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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (4 page)

La historia puede que tenga una relación más estrecha con lo que realmente sucedió que la mayoría de la ficción, ¡o puede que no! Muchos gobernantes cambian los libros de historia cuando llegan al poder, e incluso en una sociedad completamente libre y abierta, la «verdad» histórica es algo mutable, una cuestión de Interpretación cultural. Cuando era niño me enseñaron que los americanos lucharon valientemente contra los británicos para ganar la independencia y librarse de impuestos injustos. Nadie me dijo que la guerra la financiaron hombres ricos que establecieron sus propios impuestos cuando acabó.

¿Qué es el pasado, entonces, sino memoria e historia? La idea del pasado como una cadena sólida de causas y efectos es una ilusión confortable. Todo lo que sabemos con seguridad es que parte de él es engaño y mentiras. Nadie sabe qué parte en concreto.

¿Y qué pasa con el presente? También es ficción en términos humanos; una conveniencia matemática. T = 0... no,
ahora
T = 0... No puedo decirlo con suficiente rapidez.

Supongamos que es verano, si no representa un esfuerzo demasiado grande, y que hay una tormenta. Salimos del edificio y cae un rayo como a un kilómetro de distancia. Eso es un suceso, pero ¿cuál es su ahora? Si no se miraba en esa dirección, si no se parpadeaba, no se sabe nada de ese suceso hasta que se oye el trueno, unos tres segundos más tarde. Pero aunque el observador estuviese mirando, habría un retraso muy pequeño, mientras la luz recorría ese kilómetro. Aproximadamente 1/300.000 de segundo. Pero hay otro retraso mucho mayor, entre la retina y el cerebro —1/200 de segundo— antes de que se registre el fogonazo de luz.

Pero el «ahora» sigue avanzando. Otra fracción de segundo más tarde, las glándulas de adrenalina responden produciendo norepinefrina, y luego epinefrina y adrenalina, para hacer que el cuerpo se coloque en el modo de lucha-o-huye. Los pelos se erizan y los músculos se flexionan por reflejo, y durante otra fracción de segundo, el cerebro y el cuerpo evalúan la situación y hay una relajación. «Vaya —nos decimos—, ése estuvo cerca.» La experiencia pareció instantánea, pero realmente ocupó lo que, para algunos estándares, sería un período largo de tiempo. Un ordenador personal podría haber realizado unos pocos millones de operaciones antes de que dijéramos ese «Vaya».

Como todos los animales, vivimos en esa franja de percepciones retrasadas, sin alcanzar nunca el presente teórico. A diferencia de los otros animales, la mayor parte de nuestros actos no son el resultado de reflejos ante estímulos inmediatos. Planeamos lo que vamos a hacer según lo que creemos que sucederá en el próximo minuto, hora, día o año. En algunas ocasiones hacemos cosas que no darán fruto hasta un futuro puramente teórico, después de nuestra muerte.

Más que nada, la ciencia ficción es una forma que trata del futuro, pensando en cómo serían las cosas. Puede que sea fantasía no voy a discutirlo, pero también es intensamente real. Las formas de ficción convencionales tratan de las cosas como son o como solían ser. Pero el presente no existe, excepto como una comodidad para matemáticos, y el pasado es un consenso mutable de ilusiones y sólo el futuro es real.

J
OE
H
ALDEMAN

EL COLECCIONISTA DE SELLOS

por César Mallorquí

La guerra terminaría si los

muertos pudiesen regresar

S
TANLEY
B
ALDWIN

INTRODUCCIÓN LA NOCHE DE SAN SILVESTRE

Melchor Barrera giró de nuevo la llave de contacto. El motor de arranque emitió un ruido mortecino, parecido al lamento de un animal enfermo, que se debilitó con rapidez hasta ahogarse, finalmente, en medio de un estertor metálico.

—¡Mierda! —masculló Barrera, mientras se reclinaba contrariado sobre el asiento de cuero.

Había comprado el coche más sofisticado y rápido del mundo, un Bentley de cuatro litros y medio con compresor, capaz de alcanzar los doscientos kilómetros por hora, lo había importado a España desde Inglaterra, lo había mantenido en perfectas condiciones durante meses y ahora, justo en ese momento, aquel armatoste no conseguía ponerse en marcha.

«La batería», pensó Barrera. Se había descargado. Y él no había previsto tener una de repuesto. Aunque quizá pudiera arrancar el motor con la manivela... Pero no, resultaría imposible mover manualmente los pesados pistones de aquel monstruo.

—¡Mierda, mierda, mierda...! —repitió, cada vez más exasperado.

