mucho que contarse. James quiso saber cómo estaban su hermana Susan y su familia, de modo que acordaron ir lo antes posible a visitarlos al condado de Dutchess. Luego él les contó novedades sobre los Albion y las noticias recientes de Londres. Sólo había una persona de quien no habían hablado aún.

—Sentimos no tener el placer de acoger a tu esposa —dijo por fin su padre.

—Ah, sí. —Vanessa. A su llegada, James les había explicado brevemente que, debido a la premura con que habían tenido que preparar el viaje, no había sido posible que lo acompañara su esposa. Faltaba añadir algo. Entonces, tras dedicar una ojeada a su hijo, sonrió alegremente, como si su ausencia fuera lo más natural del mundo—. Vanessa espera tener ese placer más adelante.

Se abrió una pausa mientras todos esperaban que aclarase algo más, pero no fue así.

—¿Piensas quedarte mucho tiempo, James? —preguntó Abigail.

—No estoy seguro.

—También los tiempos son inseguros —apostilló con aire lúgubre su padre.

Después de aquello James llevó la conversación hacia otros temas más livianos. Se interesó por los detalles de la vida de Abigail, sus pasatiempos preferidos o los libros que leía. Todos elogiaron mucho al pequeño Weston.

Sólo al cabo de un rato, una vez que Abigail se hubo llevado a Weston a la cama, cuando se encontraron a solas, padre e hijo pudieron conversar sin trabas sobre los asuntos que afectaban a las colonias.

John Master le expuso con detenimiento lo ocurrido en Lexington. Pensaran lo que pensasen los bostonianos, apostilló, aquello había sido sólo una escaramuza entre los patriotas y una pequeña fracción del ejército que no tendría ninguna incidencia en la globalidad de los enfrentamientos, puesto que los soldados británicos estaban mucho mejor entrenados. En cuanto al pillaje de los suministros y de las armas perpetrado en Nueva York, se trataba de actos de rebeldía por los cuales tendrían que rendir cuentas sus autores.

—Aunque debo explicarte la situación que sirvió de telón de fondo a estos sucesos —añadió.

Entonces repasó los últimos años de la historia de la colonia, describiendo con franqueza la ineptitud de los gobernadores reales y los efectos de la rigidez de la postura de Londres combinada con la obstinación de los bostonianos. Le habló de la decadencia de la Asamblea, de la creciente influencia de los Hijos de la Libertad, de los disturbios, de su encuentro con el viejo Eliot Master y de sus relaciones con el capitán Rivers y Charlie White. Su exposición fue meticulosa, clara y equilibrada.

Bajo aquella comedida fachada, James percibió no obstante el dolor de su padre. Todo aquello en lo que él creía parecía sometido a asedio. La brutalidad con que su antiguo amigo Charlie White se había vuelto contra él parecía haberle afectado en especial. Era evidente que en medio de toda aquella agitación y sin el consuelo de su esposa, John se encontraba solo y sentía incluso temor.

—Me alegra mucho que estés aquí —concluyó John—. Como una familia leal, debemos decidir qué vamos a hacer.

—¿Qué tenías pensado tú?

Su padre se abstrajo un momento y después exhaló un suspiro.

—Te confesaré algo —contestó—. Cuando estuvo aquí el capitán Rivers, me preguntó si había pensado en ir a vivir a Inglaterra. En ese momento me quedé asombrado de que se le ocurriera algo así. Hace ya bastantes generaciones que nos instalamos aquí. De todas maneras, si las cosas no mejoran, por el bien de tu hermana, te confieso que casi estoy por pensar si no deberíamos volver a Londres.

Sin expresar una opinión concreta al respecto, James formuló varias preguntas a su padre, trató de reconfortarlo y le prometió que trataría aquellos asuntos en los días venideros.

Cuando se disponían a retirarse a sus dormitorios, su padre lo detuvo de improviso.

—No quiero ser indiscreto, James, pero me ha extrañado que tú y Weston vinierais sin su madre. ¿Te llevas bien con tu esposa? ¿No quieres contarme nada?

