Papeles en el viento (40 page)

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Authors: Eduardo Sacheri

Tags: #Relato

—Eh… creo que no, me parece que con eso… No sé si Mauricio quiere decir algo…

El aludido se toma su tiempo. Termina el café y deja el pocillo en el plato. Se acomoda el nudo de la corbata.

—Creo que está todo dicho.

—Bueno, sí, me parece que nos hemos puesto de acuerdo —Salvatierra mira a cada uno, alternativamente, pero nadie le devuelve la mirada. Los otros tres lo miran a Mauricio, y este se mira los zapatos—. Pero si hay alguna aspereza que limar capaz que es preferible charlarlo ahora y…

“Y no cagarnos a trompadas delante de los árabes”, completa para sus adentros Fernando, y sonríe con ironía.

—¿Y vos de qué te reís? —le pregunta Mauricio de mal modo.

Fernando lo considera. Ya no sonríe.

—No te pongas nervioso. Yo sé que pusiste mucho de tu parte para que esta negociación sea un éxito. Entiendo tus nervios. Pero ya falta poco para coronar tu esfuerzo.

—¿Siempre sos vos la vara para medir lo que hacen los demás? ¿No hay otra?

—¿Yo, la vara? No, para nada.

—Parecería que sí.

Fernando asiente, pero se mantiene callado.

—Muchachos, ¿por qué no lo dejamos ahí…? —el Ruso parece un señalero que intenta evitar que dos locomotoras se despedacen en un cruce.

—Si tenés algo que decir, mejor decilo.

—No. Me gustaría saber, nomás…

—¿Qué, Fernando? ¿Qué te gustaría saber?

—Por qué demoraste tres semanas en avisarnos que los del Al-Shabab querían comprar el pase de Mario… Es una duda que tengo —lleva una mano a la cabeza y hace el gesto de enroscarse algo a la altura de la sien—. Viste… a veces a uno la cabeza le carbura…

Mauricio se mira otra vez los zapatos.

—Digo. Porque daría la impresión de que si el Ruso no se cruza con el Polaco en el supermercado la vez pasada, ni nos enteramos de la oferta. No sé. Capaz que yo soy un mal pensado y fue por eso. Capaz que vos lo estabas manejando… No sé…

—Fernando —interviene Salvatierra—, yo no pretendí ocultarles nada, de qué me sirve a mí…

—La cosa no es con vos… —lo corta Fernando, sin dejar de mirar a Mauricio.

—No —Mauricio se revuelve en el asiento, sonriendo sin ganas—. Es conmigo. La cosa es conmigo.

—Pero en una de esas hay alguna razón que yo no entiendo para que nos tuvieras un mes en pelotas.

—A lo mejor pensé que no valía la pena entusiasmarse tanto.

—¿Pensaste? ¿Vos solo pensaste? ¿Y desde cuándo quedamos en que vos podías pensar solo?

—Ah, no sabía que para pensar necesitaba tu compañía. Tu guía, más bien.

—Yo no te digo que me pidas permiso. Pero sí que me avises.

—Yo no te pido permiso ni te lo voy a pedir. No sé a quién carajo le ganaste. No sé quién carajo te abrió la jaula, pero me tenés seco. Te recibiste de experto en venta de jugadores y yo ni me enteré, así que vamos a hacer una cosa. Yo me voy yendo, que tengo cosas que hacer. Vos quedate, o andate a esas escuelas de mierda donde vas a enseñarles sujeto y predicado.

—¡Pará, Mauricio! —quiere contenerlo el Ruso—. No te vayas así.

—¿Pero vos te creés que yo estoy en edad de que este pelotudo me venga a cagar a pedos? ¿Que me baje línea como si fuera mi papá? Nos vemos el viernes.

—Pero te necesitamos. Tenemos que estar todos.

El Ruso se ha puesto de pie, pero cuando Mauricio pasa a grandes trancos por su lado no se atreve a detenerlo. Recién se da vuelta cuando apoya la mano en el picaporte.

—¿A mí? ¿A mí? No, no me necesitan, Ruso. Preguntale a este. Se basta y sobra. No necesita a nadie. A vos tampoco te necesita. Lo que pasa es que vos le decís a todo que sí, entonces con vos está todo bien. Hasta el viernes.