Bajó del coche y pateó con irritación una rueda. Después de tanto tiempo diseñando hasta el menor detalle de aquel plan, ahora todo se venía abajo por una tontería. Respiró profundamente, intentando calmarse.

El sonido lejano de unos disparos le sobresaltó.

No, no eran disparos. Se trataba de los cohetes y petardos con que la gente celebraba el Año Nuevo. Barrera consultó su reloj: era la una menos cuarto de la madrugada. Aquel primero de enero de 1939 llevaba cuarenta y cinco minutos campeando en los calendarios y, por primera vez después de muchos años, ahora que el fin de la guerra estaba próximo, la gente volvía a celebrar con alegría una Nochevieja.

Sí, Madrid era una fiesta. Pero no allí, en aquel barrio del extrarradio, solitario y oscuro.

Barrera se apoyó en el capó del coche. Permaneció unos segundos pensativo, considerando cuáles iban a ser sus próximos pasos. Tenía que abandonar Madrid, eso era prioritario. Así que estaba obligado a utilizar su otro coche, un modesto Austin Ten, mucho menos potente y veloz que el Bentley. El problema residía en que el Austin estaba guardado en un garaje de la calle Quintana, cerca del Parque del Oeste, en el otro extremo de la ciudad, lo que suponía una larga caminata hasta llegar allí.

Suspiró. Más le valía ponerse en marcha.

Abrió de nuevo la portezuela del automóvil y sacó de su interior un portafolio de cuero negro. Se trataba de un maletín muy poco convencional: su estructura era de acero y estaba dotado de una cerradura de seguridad. Además, cerca del asa surgía una cadena de cuyo extremo colgaba un grillete parecido a los usados en las esposas. Barrera rodeó con él su muñeca izquierda y lo cerró. Bajo ningún concepto quería separarse de aquel maletín, cuyo contenido iba a convertirle en el hombre más poderoso del mundo.

Aferró con fuerza el asa y echó a andar. Toda precaución era poca, de modo que decidió dar un rodeo a través del solar donde se había alzado el viejo hipódromo. Ellos ya habían deducido la naturaleza de sus planes y, a esas alturas, debían de estar buscándole.

Sí, lo sabían. A fin de cuentas, le habían mandado una carta llena de advertencias: «No lo hagas, o todo se vendrá abajo...», «Estás poniendo en peligro el proyecto», "Devuelve lo que nos has quitado...». Incluso se permitían amenazarle de muerte: —No salgas de casa la noche del 1 de enero; si lo haces, tu vida correrá peligro...»

Barrera rió sin alegría. Pretendían asustarle, hacerle cambiar de idea; pero no, no iban a conseguirlo. Lo que él les había quitado era un prodigio, algo más valioso que todo el oro del mundo, algo que le iba a proporcionar un poder y una riqueza como jamás se había visto sobre la faz de la Tierra. Había necesitado mucho esfuerzo y dedicación para hacerse con ello. Había tenido que mentir y engañar. Incluso se había visto obligado a sabotear sus propias cápsulas... Así que no, ahora no iba a consentir que nadie se lo arrebatase.

La noche era fría, de modo que se subió las solapas del abrigo y aceleró el paso. Llegó a la calle Raimundo Fernández Villaverde y giró en dirección a la carretera de Chamartín y el Paseo de Ronda. A la derecha se alzaba la masa oscura de los pinares de la Cruz del Rayo. A su izquierda resplandecían las ventanas iluminadas de unos bloques de pisos. De una de ellas surgía el sonido de una radio, llevando a sus oídos la melodía de un villancico tradicional.

En el portal de Belén hay estrella, Sol y Luna,

la Virgen y san José y el Niño que está en la cuna...

Barrera divisó frente a él los edificios de la Residencia de Estudiantes y, junto a ellos, el lugar donde hasta hacía pocos años se encontraba el hipódromo de La Castellana. En 1934, las autoridades decidieron derribarlo para construir en su lugar los nuevos ministerios, pero la guerra civil frustró ese proyecto y ahora, cinco años más tarde, del viejo hipódromo no quedaba más que un solar pedregoso y vacío.

Silbando suavemente el villancico que acababa de escuchar, Barrera se internó en las sombras que cubrían aquel terreno lleno de escombros. Atravesándolo, y encaminándose después hacía la calle Ríos Rosas, podía ahorrarse un buen trecho. Y tenía prisa. Mucha.

Había avanzado unos cien metros por entre zanjas y montones de piedras cuando distinguió frente a él la silueta de un carro tirado por un burro. Estaba parado junto a una casamata y el único movimiento que se percibía era el de la cola del animal.