—No, padre, por ahora no tengo nada que decir.

—Como quieras —aceptó con gesto preocupado John.

Tras darle las buenas noches, James se refugió en su habitación, contento de poder evitar más preguntas. El tema de Vanessa no era lo único que deseaba evitar. Había algo más que había ocultado a su padre.

A la mañana siguiente, acababan justo de desayunar cuando Hudson acudió con una noticia.

—Salomon dice que hay mucha gente desfilando por Wall Street.

Para cuando James y su padre llegaron, la calle estaba saturada con la presencia de miles de personas. El centro de interés era el ayuntamiento, por lo visto. Llevaban un momento allí cuando los abordaron dos hombres. John presentó a su hijo a John Jay, el abogado, y a un robusto individuo vestido con un reluciente chaleco que resultó ser Duane, el comerciante.

—¿Qué ocurre? —preguntó John Master.

—Quieren que armemos la ciudad para luchar contra los británicos —explicó Jay.

—¡Indignante! —gritó Master.

—¿Qué vais a hacer? —inquirió James.

—Darles lo que quieren, creo —repuso tranquilamente Jay.

—¿Justificáis la rebelión armada? —exclamó Master, antes de mirar a James, como diciéndole: «fíjate a dónde hemos ido a parar». Luego, volviéndose hacia Jay, señaló la multitud—. ¿Es esto lo que queréis vos y los vuestros?

James observó con atención al abogado patriota preguntándose cuál sería su actitud. En ese preciso momento, entre el gentío brotó un clamor.

—¿Los míos? —John Jay miró con desdén a la muchedumbre—. He aquí una repugnante chusma —declaró fríamente.

—Y sin embargo estáis dispuesto a encabezar su causa —objetó Master.

—Lo que hay en juego es una cuestión de suma importancia —contestó el abogado.

—Tenemos que hacerlo, Master —intervino Duane—. Es la única manera de controlarlos.

John sacudió la cabeza con incredulidad.

—Volvamos a casa, James —dijo.

Pero James no quería regresar todavía. Después de asegurar a su padre que lo haría al cabo de un rato se quedó por la zona, observando a la gente concentrada en la calle. Luego dio una vuelta por la ciudad, deteniéndose de vez en cuando para charlar con los vendedores y otras personas que encontró: un cordelero, una florista, un par de marineros y un par de comerciantes. A media mañana, entró en una taberna y se quedó sentado escuchando las conversaciones. Al concluir la mañana, tuvo la certeza de que el plan que había ideado era correcto.

Era media tarde cuando entró en la taberna denominada Hampden Hall. Allí consultó al dueño, que le indicó una mesa en la que había sentados dos hombres. Tras acercarse a ellos, dirigió la palabra al de mayor edad.

—¿Señor White? ¿Señor Charlie White?

—¿Quién pregunta por mí?

—Me llamo James Master. Creo que conocéis a mi padre.

Charlie enarcó una ceja, sorprendido.

—¿Y qué queréis de mí? —preguntó con suspicacia.

—Hablar un momento con vos. —James posó la mirada en el otro hombre, que debía de tener más o menos su edad—. ¿No seréis Sam? —Como el otro repuso que probablemente sí, James asintió—. El caso es, caballeros, que creo que os debo disculpas a ambos. ¿Puedo sentarme?

James no tardó en explicarles que, hacía ya muchos años, su padre le había indicado que fuera a casa de Charlie para conocer a Sam y que pese a su intención de ir, había ido postergándolo, hasta que al final mintió a su padre.

—Ese tipo de cosas que a veces hacen los chiquillos —reconoció con tristeza—. Mi padre siempre supuso que yo había ido a veros. Y más tarde, cuando me encontré con vos, señor White, dejé que pensarais que él nunca me había dicho siquiera que fuese. —Se encogió de hombros—. Por eso, como decía, creo que os debo disculpas a vos y a vuestro padre.

