Presagios y grietas (43 page)

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Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

—Dashtalian no nos tiene ningún aprecio, Alteza —replicó el Barón de Lásker—. Nos insultó a todos abiertamente al no invitarnos a los esponsales de su hijo mayor; el único representante de Tierras Imperiales en aquella ceremonia fue ese luchador que vuestro esposo adora.

—Un plan tan descabellado como el que se dispone a acometer no puede tener otra intención que instigar a la rebelión a los que, como nosotros, abominan de las manos indignas sobre las que reposa el Imperio —dijo el Comandante Hovendrell—. Creo que Húguet Dashtalian nos está mandando un mensaje. ¿Vos que opináis, Ministro Vindress?

—Es posible —respondió el anciano.

—La Dama Hidia Dashtalian falleció hace mucho y Húguet no ha vuelto a desposarse desde entonces —expuso la Emperatriz—. Pienso proponerle matrimonio en cuanto mi esposo esté muerto. El joven Belvann VII crecerá bajo el auspicio de un hombre sabio, el linaje Imperial perdurará y evitaremos innecesarios conflictos bélicos.

—Dais por hecho que vamos a traicionar a nuestro Emperador con una tranquilidad que me asusta —repuso el Barón de Lásker.

—El Emperador deshonró a vuestra hermana y vuestro padre murió intentando resarcir la ofensa —dijo Hovendrell—. No podéis haberlo olvidado, Lásker.

—Tampoco he olvidado que fue la espada del Comandante Imperial la que atravesó el cuerpo de mi padre, Hovendrell, aunque no os guardo rencor por ello. De hecho, admiro la entereza con la que asumís los insultos que constantemente os dedica Belvann; largos años de humillante castigo por la inconsciencia que mostrasteis al impedir que mi padre acabase con la vida de esa rata.

—No es el único intento de asesinar al Emperador que he frustrado desde entonces, Lásker —añadió el Comandante—. Han sido muchos y varios de ellos llevaban vuestra firma.

—¿Y qué os ha hecho cambiar de parecer? —inquirió Lásker con una sonrisa.

—Me debo a la sangre de los Conquistadores y mi obligación es perpetuarla. Una vez nazca el heredero, mi honor y el futuro del Imperio requieren la inmediata aniquilación del ser innoble que se sienta ahora mismo en el trono —sentenció dando una palmada sobre la mesa.

—Si, como parece, el Este del Continente se va a alzar en armas, es sin duda una ocasión inmejorable para eliminar a Belvann VI —se atrevió a decir el Barón de Fedyen—. Y desde luego, un hombre del talento de Húguet Dashtalian sería un excelente tutor para el joven Emperador nonato; pero no quisiera aventurarme sin conocer la opinión del amante de la Emperatriz sobre todo esto. —Fedyen miró al joven Váryd con suspicacia.

—El amante de la Emperatriz cumplirá con los deseos de la Emperatriz —se anticipó Zeleia—. Mi hijo debe ser instruido en las tareas de gobierno y Dashtalian debe tener un motivo de peso para incluirnos en sus planes, sean los que sean.

—Ese mensaje que le habéis enviado, ¿pone en su conocimiento que estáis encinta, Alteza? —El Ministro Vindress seguía acariciando su barba.

—No soy tan incauta. Eso se lo expondré en persona cuando me reúna con él. Sólo los aquí presentes lo sabéis y supongo que no es necesario que os diga que el asunto requiere discreción absoluta.

—En efecto, no es necesario —repuso el sacerdote mientras se recostaba en el respaldo de su asiento.

Vindress no había llegado al cargo de Alto Padre del Culto precisamente por ser indiscreto. Tenía a sus espaldas años y años de experiencia en intrigas de todo tipo. El anciano valoraba el precio del conocimiento; el conocimiento era la base sobre la que reposaba el poder y la falta de él era la grieta por la que ese poder se derramaba. Por eso se guardó de comentar unas palabras que Húguet dijo al Ministro Jerre. «Una vez muerto el Emperador, el trono pasará a manos de la familia Dashtalian y nosotros gobernaremos El Continente con la firmeza y rigor que requiere tamaña responsabilidad.»

