Presagios y grietas (26 page)

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Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

No importaba lo fuerte que lo atasen o cuantos guardias lo rodearan. Era un Pretor de La Orden de los Custodios y podía acabar con la vida de un hombre de mil modos distintos; un simple cabezazo sería suficiente.

—Siento mucho lo del chico, Berdhanir —susurró una voz que no escuchaba desde hacía mucho tiempo.

—Todo ha sido culpa mía —respondió—. Intenté negar lo que soy y mi hijo ha pagado las consecuencias.

—Encontrar culpables en estos tiempos es fácil, Pretor —comentó el visitante—. Pero aún es más sencillo dar con inocentes que paguen por ellos.

—Necesito que me hagas un favor. Uno de los carceleros, una escoria repugnante, ha jurado que… —De repente reparó en la situación—. ¿Cómo diablos has conseguido que te dejen entrar?

El Pretor Berdhanir se dio la vuelta y miró sorprendido hacia los barrotes de su celda. Tras ellos se alzaba la figura del Jefe de Brigada Levrassac; a su lado, una niña de unos ocho años lo miraba con unos ojos azules inmensos.

—Bien, realmente la han dejado entrar a ella. Te presento a la Hermana Gia, de Alhawan; aquí donde la ves, tiene más de mil años. —Levrassac señalaba con el índice a su pequeña acompañante.

Berd observó a la Nar y se estremeció. Tener frente a él a aquella niña, que ya estaba allí antes de que los demonios anegaran la tierra y de que los humanos ni tan siquiera existiesen, le producía una sensación de desconcierto que lo devolvía a la realidad; a su auténtico mundo, el que creía haber dejado atrás. En los más de veinte años que llevaba en Vardanire había llegado a olvidar su pasado casi por completo. Llevó una vida tranquila, formó una familia y trabajó los campos como un hombre normal. Era en aquellos precisos instantes, en los que la horca iba a poner fin a su tranquila vida y su familia estaba destrozada, cuando quedaba en evidencia que él no era un hombre normal y que su trabajo no tenía nada que ver con los campos.

—Pretor Berdhanir. —La Nar hablaba con una solemnidad que chocaba con su vocecilla infantil—. Hemos venido a liberarte; te necesito y también al Jefe de Brigada Levrassac.

—No me llames Jefe de nada, Hermana —replicó el mercenario—. Hace más de veinte años que nos destinaron aquí; aunque para ti no sea más que un parpadeo, es tiempo suficiente para que cambien muchas cosas en la vida de un hombre.

—Como quieras —respondió Gia, indiferente. Con un gesto de su pequeña mano, la cerradura emitió un crujido seco y la puerta de la celda se abrió.

La niña y el asesino se acercaron al rincón en el que Berd se acurrucaba encadenado. Gia rozó con un dedo los grilletes, las cadenas se desprendieron y cayeron al suelo tintineando. Levrassac le tendió la mano. Berd la sujetó y se incorporó con torpeza. Llevaba días agazapado en aquel rincón y pese a su fuerza, era un hombre de sesenta y dos años; sus articulaciones se resentían y repiquetearon cuando estiró los miembros. Una vez en pie estrechó con fuerza la mano de su subalterno y le dio una afectuosa palmada en el hombro.

—Tengo entendido que te has convertido en el asesino más reputado del territorio.

—Tú te decantaste por segar trigo y yo opté por segar vidas; te sorprendería saber la cantidad de ellas que merecen ese destino en esta cloaca que llaman ciudad.

—Hemos de marcharnos —terció Gia—. Es prioritario que nos reunamos con el Maestro Véller. Él nos pondrá al corriente de la situación.

Los tres salieron al pasillo y Berd se sorprendió cuando vio a los dos guardias. Estaban de pie, rígidos como estatuas. Tenían los ojos abiertos y no parpadeaban.

—¿Qué te parece lo que hace nuestra amiguita, Pretor? Los cinco pisos que llevan hasta tu celda están repletos de estas estatuas vivientes.