Sam miró a su padre, que se mantuvo en silencio.

—Ahora que soy mayor, tampoco hago mejor las cosas, por lo visto —prosiguió James—. Mi padre me pidió una y otra vez que volviera a casa, para ver a mi madre, y yo no vine. Ahora que por fin estoy aquí, me encuentro con que es demasiado tarde. Ella murió durante mi viaje.

—Vuestra madre era una mujer bondadosa —declaró Charlie—. Siento que haya muerto. —Abrió una pausa—. Pero eso no significa que sea amigo de vuestro padre.

—Lo sé.

—Vos y él siempre seréis leales. Yo y Sam somos patriotas. Tal como lo veo yo, seguramente lucharemos unos contra otros dentro de poco.

—Puede que sí, señor White. O puede que no. Hay algo más que ignoráis.

—¿Qué?

—Yo no soy leal, señor White. Soy un patriota.

Vanessa

J
ames Master jamás habría imaginado, a su llegada a Londres, que un día se casaría con Vanessa Wardour.

De hecho, cuando se celebró la boda, todo Londres se quedó asombrado. El joven colono era apuesto, desde luego, y heredero de una considerable fortuna, pero la hermosa Vanessa Wardour se encontraba en la cúspide del círculo aristocrático. Seguro que lo convertiría en un caballero rural, en un hombre refinado, pensaban todos. No obstante, al margen de lo que hiciera su esposa, el joven Master no consideró que fuera una gran suerte pasar, casi de la noche a la mañana, del anonimato colonial a los selectos ambientes de la flor y nata del imperio.

James estaba muy orgulloso de ser británico. Así lo habían educado. Cuando sus padres lo llevaron a Londres, escuchó encantado la descripción del destino imperial que trazaba el gran Benjamin Franklin. Para él había sido una maravillosa experiencia poder ir a Oxford, disfrutar de sus majestuosos patios y monumentos e impregnarse del conocimiento de la Grecia y la Roma antiguas, tal como correspondía a un perfecto caballero inglés.

Lo cierto era que cuando los ingleses paseaban por las clásicas calles y plazas londinenses o iban a tomar los baños termales en Bath, cuando los aristócratas viajaban por Italia y a su regreso encargaban la construcción de casas de campo de estilo palladiano, o cuando los políticos daban exquisitos discursos trufados de expresiones en latín, se consideraban en cierto modo como los legítimos herederos de la antigua Roma. En aquella época de expansión del Imperio británico era estupendo ser un caballero inglés, desde luego, y era comprensible que los jóvenes que disfrutaban de aquella posición experimentaran un cierto sentimiento de superioridad.

También era natural que, al plantearse la gestión de sus extensos territorios, los ingleses buscaran inspiración en el modelo del poderoso Imperio romano. ¿Y cómo se había gobernado éste? Desde Roma, por supuesto. Después de la conquista de las provincias y el establecimiento de la
pax romana
, se enviaban gobernadores para dirigirlas. Los bárbaros salían ganando con el aporte de la civilización y quedaban agradecidos por ello. ¿Qué más podían desear? En lo tocante a las leyes e impuestos, la toma de decisiones recaía en el emperador, el Senado y el pueblo de Roma.

Para el joven James Master fue una espléndida experiencia pasar a formar parte de aquella rutilante élite.

Claro que, de vez en cuando, le recordaban que su posición era ambigua. Podía tratarse de un comentario efectuado a la ligera por algún compañero de Oxford: «Vamos, Master, condenado provinciano…». O de una expresión de amistad: «Da igual que James sea un colono. Aun así, lo aceptamos como a uno más». Muchas palabras, emitidas en son de broma, sin ninguna mala intención, le demostraban que, de todas maneras, en el fondo los jóvenes caballeros británicos no consideraban como igual a un americano. James tomaba por el lado bueno alguna que otra burla. En realidad, éstas no hacían más que acentuar su determinación de pasar a formar parte del exclusivo club británico.

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