Al igual que El Grande, que se limitaba a observar sin intervenir, el Alto Padre Vindress no pensaba revelar al Consejo esa parte de los planes del Cónsul. Sucediese lo que sucediese, el Culto prevalecería para seguir orientando a los hombres en la búsqueda de la verdad en sus almas. Una búsqueda siempre infructuosa y por tanto, eterna.

Consulado Imperial, Vardanire

El arnés era imponente y los destellos metálicos evidenciaban que los criados lo pulían con regularidad. Lo que más impresionaba era el guerrero a caballo que coronaba el yelmo. La riqueza de detalles de aquel hombrecillo de acero captaba la mirada del espectador y la retenía durante varios minutos. Vestía una reproducción exacta de la armadura, detalle por detalle. El herrero enano que la forjó se encargó de demostrar que no se podía superar a los de su raza en un trabajo artesanal.

La pequeña escultura cabría en la palma de una mano pero si se excluía el hermoso caballo, el jinete hubiese podido cogerse con dos dedos. Cada pieza estaba mimetizada con una fidelidad asombrosa; desde las hombreras ribeteadas por un relieve que simulaba una cordillera hasta el grabado de la coraza, un hombre desnudo armado con un bastón y combatiendo con un lobo; el blasón de la familia Dashtalian.

Sobre el casco de la escultura reposaba otra figura poco más grande que una uña que representaba al mismo jinete, con un detalle increíble para lo ínfimo de su tamaño. Incluso se podía intuir que el yelmo de la miniatura estaba rematado por otro jinete idéntico y así hasta el infinito.

Thiberain Dashtalian, su propietario, fue un guerrero al que el destino convirtió en Cónsul. Nació en el seno de una familia de pastores atrapados en las colinas por el asedio de los sherekag. Nunca cuidó rebaño alguno y desde muy joven empezó a manejar las armas, como todos en aquella época en la que La Gran Guerra anegaba El Continente. Pero al contrario que Belvann el Conquistador, que delegó en nobles que nunca pisaron un campo de batalla, Thiberain asumió el gobierno de sus tierras con el compromiso con el que un buen pastor cuida de sus ovejas. Esa responsabilidad la transmitió a sus hijos y estos a los suyos. Los Dashtalian habían gobernado Rex-Drebanin con firmeza durante más de trescientos años; participaban en todas las tareas que implicaba su cargo y sus jóvenes herederos eran instruidos por los mejores maestros en todo aquello que pudiera serles útil.

Arbbas Dashtalian tuvo dos hijos y tras años de deliberaciones designó como heredero a Húguet, el menor de ellos. El mayor, Róthgert, era un soldado formidable que ya ostentaba el cargo de Gran Mariscal a los diecinueve.

Desde muy niño, Húguet Dashtalian manifestó una inteligencia sobresaliente y una determinación absoluta por controlar todo lo que sucedía a su alrededor; no cejaba hasta conseguir las respuestas a los centenares de preguntas que se apelotonaban en su joven cerebro. Devoraba toda la información a la que tuviese acceso y la analizaba minuciosamente, hasta el último detalle. No tardó en constatar que su hermano lo superaba en fuerza y vigor así que decidió no descuidar un ápice su formación militar. Logró convertirse en un notable jinete y espadachín aunque siempre por debajo del audaz Róthgert. Aquello le bastaba; en el resto de disciplinas superaba sin paliativos a su hermano mayor.

El Cónsul amaba a sus dos hijos por igual y sabía que Róthgert asumiría su decisión con obediencia, pero no estaba tan seguro con Húguet; su inteligencia lo dotaba de una ambición casi desmedida. Si el cargo hubiese recaído en su hijo mayor, Arbbas Dashtalian no podía predecir las consecuencias.

