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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (9 page)

—Que es una jodida plutócrata podrida de millones. Pero está para comérsela...

—¿Ésa es tu opinión profesional? ¿La testigo está para comérsela?

—Mi opinión es que esa mujer es muy rara. Y sabe más de lo que nos ha dicho.

Vega asintió.

—Es cierto. Parecía estar divirtiéndose con nosotros. —Llegaron a la altura del Citroën negro. Vega permaneció unos segundos pensativo. Antes de entrar en el coche se volvió hacia su ayudante—. Ángel: dile a Uribe que se dé prisa con el informe sobre la Hidalgo. Y luego llama a Echevarría; me gustaría que estuviese en el despacho el lunes por la mañana, cuando nuestra amiga venga a examinar el álbum de sellos. Otra cosa: averigua si la criada o la portera recuerdan haber visto a Leonor Hidalgo en casa de Andrade.

—Como ordenes, jefe. ¿Algo más?

Vega se acomodó en el asiento contiguo al conductor. Reclinó la cabeza contra el respaldo y cerró los ojos.

—Sí, Ángel. Conduce despacio, ¿quieres?

El lunes, a primera hora de la mañana, Uribe se presentó en el despacho de Vega con un breve informe mecanografiado. El comisario lo leyó rápidamente.

Leonor Hidalgo Acebedo. Nacida en Madrid el 13 de junio de 1903. Hija del abogado Ernesto Hidalgo Lujan y de Leonor Acebedo García. Quedó huérfana en 1923, al morir sus padres en un accidente ferroviario. En 1924 se trasladó a Estados Unidos, donde logró amasar una gran fortuna mediante inversiones en Bolsa. En 1930 se nacionalizó norteamericana. En 1935 contrajo matrimonio. En 1936, poco antes del comienzo de la guerra, volvió a España.

NOTA: Hay constancia de que entre 1925 y 1936 viajó en repetidas ocasiones a Italia (1925), Portugal (1926), Yugoslavia (1929), Brasil (1930), Bolivia y Paraguay (1932), Alemania (1933-1934).

Vega dejó el informe sobre la mesa y contempló a Uribe con perplejidad.

—¿Esto es todo...?

—Es todo lo que he encontrado. —Uribe se acarició el puente de la nariz—. A decir verdad, la mayor parte de la documentación sobre esa mujer ha sido requisada por el Ministerio de Gobernación.

—Pues reclámala.

—Eso hice, pero al parecer los documentos los tiene el secretario del ministro. Y no piensa soltarlos.

Vega frunció el ceño.

—No lo entiendo... Por ejemplo, aquí dice que se casó en 1935. ¿Con quién y dónde? Una partida de matrimonio debe ser fácil de localizar...

Uribe se encogió de hombros.

—Mire, comisario, en ese informe consta lo que a ciencia cierta sabemos de ella. Ahora le diré lo que me han contado por los pasillos del Ministerio: Leonor Hidalgo conoce a mucha gente en las altas esferas. Hay miembros del Gobierno que le deben favores y, además, ha usado su dinero y su influencia para apoyar a la República. Para colmo, tiene nacionalidad norteamericana. En resumen: Leonor Hidalgo es intocable. Y muy poderosa.

Vega cerró los ojos con cansancio. Aquel asunto tenía cada vez menos sentido.

—¿Algo más, Uribe...?

—Pues... Bueno, hay algo raro en los viajes que realizó esa mujer... He estado dándole vueltas y... Verá, comisario, en el 25 fue a Italia, justo cuando tuvieron lugar las revueltas fascistas; el 26 a Portugal, coincidiendo con el golpe de Estado de Fragoso Carmona; en el 29 a Yugoslavia, el año en que se instauró la Dictadura; en 1930 a Brasil, cuando el levantamiento contra Vargas; en 1932 a Bolivia y Paraguay, en plena Guerra del Chaco; a partir del 33 a Alemania, durante la ascensión de Hitler. Y, finalmente, en 1936...

—España —murmuró Vega—. La guerra civil...

