Nueva York (97 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

No obstante, con sólo elevar la mirada, el niño llegado de las orillas del Mediterráneo entendía cosas. Percibía poder. La colosal diosa de color verde pálido se alzaba solitaria sobre su gigantesco pedestal en medio de las aguas. A centenares de metros de altura, bajo la imponente diadema, el inexpresivo y heroico rostro enfocaba con olímpica indiferencia el despejado cielo azul, mientras con el brazo erguido proclamaba la Victoria. El niño intuía que si la estatua representaba algún tipo de bienvenida, ésta iba dirigida a un imperio como el de sus antepasados. Sólo había algo que lo tenía desconcertado.

—¿Es un hombre o una mujer? —susurró a Anna.

—Es una mujer —le dijo el tío Luigi—. Los franceses se la dieron a los americanos.

De haberlo sabido, el tío Luigi habría añadido que el escultor era de Alsacia, la región limítrofe con Alemania, y que también había estudiado en Egipto, por lo que no era de extrañar que su monumento a la libertad, intemporal como las pirámides, fuera a la vez un reflejo de la versión moderna del espíritu clásico, en boga durante el Segundo Imperio francés, apuntalado tal vez con un toque de potencia germana.

Navegaron directamente hacia Ellis Island. Los pasajeros de primera y segunda clase, que disponían de camarote, no tenían que pasar por aquel calvario. Ellos ya habían recibido una breve y cortés inspección a bordo antes de que el barco entrara en la bahía y podían desembarcar sin más trabas.

Por el lado de estribor se hizo visible la isla del Gobernador y después la punta de Manhattan, con su pequeño fuerte y su parque. Más lejos, en el East River, las chimeneas de los barcos de vapor y los altos mástiles de los veleros adornaban las aguas. En el lado de babor, Salvatore vio los altos acantilados de las Empalizadas que bordeaban el Hudson. Un momento después, el navío inició la lenta maniobra para dirigirse a los muelles Hoboken situados en la orilla de Nueva Jersey, donde atracaban los buques alemanes.

Al otro lado del río, Nueva York se prolongaba a lo largo de kilómetros. Calle tras calle, se sucedían las casas de ladrillo o de parda piedra, salpicadas por ramilletes de edificios de oficinas de varios pisos de altura. No lejos se alzaba el oscuro campanario de la Trinity, en Wall Street, y un poco más allá, las torres neogóticas del puente de Brooklyn se destacaban en el cielo. Aún más espectaculares eran, empero, la decena de rascacielos, de noventa metros de altura. No obstante, mientras todos miraban con avidez la ciudad, Salvatore se puso a pensar en otra cosa.

El incidente había tenido lugar en la curva de la escalera metálica que conducía a cubierta. Allí había oído decir aquello a sus padres. Los otros niños no lo habían oído, porque ya habían doblado la curva.

Sus padres habían estado discutiendo a propósito del tío Luigi. Su padre se quejaba de algo que había hecho aquél y su madre lo defendía, cosa que no tenía nada de particular. Salvatore no prestó mucha atención, por consiguiente, hasta que su padre anunció:

—¿Sabes qué va a pasar en Ellis Island? Que van a enviar de vuelta a tu hermano.

—No digas eso, Giovanni —contestó, consternada, su madre.

—Pero si es verdad… Yo sé lo que pasa, porque he hablado con un hombre que estuvo allí. No sólo le examinan a uno el pecho y la vista… También tienen médicos especiales que detectan a los que están locos. Les pintan una cruz con tiza en el pecho, los hacen sentar en un banco y los hacen hablar. Y al cabo de un minuto… —efectuó un ademán—, ya han acabado. Siempre lo notan. Son especialistas, salidos de los mejores hospitales para locos de América. Seguro que comprenderán enseguida que tu hermano no está bien de la cabeza y lo mandarán otra vez para Italia.
Ecco
, ya lo verás.

—No digas eso, Giovanni. No pienso escucharte —gritó su madre.

Salvatore sí había escuchado, y cuando llegaron a cubierta, tiró de la manga de su padre para susurrarle algo.

—¿Es verdad, papá, que volverán a mandar a casa al tío Luigi porque está loco?

Su padre abatió la cabeza con expresión seria.

—Chist —repuso—, es un secreto. No debes decírselo a nadie. Prométemelo.

—Te lo prometo, papá —aseguró Salvatore.

Se trataba de un secreto muy difícil de guardar, sin embargo. Su padre, Giuseppe y el tío Luigi llevaban cada uno una pesada maleta. La del tío Luigi era de ratán y parecía que podía estallar de un momento a otro. También tenían un baúl de madera que acarreaban con un carro. A los pasajeros de cubierta los condujeron directamente por el muelle al punto donde aguardaba una barcaza. Su padre los apremió para que se situaran en la parte delantera. Como había hablado con otros hombres que habían regresado a Italia después de viajar a América, sabía cómo se desarrollaban las cosas allí.

—A veces lo tienen a uno esperando un día entero en la barcaza antes de dejarlo bajar en Ellis Island —le habían explicado—. Por eso, con este tiempo, vale más estar adentro que en cubierta.

