Nueva York (99 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

—Incluso después de diez años —declaró, señalando con la enguantada mano un suntuoso edificio—, cuando pienso en el escándalo y en la pobre señora Astor, no puedo soportar mirarlo. ¿No le sucede a usted lo mismo?

Y es que pasaban delante del hotel Waldorf-Astoria.

Aun cuando habían diversas señoras Astor, como era lógico, a lo largo de la infancia y juventud de Rose todo el mundo había convenido en que, fuera cual fuese su título oficial, la señora Astor era Caroline Schermerhorn. La divina señora Astor, la heroína, amiga y mentora de Rose.

Era muy rica, desde luego, eso holgaba decirlo. Junto a su marido, habían ocupado una de las dos enormes mansiones que la familia tenía allí. Si la familia Astor había alcanzado desde hacía tiempo un nivel de riqueza y posición social que le permitía ocupar un liderazgo en la sociedad neoyorquina, gracias a su linaje holandés, que se remontaba a la fundación de la ciudad, Caroline Schermerhorn podía reclamarlo como un derecho natural. Con todo aquel poder a su disposición, la señora Astor había asumido una hercúlea tarea: pulir los modales de la clase alta neoyorquina.

Por casualidad encontró a alguien que la ayudó y le insufló ánimos. Esta persona era el señor Ward McAllister, un caballero sureño que, después de casarse con una rica heredera, había viajado por Europa y observado los modales de la aristocracia del continente para luego consagrar su vida a tales cuestiones. El señor Ward declaró que la señora Astor, una mujer bajita, morena y tirando a regordeta, era una inspiración para él y se sumó a su campaña para pulir a la clase alta neoyorquina.

En América tampoco faltaba la clase y el exclusivismo. Boston, Filadelfia y otras ciudades de solera, incluida Nueva York, intentaban asentar un orden más permanente trazando censos sociales. En Nueva York, los antiguos terratenientes holandeses y los antiguos mercaderes ingleses, con sus palcos en la Academy of Music, ya sabían cómo mostrarse presuntuosos. Cuando después de hacer fortuna el propietario de los almacenes A.T. Stewart se construyó una mansión en la Quinta, lo consideraron un advenedizo y le dieron la espalda de una manera tan cruel que acabó yéndose de allí, desesperado.

Nueva York presentaba, sin embargo, un problema particular, el de haberse convertido en una gran atracción.

Con sus bancos y sus comunicaciones transatlánticas, era el centro financiero indiscutido del continente y toda gran empresa debía tener una oficina allí. Los magnates del cobre y la plata, los propietarios de ferrocarril, los petroleros como Rockefeller de Pittsburg, los potentados del acero como Carnegie y los barones del carbón como Frick, todos, ya fuera desde el Medio Oeste, el Sur o incluso desde California, todos afluían a Nueva York. Sus fortunas eran asombrosas y con ellas podían hacer lo que se les antojara.

La señora Astor y su mentor aducían que con el dinero sólo no bastaba. Pese a que el viejo Nueva York siempre había estado pendiente del dinero, no carecía por ello de elegancia. El dinero había que orientarlo, amaestrarlo, civilizarlo. ¿Y quién iba a encargarse de ello sino la vieja guardia? En la cúspide de la ciudad tenía que haber por lo tanto un selecto círculo, compuesto por los ricos de solera, que irían dando acceso, uno por uno, a los aspirantes después de un periodo de exclusión durante el cual debían mostrarse dignos. McAllister colocó la barrera inicial en la tercera generación. En resumidas cuentas, se trataba de lo mismo que venía haciendo la Cámara de los Lores inglesa desde hacía siglos.

Cabía hacer, con todo, alguna que otra excepción. Los Vanderbilt eran nuevos ricos, y el viejo capitán, que blasfemaba más que un carretero, nunca se preocupó lo más mínimo de brillar en sociedad. La siguiente generación, con su riqueza y determinación, llegó a ser admitida incluso antes de haber incorporado un duque a la familia. Había que ser prácticos.

¿Y a quién le correspondía elegir a los integrantes del selecto círculo? Ward McAllister dirigía un comité compuesto por los patricios más destacados de la región que decidían quién podía asistir al evento anual del Baile de los Patriarcas. En cuanto tuvo a la señora Astor de su parte, ésta se convirtió en la reina del acto, y otorgaba a la lista su sello de aprobación real. El número de invitados que se admitían era variable, pero en todo caso no superior a los cuatrocientos, ya que según McAllister aquélla era la cifra total de personas de la gran metrópolis que no desentonarían en una sala de baile. Si uno tenía en cuenta los miles de neoyorquinos que estaban acostumbrados a bailar y que seguramente habían estado en actos igual de refinados que McAllister, podía considerarse que aquella afirmación era un tanto arbitraria, pero como a él le agradaba así, los asistentes no eran más de cuatrocientos.