Berd se detuvo frente al carcelero Fuley.

—¿Mantienen la consciencia, Hermana? —inquirió.

—Sí. Su cuerpo no les obedece pero el resto de funciones están activas —respondió la niña.

—¿Eso quiere decir que ven y oyen lo que decimos?

—Así es. En unas horas caerán en un sueño profundo y cuando despierten habrán recuperado su estado normal. Al contrario que el Jefe de…que Levrassac, nosotros no creemos ser nadie para quitar vidas gratuitamente.

—Hermana, te aseguro que no suelo matar gratuitamente —repuso con sorna el asesino.

—Entonces, si pueden oírnos, ¿pueden sentir esto, por ejemplo? —Berd le propinó un descomunal puñetazo en los testículos al carcelero.

—Así es. —La niña entrecerró los ojos con una mueca de disgusto.

—Os ruego que esperéis unos instantes, será rápido.

Cogió el brazo derecho de Fuley y lo estrelló con violencia contra su rodilla. Acto seguido lo sujetó por la bandolera y estampó su cuerpo contra la pared repetidas veces. La maltrecha extremidad terminó balanceándose como un trozo de tela al viento. El rostro del carcelero ni se inmutó pero cuando Berd volvió a golpearle la entrepierna con el puño, una lágrima brotó de su ojo izquierdo.

—Ya casi he terminado, disculpadme de nuevo.

Levrassac observo divertido cómo el Pretor entraba en la celda y volvía a salir con las cadenas al hombro. Echó un vistazo a su alrededor y dio enseguida con lo que buscaba. Estirando un brazo, descolgó las cadenas sobre una de las vigas del techo. Tras constatar la firmeza del soporte, las anudó al cuello de Fuley entrelazando las filas de eslabones con meticulosidad. Una vez se aseguró de la consistencia de aquel nudo de hierro, tiró del otro extremo. Los pies del carcelero se elevaron del suelo y Berd rugió enfurecido:

—¡Brigada! ¿Quieres echarme una mano, por todos los demonios?

Levrassac sonrió como un lobo, se situó junto al cuerpo colgante y lo sujetó por la cintura mientras el Pretor enrollaba las cadenas en los barrotes de la celda.

Fuley se columpiaba suspendido de la viga; su rostro iba adquiriendo un tono violáceo mientras el orín empapaba sus pantalones.

—Podemos marcharnos —concluyó Berd—. Sé que no apruebas esto, Hermana, pero esa escoria iba a hacerle daño a mi esposa.

La Nar se encaminó a las escaleras sin pronunciar palabra y los dos Custodios la siguieron.

En cada uno de los cinco pisos de la fortaleza se veían guardias inmovilizados en las posturas más curiosas. En la segunda planta, Berd advirtió que uno de ellos estaba tendido en el suelo con la garganta abierta.

—A ése tuve que inmovilizarlo yo —matizó Levrassac.

—Sólo los humanos más débiles pueden ser sometidos a los Poderes Primordiales —comentó Gia—. Ese guardia era fuerte, aunque considero desmedida la reacción de Levrassac.

—Se disponía a atravesar con su espada a nuestra hermanita. —El mercenario se encogió de hombros—. Por cierto, la niña habla de corrupción, demonios y pamplinas por el estilo… ¿Has visto a Véller últimamente? ¿Sabes de qué va todo esto?

—Hace más de quince años que no tengo noticia alguna del Maestro, ni del Templo, ni de nada relacionado con La Orden —respondió Berd—. Dijo que si nos necesitaba nos lo haría saber. Tú estabas presente, igual que yo.

El trío atravesaba en ese instante el espacioso patio de la prisión. En los torreones y sobre las murallas podían verse las figuras amenazadoras de los arqueros apuntando sus flechas hacia el portón principal. Un jinete señalaba con el brazo extendido hacia las letrinas mientras su caballo olisqueaba un saco de zanahorias que sostenía en volandas uno de los cocineros. En las garitas, dos soldados con la boca abierta enarbolaban sus alabardas. Cuando abandonaron el edificio empezaba a amanecer. Sin decir palabra, Berd se encaminó con paso decidido hacia el oeste.

