Papeles en el viento (35 page)

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Authors: Eduardo Sacheri

Tags: #Relato

—Pero yo me la veía venir, que en cualquier momento me daban el pase libre y cagaba la fruta. ¿Qué hacía con el pase? Me lo meto en el orto… Ahí fue cuando lo agarré a Salvatierra y le dije que sí o sí me buscara algo, me encontrara dónde jugar. Y pintó esto de Mitre de Santiago del Estero, que no fue la gran cosa pero por lo menos volví a ser titular. Yo qué sé. El resto ya lo viste.

El Ruso no puede evitar soltar una risita.

—¿Qué pasa? —pregunta Pittilanga, sonriéndose a su vez.

—Y ahí te cayeron estos locos como peludo de regalo.

—Y sí… Bueno: no. Igual yo quería tener noticias, porque me enteré de lo de este muchacho Alejandro. Por Salvatierra, me enteré. Y yo no sabía qué mierda hacer. Así que dentro de todo menos mal que aparecieron, si no…

—Y yo no tuve mejor idea que ir a Santiago a decirte que te habías equivocado de puesto.

—Callate, que cuando te conocí te quise cagar a trompadas.

—Sí, lo noté.

—Bueno, tampoco para tanto. Te habré puteado un poco, nomás.

—Sí, es cierto. Pero mucho no te gustó la idea.

—Y qué querés. Jugué toda la vida de nueve y vos me venís a decir que me pare de defensor. ¿En qué cabeza cabe?

—Solamente en la de un genio del fútbol como yo, Mario —el Ruso se retrepa en su silla, como para decir algo trascendente—. Pero decime la verdad. ¿No estás mejor?

—¿Mejor con qué?

—Dejate de joder. Con la pelota, con el fútbol, con qué va a ser.

Pittilanga hace un gesto vago, al que Daniel no le encuentra un significado preciso.

—Con una mano sobre el corazón… ¿no te ves con más chances de que te vendamos bien, ahí como cuevero… que como delantero de gol?

Por la cara que pone, Daniel piensa que está de acuerdo con él, pero un vestigio de orgullo no le va a permitir reconocerlo en voz alta.

—Bueno —el pibe parece encontrar una tangente—. Ya falta poco para que cumpla los veintiuno. Y ahí mi viejo no se va a poder meter.

El Ruso desvía la mirada. Si no dijo la verdad antes, tampoco sirve para nada decirla ahora:

—Cierto.

—El asunto es que aparezca algo antes de que termine el préstamo y vuelva a Platense. Esos conchudos me dejan libre seguro.

—Yo creo que sí, que algo va a aparecer.

El pibe lo mira un largo instante.

—¿Qué me mirás?

—Que no sos muy buen mentiroso.

—Dame un rato. No me agarrás en mi mejor día. Pero dame hasta dentro de un rato. O hasta mañana. Mañana vas a ver que estoy a
full
armando algo.

Se escucha un tropel de pasos por la escalera, y una sarta de pedidos de prudencia en la voz de una madre. Después se oye la cerradura y se abre la puerta. El Ruso se pone de pie y Mario lo imita. Daniel hace las presentaciones. Sabe que a Mónica no va a molestarle tener este comensal inesperado. Si hubiera traído a Fernando, a Mauricio o al Cristo sí que le hubiese lanzado un par de miradas asesinas. Pero tanto meneo con la historia de Pittilanga le ha despertado tal curiosidad que se moría por conocerlo, y Daniel lo sabe. Las nenas saludan con un beso al padre y al muchacho.

—¿Son mellizas?

—Ajá. Los míos son polvos prepotentes.

—¡Guarango! —lo reconviene Mónica, y se vuelve hacia Pittilanga como disculpándose—. Siempre hace el mismo comentario de mal gusto.

