Nueva York (84 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Hasta hacía dos años, no obstante, la prensa no había comenzado a atacar aquella red de influencias. Cuando se produjo, el ataque llegó por dos flancos: expresado en palabras, por parte del
New York Times
, y plasmado en las espléndidas viñetas del dibujante Thomas Nast, por parte del
Harper’s Weekly
.

Lo que más temía Boss Tweed eran las viñetas de Thomas Nast. Aunque no supiera leer, aducía, cualquier persona era capaz de comprender los dibujos. Incluso trató de comprar a Nast con medio millón de dólares, pero fue en vano. Y ahora, por fin habían detenido a Boss Tweed.

Theodore no había quedado especialmente satisfecho con el retrato que le hizo a Tweed un par de años atrás. Con su frente despejada y su barba, podría haber pasado por un político obeso más como tantos otros, si bien la luz que entraba en diagonal en el estudio había resaltado ciertos rasgos de agresividad y codicia en su cara. La sesión efectuada con Nast le había resultado más gratificante. Ambos tenían aproximadamente la misma edad y eran de procedencia alemana. El ingenioso dibujante tenía una cara redonda, de asombrosa lisura, que aderezaba con un poblado bigote y una atrevida barba de chivo. Theodore consideró que había captado bastante bien el carácter alegre y burlón del joven.

En cuanto a la fotografía de los juzgados, pese a que representaba el edificio a medio construir, no tenía mayor interés.

—Esto es sólo para atraer publicidad —se quejó a Master.

—La publicidad es buena para tu negocio —le recordó Frank.

—Ya lo sé. Pero ¿no ves lo que va a ocurrir? La gente se fijará en las fotos de Tweed porque ha salido en las noticias de hoy y no prestará atención a las obras importantes.

—Primero te tienes que forjar un nombre —alegó su mecenas—. Lo demás vendrá solo.

—No voy a pasar por eso.

—Theodore, te pido que lo hagas. El resto de las fotografías que quieres exponer están allí. La gente las verá, te lo prometo. —Hizo una pausa—. Para mí es algo importante.

Aunque lo dijo con sosiego, Theodore no dejó de percibir la amenaza que contenía. Si quería que Master siguiera prestándole su apoyo, el dinero que desembolsaba para la exposición o los clientes que podía aportarle, tendría que colgar las tres fotos. Aquél era el precio, reconoció con un suspiro, sin saber si estaba dispuesto a pagarlo.

—Son las cuatro ahora —dijo Master—. Volveré a las seis, antes de la inauguración.

—Lo pensaré —concedió Theodore.

—Te lo ruego.

Pasó media hora sopesando qué debía hacer. Aunque habría preferido caminar para rumiar mejor el asunto, no podía irse porque había prometido a alguien que estaría allí. Ojalá no tardara en llegar.

Mary O’Donnell no tardó mucho en recorrer a pie la distancia entre Gramercy Park y la galería. Podría haber ido esa tarde con los Master, tal como le había propuesto la señora Master, pero pese a saber que Gretchen estaría presente, no se sentía a gusto en medio de la gente de la alta sociedad. Prefería que Theodore le enseñara la exposición a solas; siempre se sentía cómoda con él.

Al fin y al cabo, habían sido amantes, aunque no durante mucho tiempo. Después de los disturbios del verano de 1863, ella había decidido no ir a verle. Sabía que cuando la había seducido en la playa de Coney Island, no lo había hecho con intenciones serias; tampoco le importaba. Además, una vez se halló de nuevo en la ciudad, su antigua vida en el hogar de los Master recuperó enseguida el primer plano y, al cabo de una semana, supuso incluso que él ya se le estaba borrando del pensamiento.

Por ello se dijo que sólo obedecía a un capricho cuando, un sábado de agosto en que tenía el día libre y nada en qué ocuparlo, se pasó por su estudio de la Bowery.

Él acababa de retratar a un joven en el momento en que llegó. Tras saludarla cortésmente, como si fuera su próxima cliente, la invitó a esperar en la habitación más espaciosa. Después de sentarse en el sofá, se levantó para observar los libros de la mesa. Ese día no había poemas, sólo un periódico y un viejo ejemplar de
La letra escarlata
de Nathaniel Hawthorne. Como había leído el libro, se puso a hojear el periódico. Oyó que el joven se marchaba y que Theodore se atareaba en el estudio.

Después entró y se quedó de pie delante de ella, sonriendo.

—Creía que no vendrías.

—Pasaba por casualidad —explicó—. Ya te dije que vendría.

—Éste ha sido mi último cliente del día. ¿Quieres comer algo?

—Si te apetece —repuso, levantándose.

Él se acercó.

—Podemos salir a comer dentro de un rato —propuso, antes de empezar a besarla.