Húguet recordaba a su hermano mientras contemplaba la formidable armadura de sus antepasados. Murió portando aquel yelmo, hacía ya más de treinta años. El entonces Mariscal comandaba un regimiento que acudió en auxilio de la provincia de Shoala, bajo el asedio constante de bandas organizadas de salteadores. Uno de ellos le clavó la punta de su pica en la axila, justo en la escotadura del arnés. El golpe lo derribó del caballo y varios de aquellos miserables lo remataron en el suelo. Pese al eficaz remiendo por parte de los herreros del Consulado, aún podían apreciarse las muescas de los golpes en el espaldar.

—Hasta el último momento deseé que Hígemtar, vestido con ella, comandase nuestras tropas. Era la viva imagen de mi hermano; un guerrero Dashtalian, fuerte y noble.

Vlad Fesserite esperaba ver lágrimas en los ojos del Cónsul, pero no fue así. En la oscuridad de sus habitaciones ya las había derramado todas.

—Tu hijo era un hombre desubicado en su época, muchacho. Su sitio estaba con los primeros de su casta, combatiendo en La Gran Guerra contra un enemigo declarado y visible. En estos tiempos sucios los hombres como Hígemtar son como flores que crecen en un vertedero de basura; para limpiarlo, tristemente, hay que arrancarlas.

El Cónsul no respondió. Sabía que Fesserite estaba en lo cierto pero la imagen de su hijo combatiendo con gallardía contra Mough no iba a poder desterrarla nunca de su mente. Hígemtar llegó a herir en dos ocasiones al monstruo para finalmente perecer bajo el filo de sus hachas. Húguet se negó a ver el cadáver, que fue enterrado en secreto junto a la tumba de su madre. Los seis soldados que estaban de guardia cavaron la tumba, para ser después asesinados por el gottren y Drehaen Estreigerd. Ninguna lápida recordaría al Mariscal, al que se dio por desaparecido; partió durante la noche con una escolta de seis hombres sin que nadie supiese hacia dónde.

La guerra que se avecinaba traería consigo miles de muertes pero la suya se había producido antes siquiera de empezar el conflicto. Para que los Dashtalian consiguiesen el trono, el hijo mayor debía morir. Hubiese avisado de los planes de su padre al Emperador, a los Cónsules y a todo aquel que quisiera escucharle; formaría a la cabeza de los ejércitos enemigos para terminar muriendo de igual modo. Húguet tendría que cargar con el peso de su decisión el resto de su vida.

A cambio, obtendría un Imperio.

Un Imperio compacto, gobernado por una Emperatriz sabía y fuerte. Con el Señor de Barr como consorte y brazo armado, Lehelia Dashtalian unificaría todas las tierras conocidas. Acabaría con los privilegios de los Barones, de los Cónsules y de los Intendentes; conquistaría Urdhon, el mismo Alhawan y los territorios inexplorados más allá de las Aguas del Sur. El Continente y todo lo conocido pasarían a ser el Imperio Dashtaliano, el Gran Imperio de la raza humana.

—Supuse que estarías aquí, padre. —Lehelia había entrado en la sala de armas y se dirigía hacia ellos con una sonrisa en el rostro—. Traigo noticias de La Cantera de Hánderni. Los gottren han encontrado una cámara repleta de tesoros; según dice Mough, hay decenas de cofres a rebosar de monedas, oro, plata, gemas y todo tipo de joyas.

—Sabía que esas ratas codiciosas ocultaban algo en su montaña —dijo Vlad Fesserite con el brillo de la propia codicia en los ojos—. La financiación de nuestra campaña está garantizada; y podemos esperar lo mismo de las otras dos Canteras. Barr asegura que la de Vredi se mantendrá al margen pero la de Sófolni debe ser un objetivo prioritario.

