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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (8 page)

«Hora de con temporizar», pensó Vega. Estando la victoria tan cercana, era el momento de olvidar viejas rencillas.

El policía cogió un muslo de pollo y empezó a comer.

¡Pollo...! ¿Dónde podía haber conseguido pollo doña Eulalia? Mejor no preguntárselo; a fin de cuentas él era policía; y el estraperlo, un delito.

Mientras daba cuenta de su cena, el comisario paseó la mirada por el salón. Vega no había cambiado nada de lugar; todo estaba igual que cuando vivía Manuela. Todo, salvo la pared situada frente al balcón, que antes había sostenido una mala reproducción de la Última Cena, de Da Vinci, y ahora se hallaba ocupada por una pléyade de fotos enmarcadas: Manuela sonriendo a la cámara, Manuela esquiando en Navacerrada, Manuela frente a la escuela pública donde daba clases, Manuela y él cogidos de la mano en la verbena de las Vistillas...

Sólo uno de aquellos marcos contenía algo que no era una fotografía. Se trataba de un recorte de periódico fechado el 21 de julio de 1936. Vega conocía de memoria el texto de aquella reseña, que hablaba de uno de los muchos incidentes acaecidos tras la toma del Cuartel de la Montaña por las fuerzas leales a la República: un «paco», como llamaban a los francotiradores desde la guerra de África, había efectuado varios disparos de pistola, desde un balcón de la calle Florida, contra un grupo armado del Frente Popular que pasaba por la calle Barceló. Los milicianos respondieron haciendo fuego con sus
mauser
y, al cabo de media hora, lograron acabar con el agresor emboscado. En el incidente sólo hubo que lamentar el fallecimiento de una joven maestra, Manuela Galindo Ruiz, muerta a causa de uno de los primeros disparos efectuados por el francotirador.

Vega recordaba con absoluta nitidez aquel 20 de julio. El levantamiento fascista había sido rápidamente sofocado en Madrid, pero durante varias jornadas mantuvo en estado de alerta a las fuerzas de seguridad. Vega se vio obligado a permanecer todo el día y toda la noche en su despacho de la DGS, ocupado en intentar restablecer el orden en una ciudad repentinamente desquiciada, hasta que por la tarde recibió una llamada telefónica, informándole de que su mujer había sufrido un accidente y que su cuerpo se encontraba en el Instituto Anatómico Forense.

De este modo, en tan sólo unos instantes, el mundo de Vega se vino abajo. Oh, sí, los médicos le dijeron que el proyectil había atravesado la médula espinal, que la muerte de su mujer fue instantánea y que no pudo haber experimentado el menor sufrimiento. Un sargento de la Guardia de Asalto le aseguró, por su parte, que Manuela ya había sido vengada, que el asesino fascista que disparó contra ella había pagado su crimen, cayendo acribillado por las gloriosas balas republicanas.

Más tarde, Vega supo que aquel feroz francotirador había resultado ser un estudiante de dieciséis años. Qué ironía, dieciséis años... casi un niño, como los niños a quienes daba clases Manuela, como los niños que habían planeado tener juntos y que ahora ya nunca existirían...

Vega maldijo mil veces aquel día en que los fascistas de Sanjurjo, de Mola, de Franco, decidieron tomar Madrid por las armas, y se atormentó a sí mismo, culpándose de haber estado fuera, absorto en su trabajo, dejando sola a su mujer en una ciudad que parecía una bomba a punto de explotar. Quizá sí él hubiera estado a su lado, Manuela nunca habría salido de casa para dirigirse al piso de sus padres, en la calle Barceló, donde tenía una cita Ineludible con una bala perdida disparada por un adolescente...

El dolor de Vega no tardó en transformarse en odio. Odio hacia los militares que, con su insurrección, habían matado a Manuela; odio hacia los fascistas que querían cimentar un nuevo orden sobre charcos de sangre inocente; odio hacía Hitler y Mussolini, que habían apoyado con armas y tropas aquella sublevación asesina. Vega nunca antes estuvo interesado en política, pero, tras la muerte de su mujer, la política pasó a convertirse en una
vendetta
particular. En la mente del policía, el mundo quedó dividido en dos bandos: los que habían matado a Manuela —Franco y los fascistas—, y los que no lo habían hecho —la República—, Aquellos fueron días de odio y dolor, días de furia. No obstante, luego, con el paso del tiempo, el odio y el dolor acabaron por transformarse en un sentimiento distinto, difícil de definir, algo así como la presencia fantasma de un miembro amputado, una constante sensación de pérdida y desamparo, pero ya carente de ira.

Finalmente, Vega logró aceptar que Manuela estaba muerta y que nada de lo que él hiciera podría resucitarla.

Si se pudiera dar marcha atrás, cambiar el pasado...

Pero eso era, sencillamente, imposible.

Dejó los restos del muslo de pollo sobre el plato. Había perdido el apetito. Apagó las luces del salón y se dirigió al dormitorio. Mientras se desnudaba, observó su imagen reflejada en el espejo del armario. La imagen de un cuarentón medio calvo, con demasiada grasa en el estómago.