El Ruso la ignora con mayestática dignidad y se encamina al baño a lavarse las manos. No necesita un ejercicio de introspección demasiado profundo para saber que la melancolía lo está abandonando, y que faltan apenas detalles para volver a ser el de siempre. Un boludo, pero el de siempre. Y así se gusta más que de la otra manera. Desde el baño escucha que Pittilanga se ofrece para poner la mesa. De repente se acuerda, y es tan súbita su alegría que sale del baño sin secarse las manos.

—¡Me acordé, Mario! ¡Lazatti! ¡El Pibe de Oro se llamaba Lazatti!

Teología II

—Lo de “partido definitorio” es un decir, Ruso. No jodás. Vos vas y le rezás a Dios para que Independiente gane.

—Bueno, Mono, ¿y?

—Que del otro lado, en la otra tribuna, o en su casa, hay otro montón de tipos pidiéndole lo contrario, ¿entendés? Lo que vos le pedís a Dios es exactamente lo contrario a lo que necesitan y piden todos esos tipos. Dios no les puede hacer caso a todos los pedidos. ¿O qué te pensás? ¿Que hace una encuesta y decide por mayoría? “Tengo un cuarenta por ciento de pedidos de Banfield y un sesenta por ciento de pedidos de Independiente, entonces, que gane Independiente.”

—No entiendo a dónde querés llegar.

—A que no hay manera de que queden todos contentos. Cuando alguien gana, alguien pierde. Y por cada uno que le pide a Dios y recibe, hay otro que pide y queda de garpe.

—Bueno, Mono. Eso será con el fútbol, pero…

—Con el fútbol y con cosas más grosas. ¿O con las guerras qué te creés que pasa? La otra vuelta estaba viendo un documental de la Primera Guerra Mundial. Y estaban los franceses, en la trinchera, rezando. Y los alemanes, en la suya, rezando también. ¿No te das cuenta de que no cierra? ¿De que alguien tiene que joderse?

—Igual ahora no se trata de eso. Si yo le pido a Dios que vos te cures, no hay nadie que pierda si me da bola.

—¿Y vos te creés que me voy a salvar o me voy a morir según cuánto le pidas a Dios?

—No me jodas, Mono. Bastante quilombo tengo en la cabeza como para que me des manija con esto. Callate. Haceme el favor.

—…

—…

48

Fernando estudia detenidamente el charco que tiene adelante, tratando de hacer memoria. De ida hacia la escuela lo pasó por la derecha. Está casi seguro. Pone primera y gira el volante. El auto tuerce hacia la izquierda y se bandea un poco al sortear el pozo lleno de agua. Una vez que advierte que lo ha dejado atrás vuelve al centro de la calle. Unos meses atrás rellenaron con cascote, y está menos flojo que los costados. Cuando deja atrás la primera de las dos cuadras se detiene, sorprendido, porque ve al Ruso aproximándose a pie desde la ruta de asfalto, haciendo fintas y piruetas para tratar de no embarrarse. Fernando sonríe. Mueve el auto un poco al costado y apaga el motor. El otro no advierte su presencia porque va con los ojos bajos, atento al lodazal. Acaba de encontrar una vereda de contrapiso en medio del barrial. Pero cuando termina de caminarla se topa con que no hay manera de seguir, salvo metiendo los pies en medio del lodo. Fernando lo deja hacer. Daniel sigue sin notar que él está ahí, divirtiéndose a su costa. Estira un pie intentando dar un tranco lo suficientemente largo como para ponerse a salvo de una mojadura que, desde su sitio, Fernando no llega a adivinar. Por fin se lanza. Por la patinada que pega, es evidente que ha fracasado. Fernando suelta la carcajada mientras el otro maniobra con los brazos en el aire, como aspas, para recuperar el equilibrio. Está a punto de caer de traste pero mantiene la vertical a duras penas. En medio de sus filigranas alza lo suficiente la cabeza como para verlo a él, a treinta metros, muerto de risa adentro del auto. Le hace ademanes frenéticos para que se acerque. Fernando obedece, aunque tiene la precaución de seguir por el medio de la calle, para no encajarse. Cuando está a su altura baja la ventanilla y lo saluda.

