Presagios y grietas (19 page)

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Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

Berd miraba a su alrededor con tristeza. Como siempre, las arengas del Maestro de Ceremonias tenían un efecto inmediato en la multitud. Todos chillaban como animales y sus rostros dejaban traslucir la parte más salvaje de sus almas. Hombres y mujeres tenían los brazos en alto y vociferaban las consignas más primitivas. Muchos se limitaban únicamente a gritar, sin proferir ninguna palabra. Incluso el bondadoso Pelley tenía en los ojos una luz demente que no cuadraba con su carácter afable y campechano.

Las compuertas laterales se elevaron y los dos luchadores se encaminaron al centro de la arena.

—¡A mi derecha, un gigante despiadado cuyo único fin es la extinción de toda vida que se cruce en su camino! ¡Una fuerza de la naturaleza! ¡Un volcán rebosante de poder destructivo! ¡Una aberración salida de la peor de vuestras pesadillas! ¡El Cíclope de los Trigales! ¡Leitherial el Segadooor!

Berd pensaba en Adalma y en lo que opinaría sobre lo que estaban proclamando de su hijo delante de media ciudad. Desterró de su cabeza ese pensamiento y se concentró en lo que acaecía en el centro del recinto.

—¡A mi izquierda… dolor! ¡Un huracán de acero y ébano que a su paso solo deja sangre! ¡Muchos han preferido el suicidio a perecer enfrentándose a él! ¡El dador de sufrimiento! ¡El aniquilador! ¡El artista de la masacre! ¡El poeta de la mutilación! ¡La Cobra Dahengeee! —Tarharied volvió el rostro y, evitando que el público le oyese, se puso a toser.

Los dos luchadores avanzaban mirándose fijamente a los ojos. Ninguno saludó a los espectadores, al contrario de lo que solía ser habitual. Ambos sabían que se enfrentaban a un rival muy peligroso y su actitud denotaba una concentración absoluta.

Leith vestía una coraza que le cubría desde la base del cuello hasta la cintura y las habituales muñequeras y grebas de acero. En la cabeza llevaba un yelmo adornado con un cuerno afilado que brotaba de la zona de la frente; el visor estaba ribeteado con púas metálicas que imitaban la dentadura de una fiera. Sujetaba entre sus manos el mandoble con el que combatía; un arma formidable regalo de Vlad Fesserite el día que venció en su primera contienda.

Dahenge portaba idéntico equipamiento pero luchaba con dos espadas de una mano; un estoque corto y puntiagudo y la característica cimitarra de callantia, curva y afilada. Su yelmo simulaba la cabeza de una cobra, apodo por el cual era conocido.

Leith era mucho más grande pero Dahenge poseía una musculatura muy desarrollada además de un largo historial como mercenario y asesino a sueldo. Tenía cuarenta y cinco años, de los cuales llevaba más de treinta ganándose la vida con las armas.

Cuando era apenas un niño su aldea se alzó en rebeldía contra el Intendente del territorio. Toda su familia hubo de refugiarse en la selva y tanto el luchador como sus hermanos se habituaron muy pronto a infligir y a evitar la muerte. Con apenas dieciséis años se unió a la tripulación de un barco de contrabandistas de marfil y huyó de Rex-Callantia; a la edad de Leith ya había recorrido todas las costas del Continente y trabajaba como guardaespaldas en Ciudad Imperio. El asesinato de su patrón por parte de un grupo rival lo obligó a huir de nuevo y buscar asilo en Rex-Preval, donde se puso al servicio de uno de los Señores de la Guerra que dominaban oficiosamente la provincia. Aquel Señor era Búthar Barr, el hermano del actual Intendente de Ahaun. Por mediación de los Barr, Dahengue conoció a Vlad Fesserite, para el que llevaba más de veinte años trabajando como guardaespaldas.

