Corría tan rápido como podía, mirando con frenesí a su alrededor, por si encontraba a alguien en la calle que dispusiera de autoridad para poder detener aquel horrorosa vejación. Al llegar a la puerta del fuerte, se precipitó hacia el centinela.
—¿Dónde está vuestro superior? —gritó—. Necesito un oficial.
—No hay ninguno —respondió el hombre.
—Mi padre… lo van a recubrir de brea y de plumas.
—Probad en el ayuntamiento —sugirió con un encogimiento de hombros.
—¡Maldita sea! —gritó.
Luego dio media vuelta y se puso a correr por la avenida Broadway.
Había recorrido unos cien metros cuando vio el carro. Se encontraba parado en medio de la calle, mientras el carretero charlaba con un transeúnte. Abigail no dudó un segundo.
—¡Socorro! —gritó al carretero—. Al ayuntamiento —pidió, jadeante, cuando éste se volvió—. Llevadme, por favor. Van a ponerle brea y plumas a mi padre.
Por suerte, el carretero no vaciló ni un instante. Le tendió un fuerte brazo para ayudarla a subir. Al mirarlo a la cara, tuvo la impresión de haberlo visto antes, pero no supo dónde. Sin decir ni una palabra, arreó el caballo y el carro se puso rápidamente en marcha, pero en lugar de seguir en dirección norte, dio media vuelta.
—Al ayuntamiento —gritó—. Por el amor de Dios, al ayuntamiento.
El carretero no le hizo caso.
—Si queréis salvarlo, señorita Abigail —le dijo luego de improviso—, agarraos bien al asiento.
Abigail todavía trataba de comprender lo que ocurría cuando entraron en Beaver Street. Al ver el gentío, en lugar de aminorar el paso, el carretero siguió directamente, obligando a dispersarse a los mirones. Su padre estaba aún en lo alto de las escaleras. Aquellos individios le habían embadurnado ya el pecho y la espalda y se disponían a embrearle los pies. Entonces se volvieron a mirar, sorprendidos por la interrupción.
—¡Parad ahora mismo! —gritó con aspereza el carretero, como si tuviera la certeza de que lo iban a obedecer.
El que sostenía el cepillo embreado titubeó y el que aguantaba el cubo lanzó una maldición.
—Es un maldito espía del partido conservador —alegó.
El carretero accionó con tanta rapidez el látigo que Abigail apenas lo vio. Un segundo después, el individuo del cubo soltó un alarido al recibir el latigazo en la mano. El cubo cayó al suelo, derramando la brea por las escaleras.
—¿Me estás llevando la contraria? —preguntó el carretero.
—No, Charlie —contestó el hombre del pincel—. No te llevamos la contraria.
—Mejor —dijo Charlie—, porque ésta es la casa de James Master, el oficial patriota, y está bajo protección. Al que moleste a la gente de esta casa… —No tuvo necesidad de terminar la frase.
—De acuerdo, Charlie, lo que tú digas —acató el individuo del cepillo—. Vámonos, chicos.
Los intrusos desfilaron hacia la calle. Entonces Charlie paseó la mirada sobre los curiosos e hizo restallar el látigo en el aire. Enseguida comenzaron a dispersarse.
—Será mejor que vayáis a atender a vuestro padre, señorita Abigail —le dijo Charlie en voz baja, ayudándola a bajar.
Cuando llegó a lo alto de las escaleras, el carro ya se alejaba. Charlie no se volvió a mirar.
Después de aquello no volvieron a importunarlos, aunque a su padre lo dejó muy asombrado la intervención de Charlie White. Dos días después, Abigail vio al carretero en la calle y lo hizo parar.
—Mi padre quiere daros las gracias —le dijo.
Charlie negó con la cabeza.
—De todas maneras no tiene nada que ver con él —contestó con sequedad, antes de proseguir camino.
Un mes después de aquello, James volvió muy ufano de Boston, gracias a Dios. El general Howe y sus chaquetas rojas se habían visto obligados a evacuar Boston y trasladarse a Nova Scotia. Washington lo había nombrado capitán. Abigail continuó teniendo presente, no obstante, la humillación infligida a su padre, lo cual acentuó su actitud protectora para con la familia.
—Y bien, Abby, ¿ahora qué eres, leal o patriota? —le preguntó alegremente un día su hermano.
—Me parece que Weston se ha resfriado —replicó, eludiendo la pregunta—. Será mejor que no salga hoy.
A veces era difícil saber quién gobernaba Nueva York. El gobernador real y la antigua Asamblea eran letra muerta. Normalmente había un Congreso provincial patriota liderado por hombres como Livingston, pertenecientes a la antigua élite. El Congreso de Nueva York mantenía su moderación, confiando que se alcanzara un acuerdo. No obstante, en las calles de Nueva York eran los Chicos de la Libertad quienes decidían sobre todo.