—Hola, Rusito. —Hola las pelotas. Vení. Acercate. —¿Adónde querés que vaya? Vení vos. —Me voy a embarrar hasta las bolas, Fer. Traé el auto para

acá.

—No puedo. ¿Cómo querés que haga? ¿Que lo meta de punta? Es al pedo. No podés subir por el capot. Da la vuelta con cuidado.

—Me voy a cagar embarrando.

—¿Y qué querés que le haga? ¿Quién te mandó a hacer turismo en el barrio Santa Marta?

—Tenía que hablar con vos. Pensé que salías más tarde.

Fernando asiente y se lo queda mirando, risueño.

—¡Dale, boludo, acercate!

—¡Pero vení vos! Dale que nos vamos a pasar el día acá, si no.

Daniel especula todavía un instante, como para cerciorarse de que el otro habla en serio. Después inicia su aproximación.

—Ojo la zanja —advierte Fernando.

—Ya la vi —el Ruso avanza intentando apoyar los pies en los pedazos de cascote que sobresalen del barro. Algunos son grandes y están fijos, pero otros resbalan bajo su peso y se desplazan en el lodo.

—Me voy a ir a la mierda…

—Ajá.

En un resbalón más pronunciado que los anteriores parece que definitivamente va a caerse. Abre los brazos y los cierra como tenazas sobre el costado de la carrocería. Por fin termina de rodear el coche y se encuentra con la puerta semiabierta que le ha dejado Fernando. La abre del todo y se deja caer adentro.

—Quieto, Ruso. Antes de subir del todo dejame verte los pies.

—¿Qué pasa con mis pies?

—¿A ver? ¡No te digo! Sacate los zapatos.

—¿Por? —el Ruso sigue la dirección de la mirada de Fernando hacia sus propias extremidades—. ¡Mierda, carajo! ¡Mirá cómo me puse!

Un lodo pegajoso y brillante desborda las suelas y se pega al cuero de los mocasines. Las botamangas del vaquero también están ennegrecidas y mojadas.

—Ay. “Mirá cómo me puse” —lo remeda Fernando aflautando la voz. Pone primera y arranca con las mismas precauciones que antes—. Santa Marta es para machos. No para putitos de Castelar.

—¿Cuándo van a asfaltar acá, me querés decir?

Fernando lo mira burlón.

—En cualquier momento, Ruso. Un día de estos hacemos un
country
.

El Ruso masculla algo ininteligible y se acomoda mejor en el asiento. Ha dejado los zapatos sucios sobre la alfombra plástica de su lado.

—Ahora me entendés cuando te decía, antes de comprar el Duna, que para venir acá me embarraba hasta las bolas.

—¿Y no te conviene tomar horas en una escuela que quede más cerca de casa? Digo yo.

—Acá me pagan el plus por ruralidad, Ruso.

—¿Y es mucho?

—Fortunas.

—Dejate de joder. Te digo en serio.

Fernando dobla en el semáforo. Mientras acelera, se oyen los golpes de los restos de barro que sueltan las ruedas al chocar contra el interior de los guardabarros.

—¿No te podés ir a otra escuela mejor? Digo, como las otras que tenés.

—No. Tengo que esperar a tener más años de antigüedad —miente—. ¿A qué viniste? ¿O nomás tenías ganas de patinar en Santa Marta?

—No, tenía que hablar con vos urgente.

—¿¡Mónica está embarazada!?

—Uh. Salvo que sea el Espíritu Santo.

—¿Por?

—La flaca no está muy proclive a los encuentros venéreos conmigo, últimamente.

—En ningún momento dije que fuera hijo tuyo, Ruso.

—Qué vivo. No, vengo por nuestro asunto Pittilanga.

—¿Todavía te quedan ganas?

—No. Ganas no me quedan. Pero algo habrá que hacer.