—Exacto, comisario. A esa mujer parecen gustarle los conflictos armados.

Leonor Hidalgo, vestida con un elegante traje gris y un sombrero blanco de ala ancha, se encontraba en el despacho de Vega, examinando con detenimiento los sellos de Andrade.

Echevarría, sentado en silencio, no apartaba la mirada de aquella mujer de largas piernas y ojos oscuros, como si estuviera hipnotizado por su peculiar belleza, tan irreal en un Madrid lleno de fealdad y miseria.

El mismo Vega no podía evitar sentirse un poco cohibido. Había algo en ella... misterioso, sí. E inquietante. Era como si conociese cosas que Vega no podía ni tan siquiera imaginar. Como si ella adivinase, divertida, la secreta naturaleza de sus sentimientosmás recónditos.

Pero, ¿qué sentimientos eran ésos?

¿Quizá deseo...?

El comisario sacudió la cabeza, sintiéndose a la vez culpable y ridículo. Era absurdo sentirse atraído por aquella mujer. Pertenecían a mundos distintos, no tenían nada en común. Además, aquello, aunque sólo fuera un simple pensamiento impreciso, suponía una pequeña traición al recuerdo de Manuela.

Leonor Hidalgo pasó, por fin, la última página del álbum y contempló fijamente el hueco que había entre los sellos. Sus ojos se iluminaron.

—Sí, falta uno —dijo, casi con un susurro—. Y recuerdo cuál es...

Vega se inclinó hacia delante.

—¿Podría describirlo?

—Puedo intentarlo. —Entornó los ojos e inclinó la cabeza sobre el pecho. Permaneció un rato en silencio, concentrada. Luego dijo—: Era un sello rectangular, de unos cuatro centímetros de alto por tres de ancho, muy hermoso... Pero falso.

—¿Un sello de fantasía? —preguntó Echevarría.

—Eso es. Recuerdo que me llamó la atención por lo extraordinariamente bien impreso que estaba. En él aparecía dibujado un anciano con alas leyendo un libro.

—¿Un anciano con alas...? —preguntó Vega—. ¿Quiere decir un ángel?

—No tenía aspecto de ángel. —Leonor hizo un gesto vago—. Era sencillamente eso: un anciano alado, con el pelo y la barba blancos y muy largos. En la parte superior del sello había una inscripción en latín:
«Mobile quod movetur»
, y en la parte inferior un nombre: Thule.

—¿Thule...? —repitió Vega.

—Es un país inexistente, igual que la Atlántida —comentó Echevarría—. He visto sellos de Eldorado, de Cíbola e, incluso, de Barataria, la ínsula que aparece en El Quijote. Muchas emisiones fantasma son así. —Se volvió hacia la mujer—: ¿De qué color era?

Leonor desvió la mirada y frunció los labios. Al cabo de unos segundos se encogió de hombros.

—No lo recuerdo... Quizá rojo, quizá verde, quizás azul... —Sonrió—. Me temo que no soy muy precisa, ¿verdad?

—No importa —dijo Echevarría—. ¿Los bordes eran lisos o dentados?

—Dentados.

—¿Estaba obliterado?

Leonor enarcó una ceja.

—¿Perdón...?

La sonrisa desapareció de la cara de Echevarría.

—Obliterado... —repitió. Y luego aclaró—: Matasellado.

—Ah, ya... No, no tenía matasellos.

Se produjo un largo silencio. Vega se levantó de la silla.

—¿Recuerda algo más, señora Hidalgo?

La mujer se incorporó a su vez.

—Creo que no, comisario. ¿Puedo irme ya?

—Antes, me gustaría que le describiera ese sello a uno de nuestros dibujantes. ¿Le importa?

—Será un placer...

Vega se dirigió a la puerta. Leonor cogió el abrigo y el bolso y estrechó la mano que le tendía Echevarría.