Barrera se detuvo instantáneamente. ¿Qué hacía un carro allí, a esas horas...? Quizá perteneciese al guarda de la obra, o, por el contrario, podía tratarse de chatarreros robando material de construcción.

En cualquier caso, Barrera decidió extremar la prudencia, de modo que sorteó el carro y caminó sigilosamente, pegado a una valla de madera carcomida. Dejó atrás el carro y miró en derredor. Aparentemente, allí no había nadie.

Barrera suspiró, aliviado. Se estaba dejando llevar por la imaginación, más le valía tranquilizarse. Continuó caminando en silencio, arrimado a la valla, hasta alcanzar la altura de los últimos tablones.

El lejano estampido de unos petardos resonó en la noche.

Entonces, súbitamente, alguien surgió de entre las sombras y agarró con violencia a Barrera por las solapas. Era un hombre hirsuto y mal encarado, de baja estatura pero recia complexión. El brillo helado de la hoja de un cuchillo destellaba en su mano derecha.


—¡Tate
quieto,
julay!
—advirtió en tono amenazador—. ¡Dame
to
lo que lleves o te hinco
el filoso!.

Barrera abrió desmesuradamente los ojos y dio un paso atrás, intentando zafarse de su agresor. Instintivamente, aferró con las dos manos el portafolio.

«No», pensó; después de tanto esfuerzo no podía consentir que le quitaran su tesoro.

El desconocido agarró con fuerza el maletín y, dando un tirón, se lo arrancó de entre las manos. Pero Barrera estaba unido a aquella valija por una cadena de acero, de modo que se vio violentamente impulsado hacia delante, chocando contra el hombre. Este se revolvió y tiró nuevamente del maletín. Barrera, zarandeado, comenzó a gritar pidiendo socorro.


¡Achanta la muy, joputa!
—gruñó el desconocido—. ¡Y suelta el petate
te
dicho, mira que te rajo, cabrón...!

Pero Barrera continuó gritando.

Entonces el cuchillo se alzó por encima de sus cabezas, deteniéndose un instante en el aire para luego precipitarse velozmente, primero hacia abajo y luego hacia arriba, describiendo un letal arco de luz. La afilada hoja de acero traspasó casi sin resistencia los músculos del estómago de Barrera y atravesó los intestinos hasta clavarse en la espina dorsal.

Barrera enmudeció instantáneamente. Sus ojos se desorbitaron mientras la boca se le llenaba de sangre. Sin proferir un lamento, se desplomó sobre el suelo.

Una nueva traca de petardos resonó en la lejanía.

Las notas de un villancico llegaron apagadas por la distancia.

Noche de paz,

noche de luz;

ha nacido Jesús...

Pastorcillos que oís anunciar
,

no temáis cuando entréis a adorar
,

que ha nacido el amor...

Un individuo surgió del interior del carro. Se llamaba Eutimio Capeche y era primo hermano de Zacarías Capeche, el hombre que acababa de poner fin a la vida de Melchor Barrera. Ambos pertenecían al clan de los «Capeches», una numerosa familia de quinquis dedicada al robo de chatarra y quincalla, así como a toda suerte de actividades delictivas.

Eutimio se aproximó al cuerpo de Barrera y se inclinó para examinarlo.

—Le has
apiolao
, animal —dijo, volviéndose hacia su primo—. Tenías que
achorarle
, no darle
matarile...

Zacarías Capeche se encogió de hombros mientras limpiaba con un trapo la ensangrentada hoja de su cuchillo.

—Se puso a
bufetar
y había que callarlo —dijo, en tono de excusa—. ¿Qué querías
qu'iciese...? Amas
, no soltaba el petate.

Eutimio cogió del suelo el maletín y tiró de él. La cadena tintineó y se tensó. El exánime brazo de Barrera se movió de un lado a otro, como si aquel cadáver fuera una siniestra marioneta y el quinqui un titiritero.

—¿Cómo lo va a soltar,
jodio?
¿Noves que va
atao
al maletín?

—¡Coño! —exclamó Zacarías, inclinándose hacia delante—. Seguro que ahí lleva
baribú
de
parné... ¿Qué amos
a hacer...?

—Meterlo
pal
carro, no vaya a ser que venga alguien. —Eutimio cogió el cuerpo de Barrera por las axilas y se volvió hacia su primo—. ¡Vamos! ¡Echa una mano,
pasmao...!

Entre los dos metieron el cadáver en el interior del carro, depositándolo sobre un montón de hierros oxidados. Eutimio rebuscó en los bolsillos del traje de Barrera hasta encontrar la cartera. Con una sonrisa, le mostró a Zacarías su contenido.

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