La aparición de Los Juegos supuso para él precisamente eso: juegos con los que entretenerse, ganar dinero y saciar su beligerante espíritu. En nueve años había vencido en sus cincuenta y seis combates. Cincuenta y dos de sus rivales salieron muertos de la arena y tres fallecieron a las pocas horas. Si nunca antes había competido por el título era porque su patrón no quería arriesgarse a que lo hirieran de gravedad o peor aún, a que lo matasen. Con aquel patán de Vérrac muerto, los mejores luchadores que quedaban en liza eran los de Fesserite; tras más de veinte años el viejo lo estaba poniendo a prueba.

Dahenge conocía muy bien a su jefe; sabía que si aquel joven gigante salía vencedor, le ofrecería su puesto de primer guardaespaldas. Era la máxima que constantemente repetía: «El hombre que gana perdiendo, tiene el mundo en sus manos».

Pero aquel chico, por grande y fuerte que fuese, era un vulgar campesino como todos los demás. Los muy estúpidos nunca llegaban a entender en qué consistía aquello; el brillo del acero y los gritos de la plebe hacían que se olvidasen de que el filo y los gritos del rival eran lo que marcaba la verdadera diferencia.

Los luchadores se movían en círculo, estudiándose mutuamente. Leith empuñaba su espada con ambas manos, en posición defensiva. Había visto luchar varias veces a su oponente y sabía que no tenía paciencia. No tardaría en dar el primer golpe.

Dahenge se balanceaba sobre sus pies, moviendo arriba y abajo las espadas. Previa finta, le lanzó una estocada directa al pecho que el muchacho bloqueo sin mucha dificultad. El callantiano atacó rápidamente con la cimitarra y si Leith no hubiera esquivado el golpe le hubiese rebanado un brazo. A pesar de todo, el tajo le desgarró el hombro y gritó de dolor.

—¡Quítatelo de encima, estúpido! —bramó Berd desde su asiento.

Como si realmente hubiese escuchado a su padre, efectuó un barrido lateral que obligó a Dahenge a alejarse dando un salto hacia atrás. El luchador negro decidió mantener la distancia y obligar a su oponente a dar el siguiente paso.

Leith corrió hacia él y lanzó dos tremendos espadazos con tal fuerza que, aunque logró bloquearlos, hicieron a su rival retroceder una considerable distancia y perder por un momento el equilibrio. Con una velocidad inesperada, el muchacho descargó un tercer golpe directo al cuello. Falló en su objetivo por muy poco, golpeó en el casco de refilón y lo derribó aparatosamente.

—¡Acaba con él! ¡Acaba con él ya! —La voz de Berd se dispersaba entre los aullidos enloquecidos de los espectadores, que se lo estaban pasando en grande.

Al ver a su adversario tendido en el suelo, Leith dudó apenas unas décimas de segundo, tiempo más que suficiente para que Dahenge se recobrase y se alejara del radio de acción de su espada.

De nuevo en pie, volvió a analizar al chico. El golpe no acabó con su vida por pulgadas. Notaba como el calor del dolor latente le subía desde la base de los omoplatos hasta la nuca. La rigidez del cuello indicaba un pinzamiento nervioso o quizás algo más grave; cuando se enfriase le iba a doler mucho.

Aquel era el hombre más fuerte al que se había enfrentado. Pese a su tamaño, hacía gala de una rapidez y unos reflejos sorprendentes. Además, su juventud lo dotaba de una energía que el callantiano perdió mucho tiempo atrás. En un combate largo sus posibilidades de victoria se reducían. Tenía que acabar con él lo antes posible; de lo contrario podía darse por muerto.

Leith se abalanzó de nuevo, lanzando enérgicos ataques que creaban frente a él una intermitente muralla de acero muy difícil de traspasar. Su envergadura le permitía mantenerse a distancia y la longitud de su espada hacía que Dahenge no tuviese más remedió que actuar a la defensiva y retroceder.