—Por cierto, señora Hidalgo —dijo el
ex
policía—, creo que es usted aficionada a la filatelia... Sabe, yo también poseo una modesta colección. Nada del otro mundo, por supuesto. Sin embargo, tengo un sello único: el penique negro de 1839. Es un ejemplar realmente curioso, a lo mejor le gustaría verlo. Ya sabe, los sellos de 1839 son realmente raros...

—Claro, claro... —Leonor sonrió con tanta amabilidad como desinterés. Se aproximó a la puerta—. Estaré encantada de ver ese sello cualquier día de éstos...

Vega acompañó a Leonor Hidalgo a través de los largos pasillos de la Dirección General de Seguridad. A medio camino, y como sin darle importancia, preguntó:

—¿Está usted casada, señora Hidalgo?

Una pausa.

—Sí.

—¿Cómo se llama su mando?

La mujer sonrió con ironía y miró de reojo al comisario.

—Mario Yáñez-Borghese. Nos casamos en Roma, hace cuatro años,

Vega meditó unos instantes.

—Sobre la chimenea de su casa hay una foto... ¿Se trata de su esposo?

—Es usted muy observador, comisario... Sí, ése es Mario.

—¿Está con usted, aquí, en Madrid?

Leonor sonrió de nuevo.

—No.

—Entonces, ¿dónde se encuentra ahora?

Ella se detuvo, al tiempo que una alegre carcajada brotaba de sus labios.

—Sinceramente, comisario, no tengo ni la más remota idea de cuál puede ser el paradero de mi mando.

Volvió a reír, esta vez en tono más quedo, y continuó andando.

El policía parpadeó, desconcertado. Tuvo que acelerar el paso para situarse a la altura de la mujer, prosiguiendo en silencio el resto del camino. Tras dejar a Leonor con el dibujante, Vega volvió a su despacho. Allí le aguardaban Echevarría y Navarro.

—Acabo de interrogar a la criada y a la portera de Andrade, jefe —dijo el inspector, sin más preámbulos—. Tanto la una como la otra aseguran que jamás han visto por la casa del conde a ninguna mujer, y menos a alguien como Leonor Hidalgo. Además, la asistenta afirma que, desde el comienzo de la guerra, su señor no acudía a ningún tipo de actos filatélicos. —Navarro se encogió de hombros—. Parece que la señora Hidalgo nos está engañando.

—Hay algo más —señaló Echevarría—. Esa mujer dice que colecciona sellos, ¿no es así...? Pues no tiene ni idea de filatelia.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Vega.

—Cualquier coleccionista conocería el significado de la palabra «obliterado»; ella lo ignoraba. Me resultó extrañó, así que afirmé tener un sello inglés de 1839. A la señora Hidalgo le pareció fenomenal... pero hasta el filatélico más ignorante sabe que el primer sello de la historia se emitió el 1 de mayo de 1840.

Vega respiró hondo y se dio la vuelta. Apoyó las manos sobre su escritorio. Aquel caso era un maldito embrollo.

—¿Qué hacemos, jefe? —preguntó Navarro al cabo de un rato—. ¿Detenemos a Leonor Hidalgo?

—¿Bajo qué cargos? —gruñó Vega—. ¿La acusamos de ser un poco mentirosa y de no saber nada de sellos? —Suspiró—. No. Vamos a tenerla bajo vigilancia día y noche; ocúpate de eso, Ángel. —Se volvió hacia Echevarría—: ¿Has comenzado a examinar las colecciones de las víctimas?

—Ayer estuve revisando la de Andrade. No encontré nada peculiar... Salvo que ese hombre tenía unos sellos de quitar el hipo. No entiendo por qué el asesino no se los llevó...

—Quien mató a Andrade estaba buscando un ejemplar en concreto —replicó Vega—. Por cierto, ¿qué opinas del sello que ha descrito la Hidalgo?

Echevarría enarcó las cejas.

—Un sello de fantasía puede tener cualquier aspecto. Lo que me extraña es que esa mujer recordara untos detalles, pero no el color...

—Sí, es raro... —Vega palmeó el hombro del ex policía—. Gracias, Damián, estás siendo de mucha ayuda. —Se volvió de nuevo hacía Navarro—. Ángel, dile a Uribe que haga averiguaciones acerca de un tal Mario Yáñez-Borghese. Es el marido de Leonor Hidalgo.