—Los enanos pueden esperar —respondió el Cónsul sin apartar la vista de la armadura—. La ofensiva empezará justo al otro extremo de la provincia; pasarán meses hasta que nuestras tropas lleguen a esa montaña y nos espera un asedio largo. Después de lo sucedido a sus primos estarán prevenidos; no será nada fácil traspasar sus murallas.

—¿Incluso para nuestro poderoso aliado? —inquirió Fesserite. Esa era la parte del plan de la que estaba menos al corriente. Le incomodaba que Húguet no lo tuviese informado y que el asunto estuviese en manos de Porcius no le inspiraba la más mínima confianza.

—No podemos manejarlo —terció Lehelia—. Cuando cumpla con su parte deberemos movernos con sumo cuidado o todo lo que vamos a hacer desembocará en el desastre.

—Hemos pactado con una horda sherekag nunca vista desde La Gran Guerra. Tu padre ha logrado que los gottren quebranten su juramento y luchen de su lado. Ese monstruo ciego está a vuestra merced por lo que decís; no veo por qué no hemos de utilizarlo según nuestra conveniencia.

—¡Es el Primer Demonio Zighslaag! —exclamó Lehelia—. No sabes lo que dices, tío Vlad.

—Tu tío es un hombre de acción, no versado en la historia del Continente y mucho menos en la Existencia Documentada, hija mía —expuso Húguet sin volverse—. Los sherekag luchan por lo que les pertenece por derecho y la estupidez de los gottren es sumamente manipulable. Yo los liberé de su juramento a Belvann I a condición de que me sirviesen; esa bestia irracional de Juggah ni se planteó que no tengo ninguna autoridad para hacerlo. Zighslaag es algo muy diferente; es una Fuerza Primordial, la Fuerza del Caos. Ahora mismo no posee ni la milésima parte de su poder y aun tan debilitado, nos va a dar un Imperio. Una vez lo haga hemos de devolverlo a su prisión y debe permanecer allí encerrado hasta el fin de los tiempos.

Un grito interrumpió la conversación. La puerta de la sala de armas se abrió de golpe y Valissa, la esposa de Hígemtar, entró corriendo, armada con un cuchillo y con la luz de la demencia en los ojos; dos guardias la perseguían y uno de ellos se llevaba la mano a la pierna.

—¡Malditos! ¡Malditos seáis! —chillaba enloquecida—. ¡Dashtalian! ¡Asesino!

La joven se abalanzó sobre el Cónsul dispuesta a atravesarle el corazón con su puñal; Húguet esquivó el ataque y la sujetó con fuerza por las muñecas. Logró que soltara el cuchillo mientras se retorcía intentando morderle las manos y dándole patadas en las piernas, sin cesar de increparlo con su vocecilla infantil cargada de dolor.

—¡Asesino! ¡Has matado a tu propio hijo!

—Cariño, mantén la calma —intervino Lehelia—. No sabes lo que dices; Hígemtar se habrá ausentado por alguna razón de peso. Pronto volverá a tu lado y…

La joven le escupió en el rostro y le dio una patada en el estómago. Húguet tiró de ella hacía atrás y trato de inmovilizarla, pero era como abrazar a un gato salvaje.

—¡Puta! ¡Tu hermano está muerto y lo sabes! ¡Cómo mi padre! ¡Cómo pronto lo estarás tú y todo el que se acerque a este hijo de una serpiente! ¡Dashtalian! ¡Acabaré contigo, maldito!

—¡Lo siento, Señor! —exclamó uno de los guardias mientras ayudaba al Cónsul a contenerla—. Sacó el cuchillo y se lo clavó a Gerrin antes de que pudiésemos reaccionar.

—¡Malditos!

En ese instante Vlad Fesserite le dio un preciso golpe en la nuca con el mango de su bastón y Valissa cayó al suelo sin conocimiento.

—Esta niña ha perdido la razón por completo —dijo con tristeza el anciano.

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