Read Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción Online

Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (10 page)

Leonor Hidalgo..., una mujer fascinante y misteriosa, como las protagonistas de las malas películas policíacas de Hollywood. Y también una mentirosa que, probablemente, jamás había visto al difunto Luis Carlos de Andrade, conde de Lemos, ni conocía su colección filatélica. Lo cual, evidentemente, hacía albergar serias dudas acerca de su descripción del sello robado.

Vega había contemplado muchas veces el boceto realizado siguiendo las indicaciones de la mujer. Un anciano alado sobre el que aparecía una leyenda en latín: MOBILE QUOD MOVETUR. Vega hizo traducir aquella frase, descubriendo que en castellano quería decir «Móvil que es movido»; no obstante, su auténtico significado permanecía en la oscuridad.

¿Qué demonios podía ser un «móvil que es movido»...?

Pero ése no era el único enigma que planteaba aquel sello: debajo del dibujo aparecía un nombre, Thule. Vega había buscado en una enciclopedia su significado:

Thule. Isla legendaria del Atlántico Norte, situada a seis días de navegación de las Oreadas. Se supone que Thule es diez veces más grande que Gran Bretaña; su suelo es prácticamente estéril y el aire está compuesto por una mezcla de agua de mar y oxígeno.

Según la leyenda, un fenómeno extraño acontece allí todos los años. En la época del solsticio de verano nunca se pone el sol, sino que permanece en el cielo hasta la llegada del solsticio de invierno. Entonces, durante cuarenta días y sus noches permanece oculto. Los habitantes de la isla pasan esa larga noche durmiendo, pues no se puede hacer otra cosa en la oscuridad.

La imaginaria isla de Thule fue citada por Diodoro Sículo, en su
Biblioteca Histórica
(s. I a.C), por Estrabón, en su
Geografía
(s. I a.C), y por Procopio en su
Guerra de los Godos
(s. IV).

En fin, aquello tampoco había aclarado demasiado las cosas. Se trataba de un país imaginario, como ocurría, según afirmaba Damián, con muchos de los sellos de fantasía. Pero, ¿por qué Thule? ¿Acaso era una clave o una contraseña...?

Vega había dejado de darle vueltas al asunto. Thule podía significar cualquier cosa, o no significar nada. A fin de cuentas, la descripción de aquel sello había sido facilitada por Leonor Hidalgo, y su palabra estaba, cuando menos, en entredicho.

De modo que así transcurrió la semana para el policía: las piezas del rompecabezas se iban amontonando sobre su mesa, sin que todavía resultase, ni mucho menos, evidente la manera en que podían encajar unas con otras.

Pero, al menos, el Coleccionista no había actuado de nuevo.

Hasta el domingo, 12 de marzo...

Aquella mañana, Vega permaneció en su casa. Se había traído un montón de carpetas del despacho, informes y transcripciones de interrogatorios, y llevaba trabajando en ellas desde primera hora. A mediodía, la señora Eulalia subió a entregarle un sobre que acababan de traer de la Dirección General de Seguridad.

—Parece mentira, don Telmo —dijo la mujer— todos los días trabajando de sol a sol y, cuando llega el domingo, ¡hala!, también a trabajar... Eso no es sano, no señor. Tantos días encerrado en habitaciones sin ventilación acabarán con su salud. ¡Salga a la calle, hombre, y déjese ya de tanto trabajo!

Vega tuvo que jurarle que seguiría su consejo e iría a dar un paseo.

—Será mejor que lo haga enseguida —advirtió con firmeza doña Eulalia, mientras abandonaba el piso—. Si no lo veo salir antes de quince minutos, volveré yo misma a sacarle de las orejas. Ojo, don Telmo: estaré vigilando.

Vega sonrió y rasgó el sobre. Contenía una nota de Uribe, informándole de que, al parecer, sólo había dos peristas en Madrid que se ocupasen de traficar con sellos de correos: un tal Doroteo Martínez y los hermanos Mendoza. Por lo visto, Martínez se había retirado hacía un par de años, de modo que únicamente quedaban los Mendoza.