—¿El marido...? Vaya, un tipo con suerte, ¿eh, jefe?

—No estaría yo tan seguro de eso... —repuso Vega. No. Leonor Hidalgo era una mujer rica y atractiva, pero también un enigma.

Y quizás un peligro.

El Coleccionista no volvió a actuar hasta una semana más tarde, y cuando lo hizo hirió allí donde nadie podía esperar que lo hiciese.

El Coleccionista... Así comenzaban a llamar al asesino de filatélicos por los pasillos de las comisarías. Aquel caso estaba despertando una notable curiosidad, no sólo en los ambientes policiales, sino también entre los periodistas. Que alguien asesinase para robar sellos era, cuando menos, un fenómeno sorprendente, sobre todo en un país que parecía haber ensayado ya todas las razones posibles para matar. En cualquier caso, quien era capaz de acabar con vidas humanas tan sólo por hacerse con unos trozos de papel engomado, debía ser, por fuerza, un psicópata, un coleccionista de sellos loco. El Coleccionista.

Entre tanto, la investigación proseguía lentamente.

Damián Echevarría continuó examinando los sellos de las víctimas del Coleccionista. Según le comentó a Vega, no parecía existir ninguna similitud entre las distintas colecciones. Una de ellas, la de Andrade, era extraordinariamente valiosa, mientras que otras, como las de Pedro Vergara o María Luisa Morales, no pasaban de ser la desordenada acumulación de sellos propia de unos principiantes. Las colecciones de Indalecio Camarinas y de Pascual López eran correctas, pero su valor no resultaba, en modo alguno, excesivo.

Mientras, los informes comenzaban a amontonarse, elevando aún más las pilas de papeles que se agolpaban sobre la mesa de Vega. Cierto dossier remitido por Uribe contenía un listado compuesto por unos seiscientos nombres de filatélicos. Venía acompañado por una nota del inspector, adviniéndole de que aquella relación, obtenida en los archivos de Correos, era evidentemente incompleta, ya que no existía ningún registro sistemático de los coleccionistas de sellos que pudiera haber en Madrid. Junto a este informe, Uribe había añadido otro en el que enumeraba los comercios de filatelia establecidos en la capital. La lista incluía cincuenta y tres direcciones, aunque era posible que más de una de aquellas tiendas hubiera cerrado a causa de la guerra.

Vega dejó a un lado la relación de coleccionistas de sellos, que, pese a ser incompleta, todavía era demasiado extensa para resultar de utilidad, y centró la investigación en las filatelias, así que destinó dos agentes a la tarea de visitar cada uno de aquellos comercios. A fin de cuentas, era posible que las víctimas se hubieran conocido en una tienda de esa clase.

Por otro lado, Vega recibía en su despacho cada mañana un informe pormenorizado de los movimientos efectuados por Leonor Hidalgo. Al parecer, no salía mucho de casa y, cuando lo hacía, era para dirigirse a la embajada de Estados Unidos o para acudir a encuentros sociales del más alto nivel. Hacía un par de días, por ejemplo, había almorzado con Indalecio Prieto, ex ministro de Defensa Nacional, y la noche anterior había sido invitada a una selecta recepción en la embajada de Francia.

Aquella mujer se movía en las alturas, no cabía duda. Al principio, Vega sospechó que podía dedicarse al tráfico de armas —eso explicaría su interés por los países en guerra—, pero tal hipótesis quedó rápidamente descartada; la señora Hidalgo era una rica inversora, nada más. Sin embargo, Vega no albergaba la menor duda de que estaba relacionada de algún modo con los crímenes del Coleccionista, aunque todavía ignoraba cómo. Naturalmente, el policía se veía tentado por la idea de practicarle un interrogatorio a fondo a aquella mujer, pero sabía que aún era pronto. A decir verdad, ni siquiera estaba seguro de cuáles eran la preguntas que debía formular.

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