Su relación duró ese mes y el siguiente. Sólo podían verse a ciertas horas, por supuesto, pero era sorprendente cómo, apelando al ingenio, lograban encontrarse. Los días que ella tenía libres salían a caminar o él la llevaba a conciertos, al teatro, o a otros lugares que pensaba que le iban a gustar. De vez en cuando le explicaba cómo tomaba las fotos, la manera en que las planificaba o disponía la luz. Así ella descubrió que poseía cierta predisposición para comprender aquel tipo de cosas, de tal manera que pronto fue capaz de distinguir la mejor obra entre otras y por qué lo era.

Sabía que no se casaría con ella y ni siquiera estaba segura de desearlo ella misma. Sí sabía, en cambio, que él sentía interés y afecto por ella.

No le dijeron nada a Gretchen.

A mediados de septiembre Sean fue a verla: dieron un paseo por Gramercy Park.

—¿Qué es lo que ocurre con Theodore Keller? —preguntó.

—No sé a qué te refieres —repuso.

—Sí lo sabes. Estoy al corriente de todo, Mary.

—¿Me estás siguiendo, Sean? Tengo casi treinta años. ¿No tienes nada mejor que hacer?

—Da igual cómo me haya enterado. No pienso consentir que nadie juegue con mi hermana.

—Por el amor de Dios, Sean, ¿con cuántas chicas has jugado tú en tu vida?

—No eran mi hermana.

—Bueno, en todo caso es asunto mío y no tuyo.

—Puedo hacer que se ocupen de él, ¿sabes?

—Por el amor de Dios, Sean, ni se te ocurra pensar algo así.

—¿Lo quieres?

—Es muy bueno conmigo.

—Si hubiera un niño, se tendrá que casar contigo, Mary. No voy a tolerar otra cosa.

—Sean, no quiero que te entrometas en mi vida. Esto es algo que hacemos entre los dos. Si vas a comportarte de esta manera, no quiero volver a verte más; hablo en serio.

Sean guardó silencio un momento.

—Si alguna vez tienes problemas, Mary, quiero que recurras a mí —dijo con ternura—. Siempre tendrás un lugar en mi casa. —Calló un instante—. Sólo quiero que me prometas algo: nunca des un niño a otras personas; nunca. Yo cuidaré de cualquier niño que pudiera venir.

—No debes tocar a Theodore… él no tiene la culpa. Prométemelo.

—Como quieras.

Aquel mes de octubre, después de que Theodore decidiera ir a los campos de batalla, sufrió mucho. No se lo demostró, sin embargo, a él. También se dio cuenta de que era mejor que se fuera entonces, antes de que la separación se volviera demasiado difícil de soportar.

Hacía una semana que se había marchado cuando la asaltó la duda de si estaba embarazada. Durante aquel periodo de incertidumbre estaba tan atenazada por el miedo que no podía concentrarse en su trabajo en la casa. Entonces recordó muchas veces las palabras de Sean, pero por fortuna, el peligro pasó.

Theodore estuvo ausente muchos meses y, tras su regreso, pese a la tentación, mantuvo su determinación de verlo sólo como un amigo. «Seguro que enseguida encontrará otra mujer, si no la tiene ya», se decía.

Siguieron siendo amigos. Ella no había tenido hasta el momento ningún otro amante, ni tampoco había encontrado el hombre ideal para casarse. Sí había mantenido sus recuerdos secretos, y estaba orgullosa de ello.

Incluso había podido prestarle ayuda. Cuando él le comentó que le convenía un mecenas, fue Mary quien habló con Frank Master y le pidió que mirase sus obras. Eso fue cinco años atrás, y Master había sido desde entonces un buen mecenas, que le encargaba trabajo y le proporcionaba contratos. Ningún artista podía desear más. Y cuando él dijo que necesitaba la presencia de periodistas en la inauguración de la exposición, pidió a Sean que hablara con los que él conocía.

En aquel momento, al encontrar a Theodore poseído por la rabia, lo animó a que le contara qué lo contrariaba. Luego, tras observar todas las fotografías y efectuar comentarios admirativos, le dispensó una amable sugerencia.

—Si pones a Boss Tweed y a Nast allá —señaló una pared en que quedaba un espacio libre—, no se verá tan mal.

—Supongo que tienes razón —reconoció él de mal humor.

—Me gustaría que lo hicieras por mí —añadió ella.

Esa tarde, la inauguración estuvo muy concurrida. Todos acudían a ver los retratos de Tweed y de Nast, desde luego, pero las previsiones de Frank Master resultaron acertadas porque, a continuación, circulaban por el resto de las salas y se demoraban observando algunas de las obras más destacadas.

Por ello, después de recibir a su hermana y corresponder con educados saludos a toda la gente a quien le presentaban los Master, Theodore casi pudo relajarse. Su tranquilidad no era completa, con todo, porque aún faltaba por llegar una persona, una persona muy importante. Claro que cabía incluso la posibilidad de que no se presentara.

Se trataba del periodista del
New York Times
. Sean O’Donnell le había prometido que acudiría, pero a las siete todavía no había aparecido, ni tampoco a las siete y diez. Eran las siete y media cuando Master se acercó a hablarle.