Por un momento, el callantiano pareció bajar la guardia y expuso su flanco derecho. Leith aprovechó para lanzar un potente golpe con intención de partirlo por la mitad como a una res. Dahenge lo esquivó, rodó por el suelo, acometió a su rival por la derecha y le clavó el estoque en la pantorrilla. El chico rugió de dolor, pero cuando su oponente se disponía a golpear con la cimitarra, se dejó caer hacia atrás y le propinó un golpe con la empuñadura que le arrancó el casco de la cabeza.

El callantiano se desplomó sobre el suelo y el yelmo que simulaba la faz de una serpiente fue rodando por la arena hasta detenerse justo en el centro del Gran Círculo.

Leith se apoyó en su espada y se incorporó.

—¡Remátalo! ¡Está fingiendo, idiota! —Berd se desesperaba en su asiento.

El chico levantó la espada sobre su cabeza con ambas manos; la multitud gritaba «¡Campeón! ¡Campeón!». No pudo evitar mirarlos y sonreír. Deseaba que sus padres estuviesen entre el público y fuesen testigos de su gran victoria. Con el dinero que iba a ganar les compraría una pequeña parcela y le regalaría a su madre alguna bonita joya para que la luciese en sus visitas semanales al templo. En ese momento, se sentía el hombre más poderoso de la tierra. Un auténtico campeón.

Entonces notó un pinchazo frío y lacerante en el muslo izquierdo. Devolvió la vista a la arena y comprobó que Dahenge estaba de nuevo en pie; empuñaba la cimitarra con las dos manos. El estoque permanecía clavado en su ingle hasta media hoja. Quería golpear pero no podía moverse; veía borroso y lo único que oía era un molesto zumbido. Trastabilló un poco y vomitó un esputo sanguinolento cuando el callantiano le abrió la garganta de un tajo.

Leith se llevo al cuello una mano que no cesaba de temblar. Cuando se percató de que la sangre manaba a chorros entre sus dedos fue por fin consciente de que acababan de matarlo; su gigantesco cuerpo se rindió entonces y cayó pesadamente sobre la arena.

Hicieron falta cuatro hombres para depositar el cadáver sobre la camilla y trasladarlo al dispensario del edificio; mientras, Dahenge mostraba sus espadas ensangrentadas a la enloquecida muchedumbre.

—Mi pobre muchacho —murmuró Guresian.

En los meses que tuvo a Leith a su cargo el preparador le había tomado mucho afecto. Estaba convencido de sus inmensas posibilidades pero temía que llegado el momento la ingenua bondad de su carácter jugase en su contra. Ahora se lamentaba por no haber sabido adiestrarlo para lo que realmente se hacía allí: matar hombres. Su joven cuerpo yacía sin vida tendido sobre una camilla; fuera, en la arena, el público vitoreaba a su asesino. Ése era el verdadero juego.

—¡Alto! ¡No puedes entrar aquí! —gritó uno de los guardias.

Berd lo cogió del cuello y lo lanzó por los aires como si fuese un muñeco de trapo. Dos hombres más intentaron cerrarle el paso y en ese momento intervino Guresian.

—¡Dejadle entrar, por toda La Creación! Es el padre del chico.

Los soldados se retiraron y Berd corrió hasta la camilla sobre la que estaba el cuerpo de su hijo. Observó que le habían cerrado los ojos y que la sangre le cubría parte del rostro. Se arrodilló y le acarició una mejilla con los dedos.

Férrell Guresian decidió marcharse. Odiaba estar presente cuando los luchadores jóvenes alternaban con sus familiares; la mayoría combatían en contra de sus deseos y el instructor no podía evitar sentirse culpable. En ese momento, la imagen de aquel hombre abrazado a su hijo muerto le dolía como una cuchillada. Él perdió a los suyos hacía mucho, en una vulgar pelea de taberna. Iba a decir algo pero al final optó por salir del dispensario en silencio. Sabía por experiencia que Berd no escucharía ninguna de sus palabras. Pronunciarlas sólo serviría para que el cuchillo que lo desgarraba a él mismo se hundiera un poco más.