Los preparativos para la guerra proseguían. Por más que los británicos se encontraran en Nova Scotia, todo el mundo sabía que iban a volver. Los soldados patriotas llegaban en masa, y los Chicos de la Libertad se refocilaban disponiendo de las casas de los leales fugitivos para alojarlos. El centro universitario King’s College, antiguo bastión del Partido Conservador, lo habían transformado prácticamente en un cuartel. Los terrenos comunales próximos a la casa de Charlie White se llenaron de tiendas. Cuando éste y los suyos insistieron en que había que emplear a todos los hombres disponibles en la construcción de las nuevas defensas de la orilla del río, incluso John Master acabó accediendo a enviar a Salomon.
—Si con eso te vas a sentir mejor, te diré —le confió James— que el general Lee no cree que podamos conservar la ciudad. Los barcos británicos pueden entrar en el puerto y hacernos trizas si quieren. De todas maneras, él cree que antes es mejor que luchemos como leones.
—¿Y Washington? —preguntó su padre.
—Sus instrucciones son que resistamos.
—Pues corre la voz —explicó con cierta guasa John a Abigail— de que el Congreso provincial tiene previsto abandonar la ciudad en cuanto aparezcan los británicos.
—¿Adónde van a ir?
—A White Plains seguramente. Eso queda a unos cuarenta kilómetros al norte. Desde allí, supongo que pueden saltar sin peligro en una u otra dirección —añadió, sonriendo.
A mediados de junio llegó otra carta de Albion, que les hizo llegar en aquella ocasión un mercader de la compañía de las Indias Occidentales. En ella daba detalles sobre el imponente ejército que ya estaba en camino y sobre los comandantes británicos: el general Howe, comandante general de las fuerzas junto con su hermano, el almirante Howe, al frente de la marina; el general Clinton, un competente militar que se crio en Nueva York; Cornwallis, también muy competente, aunque impulsivo. También aportaba a Master una información de gran interés: los hermanos Howe recibirían un cuantioso estipendio adicional por negociar una paz satisfactoria. «De modo que deben ocuparse de la guerra y procurar a la vez la paz».
«No sé si ya hice anteriormente mención de otra curiosa circunstancia: que los hermanos Howe son también primos del Rey. Ello se debe a que el bisabuelo del Rey tenía una hermanastra bastarda… con quien estaba tan unido que muchos aseguraban que también era su amante. Sea como fuere, dicha dama se casó y su hija, convertida en lady Howe, dio a luz a nuestro general y almirante. El Rey les tiene un gran aprecio y los llama primos. Se podría decir pues que esta expedición americana es un asunto casi de familia».
Albion aseguraba a Master que aquel ejército sería tan poderoso que la victoria debía llegar sin tardanza y que en Inglaterra daban por sentado que los colonos americanos eran demasiado blandos para luchar. La carta acababa con una sorprendente noticia.
«También debo deciros que mi hijo Grey acompaña al ejército que se dirige a América. Aunque yo era reacio, me ha convencido para que le comprara un cargo de oficial. Ruego por que no le ocurra ningún mal y espero que tenga la oportunidad de venir a veros. Quién sabe, quizás él y James coincidan en el mismo regimiento».
Cuando su padre le enseñó la carta, Abigail la leyó con asombro.
—Por lo visto, el señor Albion no sabe que James se ha vuelto patriota —señaló—. Y sin embargo tú le has escrito varias veces desde que nos lo contó. ¿No se lo has dicho?
—Debí de olvidarme. —La miró con pesadumbre—. Confiaba en que James cambiara de idea.
—¡Ay, papá! —exclamó ella, besándolo.
La última semana de junio, Abigail asistió a una conversación entre su padre y su hermano que la llenó de orgullo.
Desde mayo, el Congreso continental de Filadelfia había venido reuniéndose para plantearse la redacción de una declaración conjunta de los motivos de sus acciones y de sus objetivos futuros. Cuando solicitaron el envío de delegados a la totalidad de las trece colonias, los moderados del congreso de Nueva York lo hicieron sin gran entusiasmo. No obstante, las personalidades que se reunieron para tratar la cuestión no eran radicales exaltados, sino sensatos comerciantes, granjeros y abogados, que en muchos casos mantenían lazos personales con Inglaterra. Muchos habían estudiado en las mejores universidades de América, como Harvard, William and Mary, Yale y Princeton, en Nueva Jersey. Un caballero sureño se había educado con los jesuitas en Francia. Tres de los delegados habían estado incluso en las universidades escocesas de Edimburgo y Saint Andrews; dos se habían graduado en Cambridge, otro en Oxford; y seis más habían ido al colegio o estudiado en Inglaterra. A ellos había que sumar Benjamin Franklin, el antiguo imperialista, que había vivido en Inglaterra durante veinte años seguidos.