Es cierto. Han pasado unos pocos días y Fernando ha hecho lo mismo que en cada una de las anteriores desilusiones. Amargarse y deprimirse. Ahora, además de amargarse y deprimirse, tendría que hacer algo. Por suerte el Ruso viene con alguna idea. Si no es una imbecilidad, va a seguirlo. Que otro piense. Que otro tome las decisiones.

—Estuvimos hablando mucho con el Cristo.

—La patria está salvada.

—Te digo en serio.

—Yo también. ¿Y qué pensaron?

—Le dimos cincuenta mil vueltas. Yo digo, y el Cristo me dio la razón, que hay que darle otro empujón. Algo nuevo. Algo que le dé manija al pibe.

—Si pensaron en volver a cometearlo al periodista, olvidate. Yo no tengo un mango. Y Mauricio no creo que quiera que le volvamos a afanar el auto.

—No. Ya sé. Además tiene que ser algo nuevo. Algo distinto.

—¿Distinto como qué?

—No sabés las vueltas que le dimos.

—¿Y?

—Meta y meta discutir con el Cristo…

—¡¿Y?! —Fernando se impacienta, aunque sabe que es inútil. Para el Ruso, cuando cuenta, es más importante la forma que el fondo.

—Hace tiempo me enteré de que hay unas empresas de estadística que les venden datos a empresarios, clubes, todo eso de afuera. ¿Te acordás que te conté?

—No.

—Una vez les conté. A vos y a Mauricio.

—No.

—Una vez que fuimos a verlo a Pittilanga. La primera vez, me parece. ¿No te acordás que les dije? Se cargan los datos de los jugadores. Las pelotas que tocaron, los tipos que eludieron, las veces que patearon al arco… ¿No te acordás? Pero si les conté.

—No me acuerdo, boludo.

—Pero sí. Se anota todo, pero todo todo de cada jugador. Yo te conté.

—Pero te digo que no me acuerdo. No te habré dado pelota.

—¡Seguro! ¡Eso es lo que me calienta! ¡Que yo hablo y es como si hablara… no sé, nadie!

—Me enternecés, Ruso.

—No, boludo, en serio. Como parece que soy una máquina de decir boludeces al final cuando digo algo de verdad no me dan tres cuartos de bola.

—Eh, pará un poquito.

—Sí, vos y el pelotudo de Mauricio, lo mismo. Si parece que los únicos que pueden hablar en serio son ustedes dos. Los genios. Los cráneos. Mirá dónde terminamos con los planes de ustedes dos.

Fernando no contesta. No le falta razón a su amigo. Pero que tampoco se venga a hacer el quisquilloso. Maneja unas cuantas cuadras en silencio. Total, al Ruso se le pasa pronto. Y a él, pedir disculpas tiende a costarle demasiado.

—Bueno. ¿Me vas a contar? —dice, cuando supone que la rabieta del otro ha tenido tiempo de disiparse.

—¿Ubicás el tipo de empresa que te digo?

—Sí. Entiendo.

—Yo supongo que no lo hacen con todos los jugadores. Pero existen. Eso seguro.

—¿Y?

—Y ayer estábamos pelotudeando con el Cristo, en el lavadero, porque como estuvo lloviendo y sigue nublado hay poco y nada de laburo, medio rascándonos las bolas, y salió el tema de qué hacer.

—Sí.

—Y yo le comenté esto de inventar algo para arrancar de nuevo. Una iniciativa. Algo nuevo. Y se me dio por comentarle al Cristo esto de las empresas, y que lástima que no tengamos manera de meter los datos de Pittilanga en una empresa así, a ver si pica alguno.

—¿Cómo, meter los datos?

—Claro, boludo. Eso es una base de datos. Vos ponés el nombre del jugador y salta la información. Bueno. Si pudiéramos cargarlo a Pittilanga, suponete.

—Pero eso no lo van a hacer con jugadores del Torneo Argentino, Ruso.

—Ya sé, pelotudo. Es un decir. Pero si fuera un
crack
, capaz que sí se lo puede cargar.

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