Vega estaba tomando, mentalmente, nota de aquel dato, cuando sonó el teléfono. Era Navarro.

—Jefe... tengo malas noticias. —Una pausa—. Hemos recibido una llamada de casa de Damián Echevarría... Su mujer le encontró muerto al volver de misa...

Vega notó cómo el corazón le daba un vuelco. Intentó hablar, pero el nudo que se le había formado en la garganta estranguló sus palabras.

—¿Cómo ha sido...? —logró preguntar.

—Un disparo en la cabeza... Es cosa del Coleccionista...

Vega tragó saliva.

—¿Cómo lo sabes...?

Una nueva pausa, cuajada de estática telefónica.

—Porque ha dejado una carta para ti, jefe...

Damián Echevarría se hallaba tendido sobre su cama, cubierto tan sólo por una camiseta y unos calzoncillos de algodón blanco. A decir verdad, tenía un aspecto ridículo, allí tumbado, con su prominente tripa medio descubierta y las velludas piernas al aire.

«Por lo menos, podía haberle permitido morir con dignidad...», pensó Vega.

¿O bastaban el orificio de bala en mitad de la frente y la rosa de sangre que empapaba las sábanas para conferir algo de decoro a aquel cuerpo inmóvil? No... Parecía un payaso al que se le hubiese corrido el maquillaje.

Vega sacudió la cabeza. ¿Por qué pensaba esas cosas...? Se volvió hacia Navarro.


¿
Qué ha ocurrido?

—María, la mujer de Damián, salió de casa poco antes de las diez para ir a misa. Su marido se quedó en la cama. Una hora más tarde, ella volvió y lo encontró así. De modo que el crimen se debió cometer entre las diez y las once. Creo que le mataron mientras dormía.

—¿Dónde está ahora su mujer...?

—En el hospital —contestó Navarro—. Tenía un ataque de nervios— Vega contempló de nuevo el cadáver. El asesino había colocado sobre su pecho una carta, en cuyo dorso aparecía escrito: «A la atención del comisario Vega.«

El policía se inclinó hacia delante, cogió el sobre y leyó lo que aparecía escrito en el reverso: «El Coleccionista.»

Así que, ahora, ese hijo de puta mandaba cartas... Vega rasgó el sobre, sacó de su interior una hoja de papel y la desdobló. Contempló la cuidada caligrafía de un texto escrito a mano:

Estimado comisario Vega:

No sabe lo mucho que me decepciona la extremada lentitud con que lleva a cabo sus pesquisas. ¿Acaso no se da cuenta de que, mientras no encuentre el sello, seguiré matando?

El sello, sí. ¿No le habló ella de Thule? ¿
Mobile quod movetur
, y todo eso...? Vamos comisario, pregúntele. Y pregúntele también por lo que le ocurrió a Melchor Barrera.

Lamento haber tenido que matar a su amigo, pero creo que usted necesitaba un estímulo de este tipo. Ahora es algo personal, ¿verdad?

Dese prisa, comisario. Encuentre el sello y me encontrará a mí.

Reciba un cordial saludo,

El Coleccionista

Vega encajó la mandíbula. La conmoción que le había provocado la muerte de Damián Echevarría se estaba convirtiendo, a marchas forzadas, en furor. De modo que querían utilizarle, ¿no?, manejarle como a una marioneta... Crispó el puño con ira, arrugando la carta.

—Cuidado, jefe —advirtió Navarro—. Estás destruyendo una prueba...

Vega asintió e intentó alisar el papel. Leyó de nuevo uno de los párrafos: «¿No le habló ella de Thule?»

Ella.

Vega respiró hondo y guardó la carta en el bolsillo interior de la chaqueta.

—Vámonos —dijo, mientras se dirigía hacia la salida.

—¿Adonde? —preguntó Navarro, sorprendido.

—A tener una charla con Leonor Hidalgo —contestó Vega.