Sale y cierra con un portazo.

Efectos secundarios II

—¿Y?

—Estoy leyendo. Esperen.

—¡Dale!

—¿Qué fue lo que tuviste?

—¡No te hagás el interesante, Ruso! ¡Dejame leer a mí!

—¡Saque la mano, Mono! Usted no está en condiciones. Veamos…

—Qué Ruso reventado.

—Hubieran ido ustedes a charlar con la enfermera.

—…

—…

—…

—¿Vértigo, tuviste, Mono?

—Sí… vértigo… mareos…

—Bueno, según los “Efectos adversos” es normal, boludo.

—¿Dice así? ¿Efectos adversos?

—No, boludo. Dice “Modo de cocción”.

—No seas pelotudo.

—No seas pelotudo vos, Mono. Está en “efectos adversos” y dice… dice… vértigo… cefaleas, ¡ja!

—¿De qué te reís?

—Vértigo, cefaleas, trastornos psiquiátricos. De esto último no le podés echar la culpa a las inyecciones, Mono.

—¿A ver, Ruso? Mostrame.

—Mirá, Fer. Leé vos también, Mauricio.

—…

—…

—Cierto, che.

—¿Qué pasa? ¿Qué leen?

—Nada, Mono.

—¡Nada un carajo! ¿Qué dice?

—…

—Mmmmm… esto tiene más efectos adversos que no sé qué. ¿Cuántas te dieron, de estas?

—Yo qué sé… como cinco… seis… ¿por qué?

—A ver, Mono… esto puede ser terrible… en tu caso, digo…

—¡¿Por qué?! ¡¿Qué pasa?!

—¿Vos decís lo del aumento de la sudoración, Fer?

—No, Mauricio. Bueno, también. Si en general este hijo de puta tiene un olor a establo que te mata, imaginate con esta medicación.

—¿Por qué no se van a cagar?

—Pero no lo digo por eso. Por esto otro, lo digo.

—¿A ver…? ¡Ja! ¡Mirá, Ruso, leé!

—¿No les da vergüenza, cagarse así de la risa de mí?

—A ver… ¡Noooooo! “…aumento de la presión intracraneal” ¡Cagamos! ¡Le va a estallar la cabeza y nos va a hacer mierda a todos!

—¡Quedate quieto, Mono! ¡Quedate quieto! No te muevas que si explotás nos morimos todos con la onda expansiva.

—¡No te sacudas que te vas a sacar la aguja! Mirá que la enfermera ya te cagó a pedos porque te tuvo que canalizar de nuevo.

—¡No! ¡Te digo que no! ¡Mirá que a los almohadonazos perdés, Mono! ¡Escuchen esto! ¡Escuchen! ¡Esto se lo dieron a toda la defensa de Independiente!: “Náuseas; malestar general; ataxia; hipo… raros casos de ceguera…”.

55

—Odio estos ascensores que parecen un sarcófago de aluminio. Me dan… ¿cómo se llama?

—Claustrofobia —acota Fernando.

—Eso. Claustrofobia.

Permanecen unos segundos sin hablar, viendo sucederse los números de los pisos en el contador luminoso.

—Che, Fer…

—¿Qué, Ruso?

—Estuve pensando en este asunto con los árabes.

—¿Qué pasa? —Fernando se pasa el dedo por el interior del cuello de la camisa. No le aprieta, pero siempre que usa corbata repite el mismo gesto de incomodidad.

—¿No tendremos quilombo?

—¿Quilombo por qué?

—Y… yo qué sé. Viste que son musulmanes…

—¿Y qué pasa con que sean musulmanes? ¿En qué te jode?

—No, joderme no me jode. Pero en una de esas… no sé… mirá si andan en la joda de los atentados. Bin Laden, todo eso…

Fernando gira para mirarlo. Nota que habla en serio, y que la corbata fucsia refulge bajo las luces blancas del techo del ascensor.

—No pasa nada, boludo. Qué tiene que ver. Hay millones de musulmanes que nada que ver.

—¿Estás seguro? Mirá si nos salvamos de los de la mafia rusa para terminar fiambres en manos del fundamentalismo islámico, boludo.

Fernando se toma un segundo.

—Eso sí. Con esa napia no te aseguro nada.