—No…no…Hijo mío. —El corpulento segador lloraba mientras se abrazaba a la cabeza del cadáver—. No…Mi chico…No.

—Una lástima. Era un buen muchacho y un excelente luchador —comentó Vlad Fesserite—. Hubiese llegado lejos de haber tenido un instinto de supervivencia más desarrollado.

Berd dejó de llorar y giró el cuello en la dirección de la que provenía la voz. Al pie de una de las escaleras se encontraba el viejo flanqueado por dos guardaespaldas.

—Lo siento, amigo mío; así funciona el espectáculo. Tu hijo ganó mucho dinero y rozó con la punta de los dedos la gloria, pero todo esto que hacemos aquí es para disfrute del público. —Fesserite se llevo la mano a la oreja—. ¿Los oyes? Están disfrutando como auténticos cerdos.

Sin decir palabra, Berd Bahéried cogió uno de los listones de la camilla, desgarró la tela y lo lanzó con todas sus fuerzas en dirección al viejo. El trozo de madera surcó el aire como un rayo y uno de los guardaespaldas se interpuso en su trayectoria. La improvisada lanza se le clavó en el vientre y lo estampó contra las escaleras, derribando a Vlad Fesserite con el impulso.

Los tres guardias rodearon a Berd, que había cogido el otro listón y lo sujetaba con ambas manos. Con un rápido movimiento de muñeca, volteó la vara y derribó de un solo golpe a dos de ellos, que quedaron inconscientes en el acto; uno tenía una brecha en la frente y el otro sangraba por la nariz. El tercero embistió con su alabarda pero el segador esquivó el ataque y le propinó un puñetazo en la nuca que lo estrelló con violencia contra el suelo.

El guardaespaldas que quedaba con vida desenvainó su espada y se disponía a abalanzarse sobre él cuando Fesserite lo detuvo con un chillido.

—¡No te acerques! ! ¡Mantén la espada lejos de su alcance, imbécil!

El viejo recordaba al fin dónde vio por primera vez a aquel campesino gigantesco. Habían pasado más de veinte años pero no tenía ninguna duda; en aquel instante temía seriamente por su vida y su rostro arrugado reflejaba un terror indescriptible.

Seis guardias armados con alabardas irrumpieron en el dispensario. Berd sabía que podía matarlos a todos únicamente con el palo que llevaba en la mano. En ese momento descendieron por la escalera tres guardaespaldas más, armados con espadas. El alboroto había llamado la atención de varios luchadores que corrían hacia el dispensario enarbolando diversos tipos de acero afilado. Tres criados escucharon el jaleo y asomaron la cabeza con curiosidad.

Si se hacía con una espada quizá pudiera abrirse paso pero supondría quitar muchas vidas para obtener a cambio el pellejo del anciano. Ésa era la única compensación que podía esperar por perder para siempre a su único hijo. Berd soltó el palo, bajó los brazos y su figura desapareció entre la maraña de guardias, que lo golpeaban con las alabardas y le daban patadas por todo el cuerpo. Finalmente, le pusieron grilletes en las muñecas y lo sacaron a empujones de la habitación.

Vlad Fesserite permanecía en el suelo, con el rostro desencajado por el miedo. Tenía la boca abierta y le temblaban los labios. Un guardaespaldas tuvo que llevárselo en brazos y compuso una mueca de asco. El jodido viejo se lo había hecho todo encima.

Señorío de Drávenark, Rex-Preval

Llevaban una jornada entera cabalgando y sus monturas empezaban a resentirse.

La lluvia acrecentaba el riesgo de caídas en el ya de por sí fangoso suelo que parecía cubrir todo el territorio. Los caballos, acostumbrados a la irregularidad del terreno, sorteaban con habilidad los obstáculos peligrosos pero en momentos determinados Lehelia debía sujetarse con fuerza o terminaría cayendo y siendo pisoteada por los cascos de los corceles de su escolta.

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