Leonor enarcó las cejas mientras sus ojos chispeaban de ironía.

—Me temo que no le entiendo, comisario...

—Me entiende perfectamente —dijo Vega—. Usted nos ha mentido: ni conocía a Luis Carlos de Andrade, ni es filatélica. Pero está relacionada de algún modo con esos asesinatos, así que va a contarme todo lo que sabe.

Se encontraban en el recibidor de mármol y cristal del palacete. Leonor, siempre acompañada por su gigantesco guardaespaldas negro, parecía una modelo de alta costura, vestida informalmente con un pantalón de raso blanco y un suéter de lana a juego. Navarro, flanqueado por dos guardias de asalto, contemplaba la escena con cierta perplejidad.

—Pero mi querido amigo —repuso Leonor, sonriente—, sí ya le he dicho todo lo que sé...

—¡Basta! —gritó Vega—. Estoy harto de sus aires sofisticados. Han matado a Damián Echevarría. Usted le conoció, aunque dudo que una mujer tan importante pueda recordar a alguien tan vulgar.

—Me acuerdo perfectamente del señor Echevarría.

—¿Sí...? Pues está muerto, y yo todavía ignoro por qué. Pero usted lo sabe, y me lo va a decir.

Leonor contempló con frialdad al policía. Al cabo de unos segundos, la sonrisa volvió a sus labios.

—No me gustan sus modales, comisario. Y le advierto que no estoy acostumbrada a que me presionen.

Vega respiró hondo.

—En tal caso —dijo secamente—, deberá acompañarnos, señora Hidalgo.

Vega cogió por el brazo a la mujer. Súbitamente, el negro Abraham Lincoln Smith saltó como un resorte. Con una rapidez inusitada en alguien tan voluminoso, apartó al comisario de un manotazo, mientras que su mano derecha volaba en busca del arma que llevaba oculta bajo la chaqueta. Antes de que los dos guardias de asalto pudieran reaccionar, Navarro ya había desenfundado su pistola, apuntando con ella a la cabeza del guardaespaldas.

—¡Quietos! —gritó Leonor Hidalgo. Luego se volvió hacia el negro—:
Abby don't do anything. Call my lawyer and tell him what's happening.

—¿Qué le ha dicho?—preguntó Vega.

—Que llame a mi abogado. —La mujer le miró con ironía—. No tengo el menor inconveniente en acompañarle, comisario. Una dama siempre sabe cuándo hay que aceptar una invitación, sobre todo si ha sido expresada en términos tan amables. Pero contenga su impaciencia, querido. No querrá que salga a la calle sin ponerme un abrigo, ¿verdad? —Sonrió ampliamente—. Podría resfriarme...

Apenas hora y media después de que Leonor Hidalgo fuera encarcelada en uno de los calabozos de la DGS, Telmo Vega recibió una llamada telefónica ordenándole presentarse ante Paulino Gómez, Director General de Seguridad.

—Comisario Vega: acabo de ordenar que pongan en libertad a la señora Hidalgo —dijo Gómez, nada más entrar el policía en su despacho.

Vega tragó saliva.

—¿Por qué...? —preguntó—. Hay indicios de que esa mujer está implicada en una serie de asesinatos, y...

—¿Dice que hay indicios? —le interrumpió Gómez, los ojos llenos de incredulidad—. ¿Quiere decir que ha detenido a la Hidalgo por unas simples sospechas...? —Resopló—. ¿Sabe quién es esa mujer, comisario?

—Sé que es rica e influyente, pero...

—¿Influyente...? —Gómez rió sin humor—. Escuche, Vega, ¿qué demonios piensa que hago hoy, un domingo, aquí? Se lo diré: estaba tranquilamente en mi casa cuando, diez minutos después de que a usted se le ocurriera la brillante idea de encarcelar a Leonor Hidalgo, recibí la primera llamada telefónica. Era el embajador de Estados Unidos, y echaba espuma por la boca. Poco después me llamó el mismísimo ministro de Gobernación y, como es un militar, estaba diez veces más cabreado que el embajador. Y, finalmente, ¿adivina quién me llamó...? ¿No...? Pues se lo voy a decir: don Manuel. ¿Sabe a qué don Manuel me refiero...? A don Manuel Azaña, el Presidente de la República. ¿Y sabe lo que querían todos, Vega...? Querían mis pelotas. Y las pelotas del irresponsable que tuvo la genial idea de encerrar a la señora Hidalgo.

