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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

—Quiero pararle los pies, Heinrich. Quiero impedirle que se convierta en el nuevo obispo de Münster, o que nos arrastre a todos a una sangrienta hecatombe. Y debo ser yo quien lo haga. Rothmann está enfermo, débil. Knipperdolling y Kibbenbrock no atacarían nunca la autoridad del Profeta, se cagan de miedo.

Nos quedamos callados, escuchando los cascos que pisotean el terreno, el bufar de los caballos.

Es él quien habla de nuevo:

—No sucederá nada el día de Pascua.

Tal vez más que una simple palabra de aviso.

—Ese es justamente el problema. Qué tiene intención de hacer Matthys ese día. Es un loco, Heinrich, un loco peligroso.

Parece increíble: hace poco más de un mes éramos los dueños y señores de Münster; hoy hablamos en voz baja, lejos de los oídos de todos, como si la duda fuera un delito mortal.

—Ha puesto un término, y en razón de ese término detenta la autoridad absoluta. Podemos acorralarlo.

—¿Desenmascararlo delante de todos?

Trago saliva:

—O bien matarlo.

Los huesos se hielan apenas pronunciadas las palabras, como si el invierno quisiera sellarlas con una gélida mordedura.

Unos pocos metros más en silencio. Parece que se advierta el rumor confuso de sus pensamientos.

La mirada permanece clavada en el fondo de la calle:

—Sería la guerra en la ciudad. Toda esa gente venida de fuera lo adora. Los münsteritas, tal vez ellos te siguieran, pero cada día que pasa se vuelven más una minoría.

—Tienes razón. Pero uno no puede quedarse mirando, mientras todo aquello por lo que se ha luchado se va al traste.

De nuevo el zumbido de sus pensamientos.

—Todo el que ha intentado enfrentarse a él ha dejado la sangre en el empedrado de la plaza.

Asiento:

—Precisamente. No es para esto para lo que yo usé tus pistolas contra los luteranos y los episcopales.

La ciudad parece desierta. Silencio, nadie por las calles. Nos miramos preocupados, como quien se huele en el aire una desgracia consumada; pero no hablamos, dejamos los caballos y nos encaminamos juntos, como atraídos por un imán hacia el teatro central, la gran plaza de la catedral. A cada paso crece el desasosiego de una amenaza desconocida, y sin embargo clara, presente, que se cierne sobre la ciudad para tragarla toda. ¿Adónde han ido a parar los habitantes? No hay ya nadie, ni un perro pulgoso. Apresuramos el paso a la vez.

La nube blancuzca corona la fila de construcciones que delimita la estrecha calle que lleva a la plaza.

Está llena.

Ruido de gente que se coloca, con deferencia y arrobo, en torno al centro, donde se alza la pira que deja escapar lenguas de fuego. Obsceno altar levantado al olvido, la palabra de Dios aplasta la de los hombres, vomita su triunfo sobre nuestras espaldas, sepulta nuestra mirada bajo un manto impenetrable; su aliento se deja sentir sobre nuestras cabezas; su ojo nos descubre implacable, nos da caza hasta donde no será posible ocultarnos, en lo más recóndito de nuestros pensamientos, en el deseo de poder ser, un día, más sabios. Matando toda curiosidad, y todo talento.

Lentamente asciende el humo de la hoguera de los libros. A brazadas recogen los volúmenes que son descargados sobre el empedrado desde los carros, y los arrojan a la hoguera, una columna de fuego tan alta que llega a lamer el cielo, para llamar a los ángeles con el humo de Pedro Lombardo, Agustín, Tácito, César, Aristóteles…

El Profeta, erguido en el tablado, aprieta una Biblia en la mano. Estoy seguro de que me ve. Simples sílabas que no superan el vocerío exaltado de la gente, ni tampoco el crepitar del fuego, sino que son pronunciadas para mí, por aquellos finos labios.

—Vanas palabras de hombres, no veréis el día del trueno. La Palabra, y solo ella, cantará el juicio del Padre.

La pila crece y se consume, se alza y se convierte en ceniza; descubro un ejemplar de Erasmo, demostrando que ese Dios no tiene necesidad ya de nuestra lengua, y no nos dejará en paz. El viejo mundo se consume cual pergamino en el fuego…

A mi lado, el rostro lívido de Gresbeck, feroz y decidido:

—Estoy contigo.

Capítulo 36

Münster, Pascua de 1534

Un sobresalto de sudor frío por un sueño agitado, empapado a pesar de la lluvia que golpea furiosa contra los batientes, latido de miedo ancestral, libre el pecho con una respiración fatigosa, sorda, ronca. Abro los ojos inerme.

Relámpagos amarillos desgarran la penumbra de las primeras horas de la mañana.

Día de Resurrección.