Había que reconocer, de todos modos, que las listas de la señora Astor presentaban una extraordinaria coherencia. En ella cabían las familias de grandes fortunas recientes, por supuesto, como los propios Astor o los Vanderbilt, las familias de riqueza consolidada desde generaciones como los Otis, Havemeyer y Morgan y la alta burguesía implantada desde el siglo XVIII como los Rutherfurd y los Jay. La sal de la lista la componían asimismo los prestigiosos apellidos que se remontaban a los inicios de la colonia, en el siglo XVII: Van Rensselaer, Stuyvesant, Winthtrop, Livingston, Beekman o Roosevelt. Si la señora Astor pretendía mantener a las discretas familias adineradas del viejo Nueva York como ejemplo de cómo había que comportarse, había que admitir que enfocaba bien su selección.

Cuando Rose conoció a William, el que había de convertirse en su marido, lo primero que averiguó, incluso antes de conocer su maravilloso segundo nombre, fue que los Master eran una familia de raigambre incluida en la lista de la señora Astor. Y cuando después de su boda, la anciana señora Astor la adoptó entre sus íntimos, Rose se convirtió en una incondicional admiradora suya. Se había pasado más de una tarde sentada a sus pies, aprendiendo los aspectos más alambicados del protocolo social.

Sólo una de aquellas normas le había suscitado reparos.

—La señora Astor dice —comentó a William— que siempre hay que llegar a la ópera después de que haya empezado la representación y marcharse antes de que se termine.

Se trataba de una interesante idea, importada de la Vieja Europa, donde la flor y nata de la sociedad iba a la ópera a exhibirse. Cabía suponer pues que, si los artistas llegaran a tener la buena suerte de dar una representación ante un público íntegramente compuesto de aristócratas, se produciría un éxodo masivo justo antes del final, con lo que deberían concluir la ópera rodeados de silencio y de un teatro vacío… de modo que se ahorrarían el engorro de tener que volver a salir varias veces a escena a recibir flores y ovaciones.

—Pues a mí que me aspen si me pierdo la obertura y el final cuando he pagado mi buen dinero para verlos —replicó, con buen tino, su marido. Podría haber añadido que aquello era un insulto para la música, los artistas y el resto de los asistentes, pero tuvo la suficiente perspicacia para captar que allí estaba precisamente la gracia del gesto. Se suponía que los aristócratas debían estar por encima de la música y desentenderse por completo de los sentimientos de los artistas o del público—. Tú sal si quieres —añadió—, pero yo me quedo.

Rose habría dudado en respetar ella misma aquella convención de no haber sido por la fidelidad que profesaba a la señora Astor.

Ella y William encontraron, no obstante, una solución intermedia. Rose salía justo antes del final de la ópera y esperaba en el carruaje unos metros más allá, de tal manera que, en cuanto William acudía a su encuentro, podían alejarse rápidamente de los vehículos de los menos avisados.

—Cuando pienso —se lamentó entonces con Hetty Master— en la manera como trató a la señora Astor su propia familia me hierve la sangre.

El joven sobrino de la señora Astor era el culpable de la fechoría. Había vivido en la casa de al lado de la dama, y como su padre falleció y él podía autoproclamarse, teóricamente, como el cabeza de familia, exigió que cediera el tratamiento de señora Astor a su esposa y que Carolina adoptara el apelativo, inferior, de señora William Astor.

—Él, desde luego, no fue nunca un caballero —declaró Rose—. Si hasta escribía novelas históricas.

El caso fue que la señora Astor se negó a acceder a sus demandas, aferrándose al respeto que merecían la edad y la reputación. Enfurruñado, el joven Astor se marchó a Inglaterra y no regresó. Se hizo incluso ciudadano inglés, confirmando que no era más que un oportunista, porque en opinión de Rose no era lo mismo dejar que la propia hija se casara con un inglés que adoptar uno mismo esa nacionalidad.

—Me han dicho que ahora vive en un castillo —señaló Hetty Master. Era cierto. Había comprado Hever Castle, en Kent, la casa donde pasó la infancia Ana Bolena—. Quizás escriba otra novela allí —añadió.

De todas maneras, se vengó de su tía. Convirtió su antigua casa de Nueva York en un hotel, de trece pisos de altura, que se elevaba por encima de la residencia de la señora, impidiendo toda intimidad. Lo llamó Waldorf.

Cuatro años después, ella se dio por vencida y se trasladó a otro lugar. La familia Astor rehízo su casa para instalar en ella un segundo hotel, el Astoria, que pronto quedó unido con el otro, mediante el espléndido Peacok Alley, para formar un solo establecimiento. Rose todavía se negaba a poner los pies en él.

—La señora Astor merece que le erijan una estatua en su honor —afirmó con contundencia Rose.

—Dicen —apuntó, tras una pausa, Hetty— que hoy en día padece un estado de demencia absoluta.

—No está bien —concedió Rose.

—Pues yo he oído que está demente —reiteró, inexorable, Hetty.