—Esa mujer puede ser cómplice de seis asesinatos... —protestó Vega, con el ceño fruncido.

—¿Ve como no me ha entendido? —Gómez movió la cabeza de un lado a otro—. Me da igual si esa mujer ha matado a seis personas o si se propone cargarse a su santidad el Papa. Leonor Hidalgo es, ¿cómo decirlo...? Una benefactora de la patria, sí. De modo que ni se le ocurra volver a molestarla, ¿comprende Vega?

—Pero...

—Ni peros ni hostias, comisario. La señora Hidalgo es sagrada para usted. De modo que le ordeno, ¿entiende?, le ordeno que la deje tranquila. ¿Está claro...?

Vega encajó la mandíbula.

—Muy claro —musitó.

Y sin añadir nada más se dio la vuelta, encaminándose rápidamente hacia la puerta. La voz de Gómez le contuvo.

—Me he enterado de la muerte de Echevarría... Le conocía, ¿sabe? Era un buen policía y un buen hombre. También sé que estaba colaborando con usted en el caso del Coleccionista y... bueno, ha sido una desgracia, pero eso no significa que perdamos los papeles, ¿verdad? —suspiró—. ¿Empezamos a entendernos...?

A través de los ojos entrecerrados, Vega contempló al Director General de Seguridad. Aquel hombre era un político, no un policía; jamás podrían entenderse.

Sin decir nada, el comisario abandonó el despacho.

Cuando Vega regresó a su oficina encontró a Leonor Hidalgo esperándole, cómodamente sentada frente al escritorio repleto de papeles.

—¿Qué quiere? —preguntó con sequedad el policía.

La mujer sonrió débilmente, esta vez sin asomo de ironía.

—Disculparme.

—¿Disculparse...? —repuso Vega. Y añadió, con sarcasmo—: Una persona tan influyente no tiene por qué rebajarse a pedir perdón.

—Comprendo que esté enfadado, comisario. Es cierto, le engañé. No conocía a Luis Carlos de Andrade, pero creí que presentándome como amiga suya tendría la oportunidad de... en fin, de poner a la policía en el buen camino. —Desvió la mirada—. Reconozco que no lo hice muy bien, pero hay que tener en cuenta que me vi obligada a improvisar.

Vega sacudió la cabeza, irritado.

—¿De qué demonios está hablando? Mire, señora Hidalgo, hoy no es precisamente el mejor día de mi vida, así que no tengo ganas de jugar a las adivinanzas. Sí quiere decir algo, dígalo claramente. En caso contrario, vuélvase a su palacio encantado y déjeme tranquilo, ¿de acuerdo?

Leonor asintió en silencio, aceptando el malhumor del policía como si de una justa penitencia se tratara.

—Supongo que no lo creerá, pero mi única intención es ayudarle. Escuche: el asesino al que ustedes llaman el Coleccionista está buscando los sellos de Thule. Ésa es la verdad. Hay tres sellos: uno rojo, otro verde y otro azul, todos con el mismo motivo.

Vega notó cómo su ira comenzaba a declinar, transformándose paulatinamente en interés. Sin apartar los ojos de la mujer, tomó asiento.

—Por eso usted decía no recordar el color del sello que faltaba en la colección de Andrade...

Other books

Schooled by Bright, Deena
Waiting for Callback by Perdita Cargill
Kinglake-350 by Adrian Hyland
Dead Radiance by T. G. Ayer
The Last Two Seconds by Mary Jo Bang
The Prison Inside Me by Gilbert Brown
Canary by Nathan Aldyne
Five Dead Canaries by Edward Marston