Vega sacudió la cabeza. ¿Cómo se podía engordar en medio de una guerra...? Encendió la lámpara que había sobre la mesilla de noche y se metió en la cama. Cogió un libro de páginas desgastadas por el uso —
El rayo que no cesa
, de Miguel Hernández—, y lo abrió al azar. Aquel libro había pertenecido a Manuela. Ella adoraba la poesía y siempre había intentado, en vano, contagiar esa afición a su marido— Fue necesaria su muerte para que el policía acudiese a aquellos poemas buscando algún eco, por débil que fuera, del recuerdo de su mujer.

Vega pasó las páginas hasta encontrar la poesía que buscaba. Silabeando en silencio, comenzó a leer:

Umbrío por la pena, casi bruno

porque la pena tizna cuando estalla,

donde yo no me hallo no se halla

hombre más apenado que ninguno.

Sobre la pena duermo solo y uno,

pena es mi paz y pena mi batalla,

perro que ni me deja ni se calla,

siempre a su dueño fiel, pero importuno...

Vega desvió la mirada. En realidad, no necesitaba leer aquel poema, se lo sabía de memoria. Aquellas palabras parecían dedicadas a él, dispuestas y ordenadas a su medida. No era la voz de un poeta desconocido y lejano. Era su voz. Eran sus palabras.

La luz que emitía la bombilla vaciló y parpadeó hasta desvanecerse por completo.

«Otro apagón», pensó Vega. Como todas las noches. Dejó el libro sobre la mesilla y se dio media vuelta. Con los ojos cerrados, escuchó los tenues sonidos de la ciudad: el motor rateante de un camión, los pasos de una mujer sobre el asfalto, el ladrido lejano de un perro...

Poco a poco, Vega se fue adormilando. Pero unos segundos antes de conciliar el sueño, algo extraño se enredó en sus pensamientos fragmentados. El recuerdo de una voz.

La voz grave y aterciopelada de Leonor Hidalgo.

El número 122 de la calle Serrano resultó ser un palacete neoclásico rodeado por un inmenso jardín romántico. Un lugar que olía a lujo y dinero, algo muy inusual en un país arruinado por la guerra.

Un mayordomo franqueó el paso a Vega y a Navarro, conduciéndolos a través de un recibidor cubierto de mármol y espejos hasta un amplio y aristocrático salón.

—Avisaré inmediatamente a la señora —dijo el criado.

Y después de hacer una leve reverencia abandonó el salón, cerrando la puerta tras de sí. Vega y Navarro se miraron en silencio. Jamás habían estado dentro de un edificio tan suntuoso. El comisario contempló los óleos colgados en las paredes, las porcelanas de Sévres sobre la librería, los muebles
art decó
combinados con otros de estilo Regencia y modernistas.

Se acercó a la gran chimenea que presidía el salón. En su parte superior había una repisa de alabastro, sobre la que descansaban diversas antigüedades y objetos de adorno, entre ellos un marco de plata que mostraba la foto en color de un hombre joven, extraordinariamente apuesto, vestido con ropa deportiva; llevaba una raqueta de tenis en la mano y saludaba a la cámara con sonrisa de galán cinematográfico.

Vega volvió la cabeza al oír cómo la puerta del salón se abría, dando paso a una mujer alta, elegantemente vestida, acompañada por un hombre gigantesco, un negro musculoso con el cráneo afeitado, tan liso como una esfera de ébano.

—Buenos días, señores —dijo Leonor Hidalgo, con una acogedora sonrisa—. Lamento haberles hecho esperar.

Vega se adelantó unos pasos hasta situarse cerca de Navarro.

—Soy el comisario Vega. —Señaló a su subalterno—: Mi ayudante, el inspector Navarro.

—Qué increíble sensación de seguridad,
¿
no es cierto? Dos policías en mi casa... —Aunque el tono de Leonor era serio, la ironía bailaba en sus ojos—. Pero quizás estemos más cómodos sentados, ¿no creen?

Mientras se acomodaban en unos mullidos sillones de cuero castaño, Vega examinó a la mujer. Leonor Hidalgo tenía el pelo negro y los ojos oscuros. Era difícil precisar su edad. Por encima de los treinta años, en cualquier caso, aunque su figura, esbelta y flexible, podría haber pertenecido a una mujer más joven. No era exactamente guapa, en el sentido usual del término; sus facciones quizá fueran demasiado enérgicas, incluso algo masculinas. No obstante, poseía un extraño atractivo, una especie de halo misterioso y exótico. Parecía la encarnación de una heroína griega, Antígona, Electra o, más bien, Lisístrata.

El coloso de ébano permanecía de pie, cerca de la mujer. Aquel negro debía aproximarse a los de dos metros de altura, tenía los hombros anchos hasta la desmesura y los brazos exageradamente musculados. Vestía un traje de buen paño y corte elegante, pero aquello no engañaba a Vega. Era evidente que el gigante se había dedicado, en otros tiempos, al boxeo —las manos deformadas y la nariz rota así lo atestiguaban—, y ahora no era otra cosa más que un simple guardaespaldas.