—Creo que es él —murmuró.

Horace Slim era un hombre discreto de unos treinta y cinco años, de bigote fino y mirada triste. Aunque saludó a Theodore de manera cortés, estuvo poco expansivo y su actitud parecía indicar que se encontraba allí sólo porque lo habían mandado y que, en cuanto tuviera material suficiente para redactar una breve reseña, se marcharía.

Theodore necesitaba algo más. Se contuvo, con todo, para no perder la calma. Sabía que no convenía apremiarlo demasiado, que debía confiar en un buen desenlace. De todas maneras, ya había tratado con periodistas antes. Con mano izquierda, dedicó una leve inclinación de cabeza al recién llegado y se ofreció a guiarlo.

La exposición, distribuida por temas, ocupaba varias salas. Había decidido comenzar por los retratos, aunque sin ir directamente al de Boss Tweed. Al fin y al cabo disponía de fotografías de diversas personalidades, nombres que darían de qué hablar al periodista.

—Aquí está el presidente Grant —señaló—. Y el general Sherman. Y Fernando Wood.

Slim tomó, como se debía, buena nota. Había unos cuantos influyentes comerciantes, con imponentes detalles arquitectónicos como telón de fondo, una diva de ópera y Lily de Chantal, por supuesto, junto a cuyo retrato se detuvo Theodore.

Siempre había tenido una idea precisa de la razón por la que Frank Master había propuesto que le sacara una foto a Lily de Chantal, aunque no era tan tonto como para preguntárselo. Sus sospechas se reforzaron cuando oyó el áspero comentario de Hetty Master.

—Pues en la realidad se ve mucho más vieja. —La pintura era excelente, tomada en un marco teatral.

—La hice después del recital que dio el año pasado. ¿No asistió a él?

—No tuve el gusto.

—Fue un acontecimiento notable, donde se reunió la flor y nata de la sociedad. Quizá merezca la pena mencionarlo.

Slim observó un par de retratos más y anotó otros dos nombres, que habían sido cuidadosamente elegidos para atraer más clientes. Luego llegaron a las fotos de Boss Tweed, Thomas Nast y los juzgados.

—Muy oportuno —comentó Slim, al tiempo que garabateaba una nota.

—Supongo —concedió Theodore—. Ha llamado bastante la atención del público.

—Será una buena introducción para un artículo —dijo Slim.

—Siempre y cuando no sea lo único que mencione.

—¿Hay algún otro modelo que me quiera presentar? —inquirió el periodista—. ¿Alguien interesante?

Theodore lo observó un instante. ¿Tras aquella mirada triste había una persona mejor informada de lo que dejaba traslucir? ¿Sabía Horace Slim algo al respecto de madame Restell?

—Todos mis modelos son interesantes —puntualizó. De todos modos, consideró que debía aportar alguna anécdota—. Le diré qué fotografía falta —apuntó—. La de Abraham Lincoln… en Gettysburg.

Cuando a finales del verano de los disturbios Theodore decidió ausentarse de Nueva York un tiempo para asistir a la guerra en los campos de batalla, optó por la única manera sensata de hacerlo, que era trabajando para Mathew Brady. Éste, que contaba con la exclusiva concedida por el gobierno, enviaba a los fotógrafos a los lugares de interés, provistos incluso de un carruaje especial que se transformaba en cuarto oscuro ambulante. De este modo, en noviembre de 1863 Theodore se encontró, en compañía de otros colegas, en Gettysburg, donde acababan de preparar un nuevo cementerio para recibir los restos de los héroes caídos en la gran batalla que había tenido lugar en las inmediaciones unos meses atrás.

Por aquel entonces casi nadie abrigaba dudas acerca de las repercusiones de la batalla de Gettysburg. Antes de julio de 1863, por más que en ambos bandos se dejara sentir un hastío por la guerra, la Confederación todavía mantenía la ofensiva. En Misisipí, el general Grant aún no había logrado arrebatar a los confederados la imponente fortificación de Vicksburg. El aguerrido general Lee y Stonewall Jackson habían trabado combate en el río Potomac con un ejército de la Unión cuyo número de combatientes doblaba el del suyo y, aunque Jackson había fallecido, Lee había proseguido su avance por Maryland y luego Pennsylvania, hasta amenazar Baltimore y la capital.

Entonces, el 4 de julio, se produjo la doble victoria de la Unión. Vicksburg sucumbió por fin al asedio de Grant y, tras una demostración de incomparable arrojo, el ejército de Lee se vio repelido y derrotado en Gettysburg.

El Norte asumió la iniciativa. El Sur se vio expuesto a ataques masivos.

La guerra no estaba tampoco ganada, en absoluto. Los disturbios de Nueva York no habían sido, al fin y al cabo, más que la expresión extrema del malestar que a aquellas alturas provocaba la guerra en el territorio de la Unión. En la voluntad del Norte había fisuras y todavía era posible que el Sur siguiera resistiendo. El gobierno de Washington tenía plena conciencia de ello.

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