Una vez se hallaron en cubierta llegaron en cuestión de minutos a la isla, y aunque tuvieron que esperar un rato, al cabo de una hora se habían incorporado a la fila que avanzaba lentamente hacia el gran portalón.

La instalación principal de Ellis Island era un gran edificio de ladrillo rojo, provisto de cuatro recias torres en las esquinas, que protegían el techo de la enorme sala central. La cola se movía despacio hacia la entrada. Cuando llegaron, un hombre gritaba órdenes y los porteros tomaban el equipaje de la gente. Su madre no quería soltar el suyo, porque estaba segura de que se lo iban a robar, pero la obligaron. Después, al entrar en el vestíbulo, Salvatore advirtió que el suelo estaba recubierto de pequeños azulejos blancos. Allí había militares encargados de la sanidad pública ataviados con oscuros uniformes y botas altas y ayudantes vestidos de blanco que sabían hablar italiano e indicar a la gente lo que debía hacer. Al poco, Salvatore, que no se despegaba de su madre y de Anna, tenía varias etiquetas prendidas a la ropa.

Después dieron instrucciones de que los hombres fueran por un lado y las mujeres y los niños por otro. Su padre, Giuseppe y el tío Luigi tuvieron que separarse de ellos. Salvatore se puso triste, porque sabía que su tío no iba a volver.

—Adiós, tío Luigi —se despidió, pero éste no lo oyó.

Delante de él, un médico joven examinaba la vista a todo el mundo. Salvatore vio que marcaba a un niño la letra «T». Cuando por fin le llegó el turno a la familia Caruso, comenzó con la pequeña Maria, a quien tocó con suavidad el ojo con el índice. Después le hizo lo mismo a Salvatore. Éste quedó aliviado, porque su padre le había dicho que quizá le levantarían el párpado con un ganchito y que eso dolía y que tenía que ser valiente. Después de inspeccionar también a Paolo, Anna y a su madre, el médico les indicó que siguieran adelante.

Más allá había una amplia escalera, a propósito de la cual les había avisado su padre.

—Es una trampa —les explicó—. Habréis de tener mucho cuidado, porque os estarán observando. Lo importante es no dar la impresión de estar cansado ni de que os falte la respiración.

Salvatore comprobó, en efecto, que los individuos uniformados los observaban en silencio desde el vestíbulo de abajo y el rellano de arriba. Uno de ellos, que se encontraba en un recodo, decía algo a las personas que subían.

La familia que tenían delante era numerosa y parecía que los médicos se demoraban con ellos. Mientras tanto, debían mantenerse en fila y Salvatore empezaba a aburrirse, pero por fin volvieron a circular. Cuando llegó junto al individuo de uniforme, éste le preguntó, en dialecto napolitano, su nombre. Él le respondió en voz bien alta y el hombre sonrió. Cuando le tocó el turno a Paolo, sin embargo, éste tosió antes de contestar. Sin decir nada, el hombre dibujó una marca con tiza azul en el pecho de Paolo y al cabo de un momento, otra persona se llevó a Paolo. Su madre se alteró mucho.

—¿Qué hacen? —gritó—. ¿Adónde llevan a mi hijo?

—A la consulta médica —le informaron—. Pero no se preocupe.

Después uno de los hombres le pidió a Salvatore que respirara hondo. Éste hinchó el pecho y al cabo de un momento, el hombre asintió con cara de satisfacción. A continuación, otro hombre le examinó el cuero cabelludo y las piernas. Tardaron un poco hasta haberlos inspeccionado a todos, pero al final le dijeron a su madre que podía continuar.

—Esperaré aquí hasta que vuelva mi hijo —anunció.

—Tendrá que esperarlo en la sala de Registro —le contestaron.

No tuvo más remedio que obedecer. A aquella sala se entraba a través de una gran puerta de doble batiente. A Salvatore le pareció como una iglesia aquel enorme espacio, con baldosas rojas en el suelo, naves laterales, altísimas paredes y techo en bóveda de cañón, que reproducía a la perfección la forma de las basílicas romanas presentes en toda Italia. A unos seis metros del suelo, en un balcón con antepecho de hierro, unos funcionarios los observaban desde arriba. Al fondo había una hilera de catorce escritorios, ante los cuales se prolongaban las colas en serpenteante hilera, delimitadas por las vallas de separación. También había un amasijo de gente que esperaba para incorporarse a las filas.

Miraron en derredor sin advertir señales de Paolo. Nadie dijo nada.

Entonces vieron a un hombre con el que habían hablado en el barco. Era un maestro, una persona instruida. Al reconocerlos, se acercó a ellos y Concetta le explicó lo ocurrido con Paolo.

—Sólo tiene tos —insistió—. No es nada. ¿Por qué se lo han llevado?

—No se preocupe, señora Caruso —respondió el maestro—. Aquí tienen un hospital.

—¿Un hospital?

Su madre estaba horrorizada. Como la mayoría de las mujeres de su pueblo, creía que una vez que uno entraba en un hospital no volvía a salir.

