Qualinost (12 page)

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Authors: Mark Anthony & Ellen Porath

Tags: #Fantástico

Tanis sacó del agua la tosca y ennegrecida lámina de acero y le dirigió una mirada crítica.

—Desde luego, no tiene aspecto de cuchillo. Tonterías —gruñó el enano—. Tu cuchillo está ahí, no lo dudes. Lo único que hace falta es esmerilar los bordes con la piedra amoladera. Afílalo, encájale un mango, y ya verás.

El muchacho esbozó una sonrisa. La hoja parecía estar un poco torcida, y no estaba plana del todo, pero sería su cuchillo.

—Gracias, Flint —dijo, pero el enano sacudió la cabeza.

—Eres tú quien lo ha hecho, no yo —respondió.

* * *

Flint estaba sumido en reflexiones. Los días otoñales se iban acortando. Las hojas de los álamos relucían a la luz del sol como oro pulido, y las de los robles como cobre bruñido. Ahora, de vez en cuando, la claridad del amanecer refulgía en la brillante escarcha que cubría la hierba y los árboles. Sin embargo, a medida que avanzaba el día, la escarcha se fundía, el sol ahuyentaba la húmeda bruma que flotaba en las calles, y, ya por la tarde, aunque el limpio aire era fresco, los cálidos rayos de sol que se derramaban sobre la ciudad inducían modorra.

En la parte posterior del taller de Flint había una valla baja de piedras cubiertas de musgo, y más allá se extendía una pequeña pradera que terminaba en una muralla de enredaderas enroscadas en los troncos de álamos y pinos que formaban una arboleda. A diferencia de los incontables jardines y patios de Qualinost, la pradera y los árboles crecían en su estado natural. Más bien, eran sencillamente una extensión del bosque que continuaba tal como estaba desde antes de que Kith-Kanan condujera a su pueblo a Qualinesti. Era un recuerdo de los tiempos en que allí no existía ciudad alguna, ni elfos, sino un denso y umbroso bosque, y la música del viento.

A veces, Flint hacía un alto en su trabajo frente al humeante calor de la forja y salía a sentarse en la valla, aspirando el aire limpio mientras balanceaba las cortas piernas. La arboleda al otro lado de la pradera traía a su mente el recuerdo de su viaje desde Solace, a través de los bosques de Qualinesti, y de nuevo se encontraba preguntándose a sí mismo si no sería ya hora de ponerse en camino de regreso.

«Estos días son luminosos y cálidos
—se decía—,
pero, tan seguro como que el acero es duro, el invierno está a la vuelta de la esquina. Y, aunque no pongo en duda que entre estos bosques no será riguroso, no ocurrirá lo mismo en el resto del mundo; y, si eres lo bastante estúpido para retrasar más la partida, te habrás congelado mucho antes de llegar a Solace.»

Pero siempre parecía tener algo pendiente de hacer antes de plantearse el viaje. Había prometido a lady Selena un juego de copas realizadas de manera que semejaran tulipanes. Sólo este encargo le había ocupado dos semanas de trabajo; sin embargo, cuando lo hubo terminado, se encontró enfrascado en la creación de dos intrincados anillos de boda que había prometido entregar enseguida a un impaciente y joven noble que cortejaba a una doncella elfa. Y, después, el capitán de la guardia del Orador entró en su taller, desesperado porque su espada no estaba bien equilibrada y los forjadores elfos no habían tenido éxito en enmendar tal fallo. El problema era tan evidente a los ojos de Flint —la guarda ornamentada de la empuñadura era la causante de la pérdida de equilibrio—, que no habría tenido muy buena opinión de sí mismo si se hubiera negado a ponerle remedio. Tan seguro como que su barba seguía creciendo, de igual modo siguieron llegándole encargos.

A parte de sus nuevas ropas —un presente del Orador en prueba de su amistad—, Flint apenas había cambiado desde el día en que puso el pie por primera vez en Qualinost con su oscuro cabello atado en la nuca y su espesa barba sujeta en el cinturón. Sólo había cambiado las pesadas botas con suelas reforzadas con hierro, por otro para lubricado con un flexible cuero gris, y, a pesar de que sus pies seguían siendo el doble de grandes que los de cualquier elfo, al menos sus pisadas ya no resonaban como la descarga de un trueno.

En cuanto a su atavío... El verde no era el color habitual de Flint, pero el sastre del Orador lo emplazó a que lo visitara cuatro días antes y había sacudido la cabeza al ver que, para sus nuevas ropas de otoño, el enano elegía una lana de un tono que recordaba el óxido de hierro. El anciano elfo insistió en un llamativo color esmeralda, pero Flint objetó que le parecía demasiado chillón. No obstante, cuando por último el enano se lo probó, el viejo sastre aplaudió entusiasmado.