—No nos ha presentado a su amigo —dijo Vega, señalando con un gesto al hombre de color.

—Se llama Abraham Lincoln Smith, aunque todo el mundo le conoce por Abby —repuso Leonor, sonriente—. Y no es mi amigo, sino mi secretario particular. Un hombre tan celoso de su trabajo, que se resiste a dejarme sola ni un segundo. —Suspiró—. Pero no se preocupe, comisario: Abraham es norteamericano y no entiende ni pizca de español. Podemos hablar con total intimidad.

Vega sacó del bolsillo de la chaqueta un cuaderno de notas y desenroscó el capuchón de su estilográfica.

—Señora Hidalgo, ¿cuándo conoció a Luís Carlos de Andrade?

—Debió de ser a finales de noviembre. Creo que alguien nos presentó en una exposición filatélica.

—¿Dónde fue eso?

Leonor se encogió de hombros.

—Deberá disculparme, comisario, tengo mala memoria. Fue en una exposición; no recuerdo cuál, hay tantas...

—Ya... ¿Entablaron amistad?

—Nada demasiado íntimo, desde luego. —Una sonrisa burlona se formó en sus labios—. Pero ambos estábamos interesados por los sellos. El conde insistió en mostrarme su colección y fui a su casa un par de veces.

Vega percibió el aroma a perfume caro que envolvía a Leonor Hidalgo. ¿Cuánto hacía que no hablaba con una mujer que oliese así? Navarro, sumido en una especie de admirativo mutismo, no le quitaba la vista de encima, como fascinado por su rara belleza.

—Cuando ayer hablé con usted —prosiguió el comisario—, dijo que había visto recientemente al señor Andrade.

—Sí, hará poco más de una semana. Y lo encontré nervioso, preocupado. Según me contó, alguien se había interesado por uno de sus sellos. Al parecer, quería comprárselo a toda costa.

Vega y Navarro intercambiaron una mirada.

—¿Dijo cómo se llamaba esa persona? —preguntó el inspector.

—La verdad es que no. Creo que se trataba de un hombre, pero no sé nada más.

—¿Y el sello? —preguntó Vega—. ¿Qué sello era ese que querían comprarle?

Leonor se encogió de hombros.

—No tengo ni idea, comisario. Un sello sin mucho valor, por lo visto.

Se produjo una larga pausa. Vega carraspeó.

—¿Eso es todo, señora Hidalgo?

—Me temo que sí —contestó la mujer—. Pensé que podía ser importante, pero quizá les he hecho perder el tiempo...

—En absoluto —se apresuró a decir Navarro—. Su declaración ha sido de gran interés.

Vega guardó en el bolsillo de la chaqueta el bloc y la pluma.

—Creo que tendremos que seguir abusando de su amabilidad, señora. Usted ha dicho que conocía la colección de Andrade; ¿tiene algún inconveniente en examinar cierto álbum de esa colección? Creemos que falta un sello y quizás usted pueda decirnos cuál.

—Haré lo que pueda por ayudarles. ¿Han traído el álbum?

Vega negó con la cabeza.

—Se encuentra en la Dirección General de Seguridad. Me temo que tendrá que ir allí a examinarlo.

Leonor enarcó una ceja.

—Qué contrariedad... —dijo, tras una pausa—. Verá comisario, hoy tengo un compromiso ineludible. El domingo, por otra parte, deberé desplazarme a las afueras de Madrid, aunque volveré por la noche. ¿Le parece que vaya a su comisaría el lunes por la mañana?

Vega asintió al tiempo que se ponía en pie. Sacó una tarjeta de su cartera y se la entregó a la mujer.

—No la importunamos más, señora Hidalgo. Ahí tiene mi número privado. Si antes del lunes recuerda algo nuevo relacionado con la muerte de Andrade, llámeme por teléfono, no importa la hora.

Leonor condujo a los dos policías hasta la puerta de entrada. El hombre llamado Abby, siempre inexpresivo y silencioso, les siguió a cierta distancia. Vega acababa de cruzar el umbral cuando, de pronto, pareció recordar algo.

—Una cosa más, señora Hidalgo... ¿Cómo supo que Luis Carlos de Andrade había sido asesinado? La noticia no ha aparecido en la prensa hasta esta mañana, y usted me llamó ayer...

Leonor Hidalgo sonrió y clavó su mirada en los ojos de Vega. Tras una pausa, dijo:

—Me lo contó un amigo...

—¿Quién?

La mujer se echó a reír.

—Tengo muchos amigos, comisario. Y a algunos no les gustaría nada que fuese mencionando su nombre por ahí. Que tengan un buen día, señores... Ah, inspector Navarro, ¿le han dicho alguna vez que se parece mucho a Ronald Colman...?

Leonor cerró la puerta suavemente. Vega se volvió hacia Navarro, advirtiendo con sorpresa el rubor que enrojecía sus mejillas.

—Vámonos, Ángel, que se te está poniendo cara de idiota. —Mientras se encaminaban hacia su automóvil oficial, Vega añadió—: ¿Qué piensas de esa mujer?

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