—Hemos de ir al Consulado, Pretor Berdhanir. Está en la dirección opuesta.

—Cuando esos guardias despierten lo primero que harán será dirigirse a mi casa y prender a mi mujer. No iré a ningún sitio sin antes ponerla a salvo —respondió Berd.

—Ya te lo he dicho, hermanita; dudo que el Pretor y yo seamos bienvenidos en casa de los Dashtalian —terció Levrassac con hastío—. Y los guardias del palacio son más competentes y mucho más numerosos que el hatajo de ineptos que vigila este sitio.

En ese instante Gia entornó los párpados y se llevó la mano a la sien. Se quedó inmóvil unos instantes y abrió los ojos con expresión confundida.

—Vayamos pues a tu casa; necesito reconsiderar la situación. El Maestro Véller acaba de morir.

Consulado Imperial, Vardanire

Húguet Dashtalian y su hija ascendían corriendo por las escaleras de mármol. El Cónsul se asía con fuerza a la barandilla y saltaba los escalones de dos en dos dejando atrás a la joven, a la que la larga falda impedía seguir su ritmo. Lehelia maldecía el momento en que decidió cambiar su atuendo de viaje por aquel estúpido vestido. Además, ese salvaje de Skráver Barr no pareció apercibirse de ello cuando visitaron su castillo para ultimar detalles. De hecho no se dignó ni a dirigirle la palabra.

Acababan de regresar de su viaje y las noticias con las que los recibieron eran desconcertantes. El asesinato de Lóther Meleister lo había ordenado el propio Cónsul, aunque fingió una total desolación cuando se lo comunicaron, pero la otra novedad lo hizo estremecer, se adentró en el Palacio sin decir palabra y se dirigió a toda prisa a la alcoba de su hijo pequeño. Al parecer, Porcius había matado al Maestro Véller.

Húguet avanzaba a zancadas por el pasillo y tras él corría Lehelia sujetándose la falda para no tropezar. En la puerta de la habitación montaban guardia Drehaen Estreigerd y dos de sus soldados.

—Señor, me alegro de vuestro regreso —dijo el Capitán—. Todo sucedió hace dos noches. Encontramos al anciano tendido en el suelo con la cabeza destrozada; a su lado estaba Porcius con un atizador de hierro en la mano.

El Cónsul asintió distraído y entró en la habitación seguido por Lehelia. Ambos se sorprendieron al reparar en la cicatriz que surcaba el rostro del Capitán pero no preguntaron nada; en ese instante las prioridades eran otras.

En el interior, dos de los médicos del Consulado hablaban entre ellos en voz baja. Hígemtar Dashtalian se sentaba en un taburete sin apartar la vista del lecho de su hermano. Porcius yacía inmóvil, con la cabeza apoyada en el respaldo de la cama y los ojos en blanco. Unas gruesas correas de cuero lo sujetaban por los pies, la cintura y las manos. En la izquierda mantenía algo apretado y entre sus dedos podía apreciarse la superficie rojiza del orbe.

—Padre, está así desde que lo encontramos —dijo Hígemtar—. No se mueve y no responde a nada de lo que se le pregunta. Tiene agarrada esa esfera y no hemos conseguido que la suelte de ningún modo.

—Lo hemos atado a la cama como medida de precaución —comentó uno de los doctores—. Parece evidente que asesinó a Véller y en cualquier momento puede sufrir otro brote de violencia.

—Sus constantes son débiles, pero estables —añadió el otro médico—. Me temo, Señor, que el mal que sufre está en su cabeza.

—¿Insinúas que mi hijo se ha vuelto loco, Doctor Jeisser?