Primer escenario: a la caída del sol la plaza está llena, están todos, nos espera un discurso del Profeta. Matthys sube al tablado, le habla a la multitud, expone algunas razones para explicar el fallido Apocalipsis, presumiblemente echándoles la culpa de ello a los elegidos no puros aún. El tablado está adosado al lado sur de la catedral. Veinte hombres, conmigo, entran por la fachada de poniente y salen por la ventana del transepto que da justamente detrás del Profeta. Los otros diez están en las primeras filas. No damos tiempo a los soldados de la guardia a reaccionar. Gresbeck agarra a Matthys por los hombros y le pone la hoja en la garganta. El capitán Gert explica por qué debe morir Enoc.

Segundo escenario: Enoc guía al pueblo de los santos a la batalla final. Dejar que lo haga. El maltrecho ejército de Von Waldeck, una vez recuperado, puede ser arrollado. Veinte de los míos en los puestos clave de la batalla. El resto forma en cuadro en torno al Profeta y no pierde de vista a su guardia personal. En medio de la confusión de la lucha aprovechar el momento propicio. La pistola del capitán Gert deja a Enoc por tierra.

La catedral abre sus fauces de par en par.

Cuatro escalones anchos y delgados, de un palmo cada uno, realzan las dos pilastras que sostienen el arco que precede y domina el portal; apuntado en la clave, festoneado en su borde inferior por trece dentículos de piedra cual afilados colmillos. Dos pasos más allá y otros cuatro escalones, estos más estrechos y pronunciados, hasta las dos puertas. En medio, a modo de galillo, una estatua que descansa sobre una fina columna. Tres hornacinas a cada lado de la segunda escalinata estrechan gradualmente la abertura. Por el arco de los labios y de los dientes hasta la oscura garganta, un gran hacinamiento de estatuas, en especial en el paladar, como condenados tragados por el monstruo.

Dominan la entrada los enormes ojos de una vidriera de finos motivos, flanqueada por dos toscos ventanucos. Cierra el rostro el frontón triangular, sobre el que destacan tres pináculos: los cuernos.

La fachada está encerrada entre macizas torres cuadradas, perfiladas por dos filas de arcos colgantes, simples los primeros, dobles los segundos, y abiertos por dos filas de ajimeces de progresivo tamaño. Por una y otra parte, las dos alas del transepto son como patas pesadamente encogidas sobre el terreno.

Calado hasta los huesos, me dejo tragar.

Casi la mitad de la actual población de Münster está reunida desde vísperas del sábado entre estas tres imponentes naves. De rodillas, juntas las manos, aguardan cantando quedamente lo que el Profeta predijo para este día.

—Hoy haré desaparecer todo de la faz de la tierra, dice el Señor. Destruiré a hombres y bestias. Exterminaré a los pájaros del cielo y a los peces del mar, abatiré a los impíos. Exterminaré al hombre de la tierra. Como un diluvio es el día final. Nuestra ciudad es el arca construida con la madera de la penitencia y de la justicia. Flotará en las aguas de la venganza final.

»Dios no pidió a Noé que avisara al mundo de lo que estaba sucediendo. Y cuando las aguas se retiraron, prometió que nunca más castigaría a ningún ser vivo como en aquel día. Desde entonces, cada vez que el Señor alimenta algún propósito de destrucción, elige a un profeta para que les indique a sus semejantes el camino de la conversión. Jeremías le habló al rey de Judá, Jonás atravesó Nínive, Ezequiel fue mandado al pueblo de Israel, Amós recorrió el desierto.

»Si mando la espada contra un país y el pueblo de dicha tierra elige un centinela, y este, viendo que la espada está a punto de caer sobre el país, hace sonar la trompeta y da la alarma al pueblo; si este, oyendo el sonido de la trompeta, no siente preocupación y la espada llega y lo sorprende, solo a él deberá su propia ruina. En cambio, si el centinela ve llegar la espada y no hace sonar la trompeta, y llega la espada y sorprende a alguien, este se verá sorprendido por su iniquidad: de su muerte exigiré cuentas al centinela.

»No es un gozo para mí la muerte del impío, dice Dios Nuestro Señor, sino que el impío desista de su conducta y viva. Si Dios quisiera juzgar al mundo tal como es, no se serviría para ello de ningún profeta. Si Dios quisiera convertir a todos los impíos, les infundiría su Espíritu, pero no se serviría de ningún profeta.

»Jan Matthys de Haarlem fue llamado para difundir la palabra de Dios hasta donde su voz pudiera llegar. Más allá de dicho límite, el Señor habrá llamado a otros profetas: ante el Turco, en el Nuevo Mundo, en Catay.

»Fuera de estas murallas, donde la muerte afila su guadaña, hay hombres que no por propia distracción se han mostrado sordos a la trompeta. Los mercenarios a sueldo de los príncipes, los desesperados obligados por el hambre a luchar en guerras que les resultan ajenas, a quienes no les han contado sino patrañas sobre nosotros. ¿Cuántos de ellos entrarían en el arca si les dijera alguien que el dinero ha sido abolido, todos los bienes puestos en común, que la única verdadera sabiduría es la de la Biblia y la única ley la de Dios?