Sus lumbreras principales estaban ahora comprometidas con la causa de la independencia, ciertamente. John Hancock, el hombre más rico de Boston, se había distanciado hacía tiempo del Gobierno británico, aunque más a cuenta de sus impresionantes actividades de contrabando que a causa de una profunda cuestión de principios. Jefferson, el glorioso heredero de la Ilustración europea, y John Adams, el erudito abogado, habían llegado a la conclusión, después de un largo periodo de reflexión, de que la independencia era necesaria. Los otros delegados se mantenían, con todo, en la incertidumbre, y a finales de junio desde Filadelfia llegó la noticia de que las colonias no habían alcanzado todavía un acuerdo.
La conversación en cuestión tuvo lugar después de la cena.
—Tendrás que perdonarme, querido hijo —la inició con prudencia Master—, pero puesto que se prevé que el ejército británico llegue pronto, debo preguntarte algo. Si traen una fuerza abrumadora e infligen una soberana derrota a Washington ¿no se acabará aquí el asunto? ¿No estás implicándote mucho en una vía muy peligrosa?
—No, padre —repuso James—. Puede que perdamos la batalla, pero hasta los generales británicos han advertido al gobierno que ningún ejército puede someter para siempre a un pueblo que quiere ser libre.
—La cuarta parte de la población mantiene seguramente una postura leal todavía, y muchos otros se pliegan según sople el viento. Es posible que los hermanos Howe propongan un pacto que satisfaga a una mayoría de patriotas.
—Es posible, pero todo apunta a que Inglaterra nunca nos dará la verdadera independencia a que aspiramos.
—¿Y qué es lo que queréis crear? ¿Una república?
—Sí, una república.
—No sé si consiguiéndolo llegarías al cabo de todo. Tú que has estado en Oxford sabes de historia más que yo. ¿No acabó desembocando en decadencia la severa República romana? Y en Inglaterra, después de decapitar al rey Carlos, el gobierno de Cromwell acabó siendo una dictadura, de tal modo que los ingleses volvieron a restaurar la monarquía.
—Nosotros deberemos hacer mejor las cosas.
—Loables aspiraciones, hijo, pero ningún país lo ha conseguido nunca.
—Nosotros tenemos fe, padre.
—Yo no, pero da igual. Otra pregunta. El objetivo de la reunión que se celebra ahora en Filadelfia es redactar un documento en el que se declare la intención de las colonias de alcanzar la independencia, ¿no es así?
—Sí.
—¿Por qué es tan importante?
—¿Quieres que te responda con sinceridad?
—Por supuesto.
—Porque si no lo hacemos, los franceses no nos tomarán en serio.
—¿Los franceses? ¿Los franceses son los destinatarios de estos esfuerzos?
—No, nosotros también. Pero para los franceses es algo esencial. Mira, los británicos tienen una marina que controla los mares, pero nosotros los colonos sólo contamos con barcos corsarios. No tenemos ninguna posibilidad contra la armada real. Los franceses, en cambio, mantienen una poderosa flota y cuentan con grandes reservas de armas… En el sur ya están suministrando a los patriotas, aunque en secreto. Nosotros no podemos vencer a los británicos sin el apoyo de los franceses y de su flota. Y por más que disfruten descargando un buen golpe contra Inglaterra, será algo que les costará caro, de manera que no van a arriesgar nada sin tener constancia de que sabemos adónde vamos. Por eso necesitamos una declaración, para demostrar a los franceses que somos personas serias.
—Sois realmente enemigos de Inglaterra —señaló su padre con un suspiro— si os aliáis con su peor enemigo. —John Master sacudió la cabeza—. Y no sólo eso, James. El reino de Francia es una tiranía papista que representa todo cuanto tú aborreces.
—Hay que plegarse a la necesidad, padre.
—Pues no sé si va a dar resultado. No creo que las colonias se mantengan unidas. Son demasiadas las diferencias, sobre todo entre el sur y el norte. En Filadelfia aún no han conseguido ponerse de acuerdo. Georgia ni siquiera envió unos delegados correctos.
—Puede que tengas razón, no lo niego.
Su padre asintió con tristeza, antes de servir más vino a la copa de James. Así siguieron un rato hablando de aquellos graves asuntos, sin elevar en ningún momento el tono. Consciente del dolor que debía de padecer su padre, Abigail admiró su dominio de sí.
James, por otra parte, también tenía que haber realizado un sacrificio, porque podría haberse quedado en Inglaterra defendiendo la causa de los colonos sin incurrir en riesgo alguno para su persona.
El 29 de junio comenzó a llegar la flota británica. Abigail y su padre observaban desde el fuerte. El centenar de barcos, con nueve mil casacas rojas a bordo, fondeados junto a Staten Island componían una impresionante estampa. Los británicos desembarcaron, pero no atacaron de inmediato, seguramente porque aguardaban refuerzos. La ciudad temblaba.
—La milicia de Staten Island se ha pasado al bando de los británicos —confesó, apesadumbrado, James dos días después—. Desde Long Island también llegan barcas cargadas de leales para sumarse a ellos.