—En América es distinto —le aseguró el maestro—. Aquí curan a la gente. Los dejan salir al cabo de una o dos semanas.

Concetta sacudió la cabeza, dubitativa.

—Si lo mandan a Italia —planteó—, no puede ir solo…

—Si lo mandan a casa ¿podré ir con él? —preguntó Salvatore, que ya estaba pensando que en América no se iba a divertir mucho sin Paolo.

Su madre exhaló un grito, crispando la mano sobre el pecho.

—¿Ahora mi hijo menor quiere abandonar a su familia? —exclamó—. ¿Acaso no quieres a tu madre?

—No es eso, señora —la tranquilizó el maestro—. Es sólo un niño.

Su madre, de todas formas, le dio la espalda a Salvatore.

—¡Mirad! —gritó Anna.

Era Paolo, que acudía en compañía de Giuseppe y su padre.

—Lo hemos esperado —explicó Giovanni Caruso a su esposa.

—Me han mirado tres médicos —contó, muy ufano, Paolo—. Me han dicho que respirara, que tosiera y me han mirado la garganta. Y dos de ellos me han escuchado el pecho y otro la espalda.

—¡¿Entonces estás a salvo?! —gritó su madre—. ¿No se te han llevado? —Lo apretó contra su pecho y así lo mantuvo un instante antes de soltarlo y santiguarse—. ¿Y Luigi? —preguntó después.

—No lo sé —respondió Giovanni Caruso, encogiendo los hombros—. Lo han separado de nosotros.

Salvatore sabía lo que había ocurrido, que los médicos del manicomio estaban interrogando al tío Luigi, pero no dijo nada.

La familia se situó en la cola. Tardaron mucho en llegar a la parte de delante, y todavía no había señales del tío Luigi. Por fin se aproximaron a los grandes escritorios donde esperaban los funcionarios, unos sentados y otros de pie detrás.

—Los de atrás son los intérpretes —susurró su padre—. Son capaces de hablar todas las lenguas del mundo.

Cuando llegaron al escritorio, el hombre se dirigió a Giovanni Caruso en dialecto napolitano, comprensible para cualquier persona del Mezzogiorno.

Tras consultar sus nombres en el manifiesto, esbozó una sonrisa.

—Caruso. Al menos en el barco les anotaron bien los nombres. A veces los trastocan de una manera terrible. Nosotros tenemos que atenernos a lo que pone en el manifiesto del barco ¿saben? ¿Están todos aquí?

—Excepto mi cuñado. No sé dónde está.

—¿No se apellida Caruso?

—No.

—A mí sólo me interesan los Caruso. —El hombre les formuló algunas preguntas y pareció satisfecho con las respuestas. Preguntó si habían pagado ellos mismos sus pasajes y le respondieron que sí—. ¿Y tiene un trabajo en América?

—No —oyó Salvatore a su padre.

Él sabía algo de aquello. Giovanni Caruso había avisado al respecto a toda la familia. Aunque Francesco le había encontrado un empleo, nadie debía decirlo, porque si no los hombres de Ellis Island lo enviarían de nuevo a Italia. Aquella extraña norma existía por dos motivos, según les explicó. El primero era que en los Estados Unidos querían hombres dispuestos a aceptar cualquier trabajo que encontraran. El segundo era para poner trabas a la implantación de cualquier tipo de tráfico ilícito. En ese sentido existía la figura del
padrone
, que prometía trabajo, pagaba los pasajes e incluso viajaba con los emigrantes en el barco… con la salvedad de que el
padrone
iba en primera o en segunda clase, desde luego. Los incautos confiaban en los
padroni
porque eran compatriotas italianos. Muchas veces los esperaban en el parque próximo a los muelles y los llevaban a un lugar donde alojarse. A partir de ahí, los recién llegados se hallaban en su poder, atrapados como esclavos, despojados de cuanto tenían.

Satisfecho con las indagaciones, el hombre del escritorio los invitó a seguir adelante.

—Bienvenido a América, señor Caruso —dijo—. Buena suerte.

Pasaron por un torniquete y, tras bajar unas escaleras, llegaron a la sala de equipajes. Allí les dieron una bolsa de comida y otra de fruta y les localizaron las maletas y el voluminoso baúl. No les habían robado nada. Salvatore observó cómo su padre y Giuseppe comenzaban a cargarlo en el carro. Alguien les dijo que podían hacerles llegar los bultos de forma gratuita a cualquier dirección de la ciudad, pero Concetta se sentía tan aliviada de que no se los hubieran robado que no quiso volver a perderlos de vista.

Aún miraba ansiosamente por todas partes buscando al tío Luigi. Salvatore, en cambio, convencido de que no acudiría, no se molestaba en mirar.

Luego, de repente, su madre se puso a gritar.

—¡Luigi! ¡Luigi! —llamó con grandes gestos—. Estamos aquí. Por aquí.

Y efectivamente, en el otro extremo de la sala, Salvatore vio a su tío que acudía, muy sonriente, hacia ellos.

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