»Si el Profeta de la Nueva Jerusalén no les habla para apartarlos de una conducta infame, dictada solo por la miseria, entonces el Señor le exigirá cuentas de su ruina únicamente a él.

»Hay un tiempo y un lugar para que cada cosa tenga un principio y un fin. Sí, nuestro tiempo ha tocado a su fin. El Señor llega, y el profeta se convierte en nada. Las puertas del Reino están abiertas de par en par. Él llevará a cabo su mandato, tal como está escrito en su Plan.

Knipperdolling no consigue comprender. Con mirada incrédula sigue los pasos de Matthys hacia la salida. Trata de preguntar algo a Rothmann, pero no obtiene respuesta. El rostro enfermo del predicador no deja traslucir la menor emoción, los labios movidos por el tremolar de una oración. Es probable que el conocimiento de la Biblia y de sus profetas lo ayude a ser más perspicaz que yo y que Gresbeck acerca del comportamiento de Matthys. Heinrich, apoyado contra una pilastra, parece una estatua. A duras penas consigue girar el cuello para buscar mi mirada. Y ahora, ¿qué hacemos? Jan de Leiden hojea frenéticamente la Biblia en busca de respuestas que llevar a la escena. Alguien entona el
Dies Irae
. Una especie de procesión espontánea discurre a lo largo de la nave central. Empujo para llegar a la puerta, preparado para cualquier posible escena.

Un rayo de sol moribundo acompaña su andar majestuoso pero inseguro.

El profeta de Münster cruza la Ludgeritor y deja la ciudad tras de sí, escoltado por una docena de hombres. Nadie más ha podido seguirlo: cada uno tiene su papel en su Plan.

Nos hacinamos en las murallas.

El campamento del príncipe prelado resulta perfectamente visible, a escasa distancia, apenas desenfocado por los vapores que ascienden de la húmeda tierra.

Los vemos avanzar hacia el terraplén levantado por los mercenarios del obispo. Confusión en sus filas, apuntan los arcabuces.

Matthys hace señal a los suyos de detenerse.

Matthys prosigue solo.

Matthys está desarmado.

Atónitos. ¿Qué se propone?

Nadie respira.

Matthys levanta los brazos al cielo, altísimos, los cabellos negros revueltos por la lluvia.

Está fuera de tiro, pero basta con una breve carrera, unas pocas decenas de pasos.

Todos callados, como si el viento pudiera llevar sus palabras hasta los glacis.

Miles de ojos concentrados en el único punto. El último instante.

El Plan.

Sigue avanzando. Sube a pie al primer muro bajo de las fortificaciones.

Dios mío, verdaderamente está a punto de hacerlo.

Hasta Pascua.

Un profeta con los días contados.

Parece oír algo, tal vez el eco de una palabra pronunciada más fuerte.

Un movimiento, un salto a espaldas del Profeta. Alguien aparece, el brillo de una espada. Caen hacia delante.

Un grupo de jinetes sale del campamento y avanza por el camino para impedir el paso al séquito de Matthys. Hombres y caballos en un solo revoltijo.

Los ojos de todos se congelan de horror, como hojas secas en el hielo.

Ni un grito, ni una respiración.

El grito exultante de los episcopales.

Una mano en el hombro.

—Ven, Gert.

Es Gresbeck, cara sombría:

—¿Qué coño hacemos ahora?

—Lo ha hecho realmente…

Los münsteritas están todos ahora en las murallas, en espera de que suceda algo, de que aquel cuerpo vuelva a levantarse y haga abrirse el cielo con una palabra de fuego.

—¿Qué coño hacemos, Gert?

Me sacude. Casi descargo la tensión con una sonrisa bobalicona:

—Ese bastardo ha conseguido arruinar todos nuestros planes… —Lo importante es que se ha quitado de en medio. Y ahora, ¿qué?

Miramos a la gente refluir por las calles, mientras vamos en busca de los burgomaestres. Huecos, inertes fantasmas y sonámbulos que no consiguen tener siquiera miedo. Les han arrebatado el Apocalipsis, el Profeta ya no existe. Ni tampoco la sombra de Dios. Pero esta es de verdad la Última Pascua, con las tumbas abiertas y las almas de los difuntos vagando en espera del juicio. Alguien ha visto a los ángeles llevárselo al cielo; algún otro, arrastrado a los infiernos por un demonio. Atestan las calles, la plaza del Mercado, sin ganas ya de rezar, porque no saben para quién o para qué vale la pena hacerlo. Se forman por todas partes corrillos de personas que hablan en voz baja. Hay que tomar las riendas de la situación, encontrar a Knipperdolling y a Kibbenbrock antes de que el descorazonamiento se transforme en pánico.

Encontramos al segundo burgomaestre sentado en la escalinata de San Lamberto, cabizbajo.

—¿Dónde para Knipperdolling?

Confuso:

—Estaba conmigo en las murallas, luego ya no he vuelto a verlo.

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