El Ruso se palpa la nariz.

—¿Qué pasa con mi nariz? —pregunta, tenso.

—¿En tu familia son judíos sefaradíes o judíos asquenazis?

—Eh… no sé… asquenazis —ahora el Ruso se mira en uno de los espejos—. ¿Por qué, boludo? ¿Qué problema hay?

Fernando se pregunta hasta dónde martirizarlo. Un poco más.

—Menos mal.

—¿Pero qué? ¿Si soy sefaradí hay quilombo? ¿Por qué?

Fernando pone cara de estar lleno de dudas. Pero cuando le ve la angustia se apiada.

—No sé, boludo.

—En serio te pregunto.

—En serio te contesto. No tengo ni idea.

—¿Y entonces para qué hablás? —por detrás de la mortificación, en el tono del Ruso se advierte el desahogo.

—Para joderte un poco a vos, supongo.

Escuchan una especie de campanada que emite el ascensor antes de detenerse. Fernando siente la densidad de las tripas que demoran más que el artefacto en frenar el ascenso, y se le agolpan, nauseosas, a la altura del diafragma. Se abren las puertas. El corredor alfombrado, los cuadros en las paredes, los bronces lustrados hasta el paroxismo, el silencio elegante. Que todo termine pronto, por Dios.

—¿Cómo se saluda? —pregunta el Ruso, mientras avanzan por el pasillo buscando el número que les habían indicado.

—Vos agachá la cabeza. ¿De perfil la napia se te ve más o menos?

Fernando se burla pero, al mismo tiempo, siente que le falta el aire, el espacio. Una opresión creciente, un acorralamiento paulatino al que no puede ponerle nombre. Mientras doblan un recodo del pasillo le viene a la mente la imagen de esos ratones blancos de laboratorio que recorren un laberinto bajo la atenta mirada de un científico. Después tiene una sensación mucho más primaria. Más concreta: la que lo asalta en la cancha, en la tribuna, cuando una intuición indefectible le susurra al oído que Independiente es boleta. Que haga lo que haga se viene el gol de los contrarios.

—Che, boludo. Te hice una pregunta —dice el Ruso.

—¿Qué? —Que si en serio se puede armar quilombo con que yo sea judío.

Fernando detiene un segundo la marcha.

—No, boludo. Quedate tranquilo.

—¿Por qué me jodés? ¿No ves que esto es serio?

—¿Viste qué feo que te tomen para la joda en momentos así?

La sensación es esa. Esa de la cancha. Algo percibe Fernando, en el ambiente, que anuncia la derrota. En la cancha puede apelar a toda una ristra de cábalas para sostenerse en la emergencia. Sacarse el gorrito —o ponérselo, según el caso—, pararse dos escalones más abajo o uno más arriba, mirar con detenimiento el siguiente tren que pase detrás de la tribuna visitante, recitando algún conjuro de la infancia, al estilo de “si veo pasar justo el tren, no nos embocan”. Pero en este lugar mullido y silencioso esos sortilegios son inservibles. Recuerda —y no por casualidad— a Mauricio.

—¿Y el boludo de tu amigo? ¿Vendrá?

—“Mi” amigo. ¿Amigo tuyo no es?

Fernando no contesta, y el Ruso agrega:

—Sí, ya debe haber llegado. Le dije de venir los tres juntos pero prefirió venir por su lado.

Fernando asiente.

—¿Por qué será, no?

El Ruso alza la mano y golpea la puerta.

Efectos secundarios III

—En serio, Mono. Ahora entiendo.

—¿Qué?

—¡Ja! ¡Ja! ¡Qué hijo de puta! ¡Ahora entiendo todo! ¡Ahora lo entiendo! ¡A vos esto te lo inyectaron de chico, Mono! ¡De chico te lo inyectaron y no te diste cuenta!

—¿A ver, Ruso?

—¿A ver?

—Miren. Vos, quieto ahí, Mono. No te acerques.

—Voy a llamar a la enfermera y que los saque a patadas en el orto…

—¡Tenés razón, Ruso! ¡Pobre Monito! Tendrías que habernos dicho…

—¿Decirles qué? ¡Dame el papel que lo leo! ¡Dame!

—¡Chito! Saque la mano.

—Yo se lo leo.