El Rolls-Royce llegó a la Cuarenta. El antiguo depósito había quedado en desuso ya y en el solar estaban construyendo una magnífica biblioteca pública. En la familia todos sabían que aquél era el lugar donde Frank había pedido en matrimonio a Hetty, por lo cual Rose mantuvo un reverente silencio mientras pasaban por delante. Al cabo de poco, la catedral de Saint Patrick se irguió a la derecha. A la altura de la Cincuenta, con las siluetas de los nuevos hoteles recortadas en el cielo junto a las mansiones de los Vanderbilt, Hetty comentó que parecía que todo se volvía muy alto en la ciudad.

—Me sorprende que te guste vivir por aquí con todos esos hoteles —señaló.

—Estamos en una calle lateral —arguyó Rose.

—Ya sé —dijo Hetty—. Pero de todas maneras…

A petición suya torcieron por la Cincuenta y Siete, con lo cual pasaron delante de la hermosa sala de conciertos que había financiado el magnate del acero Carnegie. Aunque no siempre eran elegantes, los nuevos millonarios sabían en todo caso respaldar las artes.

—Yo estuve en la ceremonia inaugural —recordó Hetty—. El propio Tchaikovski dirigió la orquesta.

Poco después recorrían a toda velocidad Central Park West, una zona que cada vez se veía más bonita. El Dakota tenía compañía, un esbelto edificio llamado Langham, que se alzaba en la siguiente manzana. Otros espléndidos edificios ofrecían vistas al parque.

En el Dakota, Lily de Chantal las esperaba abajo. Los años habían sido clementes con ella; todavía tenía buen aspecto. Después de abrazarse, las dos mujeres se instalaron en el asiento de atrás mientras Rose se trasladaba al asiento de delante.

—Iremos primero al Paseo del Río, al Riverside Drive —decretó Hetty.

Aun sin ser tan distinguido, el Upper West Side tenía muchas calles elegantes. En la West End Avenue había casas provistas de amplios salones de recepción, espléndidas escalinatas curvas y salas de música o bibliotecas. Algunos de los edificios de apartamentos eran una maravilla… aquí se alzaba una exquisita fachada que podría haberse confundido con una construcción del Flandes gótico, de no haber sido porque tenía el doble de altura; allá, un enorme bloque de ladrillo rojo, de las dimensiones de un castillo, culminaba en sinuosas mansardas que imitaban el estilo
belle époque
francés. La gente que vivía allí —médicos, profesores, propietarios de empresas medianas— pagaba mucho menos que los habitantes del otro lado del parque y vivía muy bien. Cuando llegaron a la elevada y magnífica curva de Riverside Drive, que dominaba el Hudson, Hetty emitió una exclamación.

—Mirad. Esto es lo que quería ver.

El edificio que se erguía ante ellas era, desde luego, extraordinario. Lo habían terminado hacía poco. Ocupaba el espacio de una manzana entera, encumbrado por encima del Hudson.

Se trataba de un castillo de estilo renacimiento francés, construido con piedra caliza, con torrecillas, y que contaba con setenta y cinco habitaciones. Hasta las mayores mansiones de la Quinta, debido a la falta de espacio, se veían burguesas en comparación con aquello. Su propietario, el señor Charles Schwab, había tenido la osadía e inteligencia de comprender que la mayor baza de la ciudad era la magnífica vista sobre el río Hudson. Haciendo caso omiso de las tendencias de moda había construido, a la manera de un auténtico príncipe, su mansión donde le apetecía. Ni los Astor, ni los Vanderbilt ni todo el resto, a excepción tal vez de Pierpont Morgan, lo sabían aún, pero los había superado con creces. Su antiguo jefe y socio, Andrew Carnegie, lo reconocía sin reparos.

—¿Habéis visto la casa de Charlie? La mía parece una choza a su lado.

Mantuvieron el Rolls-Royce parado unos minutos delante de la verja para admirar el lugar. Rose tenía que admitir que, aunque estuviera en el West Side, aquello era algo digno de retener para conversaciones futuras.

—Y ahora —anunció Hetty— vamos a ir a la Universidad de Columbia. Vamos a visitar al joven señor Keller.

—¿Al señor Keller? —A Rose se le ensombreció el gesto.

—Sí, claro, querida. El hijo de mi amigo Theodore Keller. Nos está esperando.

—Ah —dijo Rose, con aire pensativo.

No quería ver al señor Keller de Columbia. No quería verlo ni en pintura.

El recorrido por Riverside Drive era muy bonito. No era de extrañar que se cruzaran con varios ciclistas, pues por aquel entonces estaba muy en boga subir en bicicleta al gran mausoleo con vistas al Hudson donde estaban enterrados Ulysses Grant y su esposa.

—Ojalá yo pudiera hacerlo —comentó Hetty.

Antes de llegar al mausoleo se desviaron hacia el este y tras pasar junto al terreno donde estaban erigiendo la impresionante catedral anglicana de Saint John llegaron al campus.

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