—No encuentro otra explicación, mi Señor. Está perfectamente de salud y ese asesinato horrible no se ajusta de ninguna manera a su carácter ni a su comportamiento habitual.

—Golpeó a Véller hasta partirle el cráneo por la mitad, Señor —terció el otro doctor—. Toda la habitación estaba salpicada de sangre y de pedazos de sus sesos.

Lehelia miraba abstraída el rostro de su hermano. Tenía la boca abierta y emitía por ella un ronquido apagado al ritmo del cual su voluminoso estómago se hinchaba y deshinchaba. Sus ojos no pestañeaban y las pupilas se habían fundido con el blanco hasta casi desaparecer. De repente, Porcius giró la cabeza y sonrió. Lehelia dio un respingo y sofocó un grito de terror al tiempo que su hermano giraba de nuevo el cuello y volvía el rostro esta vez hacia su padre.

—¿Quizás tú eres Húguet Dashtalian? —preguntó con una voz grave y estruendosa.

El Cónsul permaneció de pie, sin responder. Aunque intentaba por todos los medios aparentar tranquilidad movía vertiginosamente los dedos de su mano derecha y el labio inferior le temblaba.

—Salid de aquí de inmediato —ordenó a los médicos con toda la firmeza que fue capaz de reunir.

—¡Oh, sí! Quizás será lo mejor, sí —gimió Porcius. Su voz volvía a ser diferente. Tenía un tono nasal y mortecino que recordaba al de una anciana agonizando.

Los doctores abandonaron la habitación con el pánico reflejado en sus rostros. Tras unos instantes observando a su irreconocible hijo menor, Húguet Dashtalian se atrevió por fin a hablar.

—Te saludo, poderoso Zighslaag.

El Cónsul se puso de rodillas y Lehelia lo imitó, indicando a Hígemtar con un gesto que hiciese lo mismo. El Mariscal se arrodilló, aterrorizado y confuso; era el único que ignoraba lo que estaba sucediendo.

—Poderoso, sí. Quizás pudiera serlo más, Húguet Dashtalian. Quizás tú puedas ayudarme ¡Oh, sí!

—Como mis hijos te comunicaron en su visita, Señor de La Creación, es mi intención ayudarte a recobrar en su totalidad tu inmenso poder.

—Señor de La Creación. —La monstruosa voz grave hablaba de nuevo—. Quizás exageres, humano. Quizás pude haberlo sido entonces ¡Oh sí! Quizás pueda llegar a serlo, eso es lo que quieres decirme, ¿no es así, Húguet Dashtalian?

Hígemtar contemplaba atónito la escena. El cuerpo de Porcius desprendía un hedor infecto que emponzoñaba toda la habitación y las voces que hablaban a través de él no eran humanas; no podían serlo. Sin embargo, su padre y su hermana permanecían con la vista fija en el suelo reverenciando a aquella abominación en la que se había convertido su hermano pequeño.

—Conseguimos tu ojo, Gran Zighslaag. —Lehelia tomaba la palabra.

Había estado antes en presencia de aquel ser y aunque el miedo la dominaba, tenía mejor disposición que su padre para dialogar con él. Nunca había visto a Húguet en ese estado; parecía un anciano indefenso que esperaba sumiso la hora de su muerte.

—Te buscamos y conseguimos encontrarte, sin otro propósito que restaurar tu magnificencia —añadió la dama.

La voz marchita articuló una risa entrecortada.

—Quizás sea cierto, hembra ¡Oh sí! Pero quizás olvides quien soy. Quizás creas que este insignificante cuerpo que manejo a mi antojo tiene algún dominio sobre mí…pero lo dudo. Entonces, ¿por qué intentas engañarme? Quizás pienses que no conozco a los de tu raza… Entonces te equivocas. Os conozco muy bien ¡Oh sí! No me devolviste mi ojo entonces y no piensas hacerlo hasta que yo me someta a ti —añadió esta vez la voz grave para acto seguido estallar en una carcajada.

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