—No. Se lo leo yo, que lo encontré. Bueno: “Irregularidades menstruales” eso es de siempre…

—Siempre lo tuvo…

—No es novedad…

—Me refiero a esto… ¡ja!

—¡Dale, boludo! ¡Leé de una vez!

—“Detención del crecimiento en niños.” Haber sabido, Mono, que te quedaste petiso por eso.

—¿Por qué no se van a cagar?

—Pobrecito, Mono. Perdonanos. Se ve que fue por la medicación.

—Lo cagaron a inyecciones, de pibe, y por eso quedó así.

—Son unos forros. Los tres.

—Chiquito.

—Retacón.

—Así, petisito.

56

Un energúmeno de dos metros de envergadura y rostro de asesino serial les franquea la entrada. Pasan a una sala que ocupan seis personas alrededor de una larga mesa. Todos se ponen de pie casi al mismo tiempo.

En un rápido vistazo Fernando ubica a Pittilanga —ataviado con su perpetuo equipo deportivo—, Salvatierra —con el mismo traje de la vez anterior, que debe ser uno de los últimos vestigios de su década de gloria—, y al Cristo —de riguroso traje negro, angosto, y corbata estrecha del mismo color—. El Ruso ha querido que participe en calidad de secretario, un poco por si sale a colación alguna referencia a marcapegajosa.com.ar y otro poco porque no quiere dejarlo al margen del desenlace de esa telenovela que ha venido siguiendo capítulo a capítulo.

Después de saludarlos a ellos se encara con los árabes. Son tres, descontando al guardaespaldas de la puerta, y se los ve más afables y sonrientes que a los ucranianos. Bueno, piensa Fernando, recordando el gesto hosco y las miradas gélidas de estos últimos: no hace falta demasiado esfuerzo para superarlos en simpatía. Salvatierra se ocupa de las presentaciones. Uno solo de los árabes contesta en un español pedregoso. Los otros dos se limitan a sonreír durante los apretones de mano. Toman asiento. Enseguida el Ruso le toca el brazo y le acerca la boca al oído.

—Boludo, tienen la misma nariz que yo.

Fernando no tiene resto para seguir mortificándolo. El custodio de la puerta se aproxima empujando una mesa rodante con café, galletas y sándwiches. Sirve en silencio, sin preguntar qué quieren y qué no, pero nadie se atreve a objetarle el proceder. Cuando termina de poner una taza de café delante de cada uno y las bandejas en la mesa, se retira a su puesto de la entrada, empujando de nuevo la mesita.

—Bueno —dice Salvatierra, después de aclararse la garganta—. Antes que nada, y en nombre de Mario y mío, en mi calidad de representante, como así también de Daniel y Fernando, dos de los apoderados de Margarita Núñez de Raguzzi, dueña de los derechos económicos, quiero darles la bienvenida a la Argentina, y agradecerles su interés por contar con los servicios de Mario en el Al-Shabab Fútbol Club.

Uno de los árabes empieza a traducir el discurso del Polaco a su lengua, y los otros dos contestan con graves inclinaciones de cabeza.

Algo en el aire, piensa Fernando, y aunque sabe que esa imagen es de una obviedad lamentable, no encuentra otra mejor y se repite para sus adentros: algo en el aire. Algo malo, algo tenso, algo amenazante, algo agazapado detrás de las cortinas gruesas o de los cómodos sillones en los que están sentados. Algo que está en todos lados y en ninguno, algo que cuando se deje ver del todo será demasiado tarde, mierda. Independiente puede parecer a salvo. Hasta puede, en apariencia, tener el partido bajo control. Y sin embargo… hay algo. Tal vez no es más que un temblor en el aire. En esas circunstancias las cosas se cargan de símbolos herméticos. Un saque lateral en mitad de la cancha, un vendedor de garrapiñada al que se le suelta el elástico de la bandeja y se le derrumba la pirámide de paquetes, un viejo de boina que resopla, indescifrable, tres lugares más allá. Y de buenas a primeras el saque lateral deriva en un forcejeo en el mediocampo, y el forcejeo en un pelotazo profundo, y el pelotazo en un centro al área, y el centro en un cabezazo y de repente la tragedia. Y el algo toma cuerpo y se convierte en todo.

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