—Definitivamente, es lo que te va, maestro Fireforge —declaró.

—¿De veras? —preguntó Flint, mientras fruncía el entrecejo al verse reflejado en el espejo de plata pulida.

—Sin duda —respondió el sastre con firmeza—. Te da un aspecto gallardo.

—Así es, Flint —intervino Tanis desde el rincón donde estaba sentado.

¿Gallardo?, había repetido el enano para sus adentros, contemplando con ojo crítico su imagen reflejada en el espejo; esbozó una sonrisa.

—Bueno, si tú lo dices... —balbuceó. Tanis se había echado a reír.

Ahora, el semielfo, con el rojizo cabello brincándole sobre los hombros, apareció corriendo por la esquina de la casa de Flint, que parecía aún más baja y desproporcionada de lo que era, en contraste con las construcciones elfas de la vecindad.

—Dichoso de mí. Compañía —rezongó el enano, aun que sonreía de oreja a oreja—. ¿Dónde está ese diablillo de Laurana? Me sorprende que no te haya arrastrado a algún juego ruidoso o cosa por el estilo.

—Lo intentó —dijo Tanis, mientras arrancaba de un árbol dos manzanas, lanzaba la mejor a Flint, y se acomodaba en la valla. Se tumbó, con los ojos cerrados, y dejó que el sol le acariciara el rostro.

No sin cierto sobresalto, Flint reparó en que, a despecho de las orejas ligeramente puntiagudas y los ojos algo rasgados, Tanis parecía en aquel momento un chiquillo humano. Ello lo hizo pensar otra vez en Solace, y lo abrumó la nostalgia.

—Hoy no me apetecía jugar —resumió Tanis—. Ademas, Gilthanas estaba con ella, y me pareció que no le entusiasmaba la idea de que me uniera a ellos. Abrió los ojos.

—Bah —repuso Flint, mientras arrojaba el corazón de la manzana por encima del hombro y se limpiaba las manos en la barba—. Estoy seguro de que el hermano de Laurana no opina de ese modo.

Tanis se volvió hacia el enano con expresión seria. —Ya no quiere tener que ver nada conmigo. Siempre creí que era como mi propio hermano, pero ahora lo único que parece interesarle es seguir a Porthios como un perrillo. Y Porthios, desde luego, jamás se ha mostrado como un hermano para mí.

Una sombra cruzó los firmes rasgos del semielfo. Flint suspiró y posó una de sus fuertes y callosas manos sobre el hombro de Tanis.

—Vamos, muchacho —dijo con suavidad, aunque sin perder su habitual brusquedad—, a veces no tiene explicación el porqué la gente hace lo que hace. Pero no se lo tengas en cuenta. Estoy seguro de que todo se arreglará.

—Sé muy bien por qué se comporta así —contestó Tanis, pero no añadió nada más.

Flint, consciente de que había cosas en la vida del semielfo que el muchacho prefería guardar para sí mismo, no hizo ningún comentario. Se había enterado de lo ocurrido entre Porthios y Tanis a través de Laurana —sólo los dioses sabían cómo había llegado a oídos de aquel diablillo—, pero prefirió no confesar a su joven amigo que lo sabía.

Estuvieron tomando el sol en silencio un buen rato. Al cabo, Tanis le pidió a Flint que le contara más cosas sobre el mundo y sobre Solace. Era el tema habitual de conversación entre los dos amigos. El chico parecía no cansarse nunca de oír esas historias.

—¿Pero qué hiciste entonces, cuando los cuatro salteadores de caminos dejaron fuera de combate a los guardias? —le preguntó Tanis. Flint le estaba narrando la historia de un día en que una cuadrilla de malhechores habían organizado una trifulca en la posada El último Hogar.

—Verás, te aseguro que las cosas se estaban poniendo feas. Así que levanté mi martillo... —Flint cogió un palo para dar más énfasis al relato—, y entonces..., eh..., y entonces, yo... —El enano reparó de pronto en los ojos relucientes del muchacho, prendidos en él.

—¿Y entonces, qué, Flint? —insistió Tanis, excitado—. ¿Peleaste con los cuatro a la vez?

—Bueno... eh... No exactamente —respondió. No sabía por qué, pero esta historia sonaba mucho mejor después de haber ingerido unas cuantas jarras de cerveza—. Verás, había una jarra caída en el suelo, y..., bueno..., estaba oscuro, y, hay que tener en cuenta que yo no estaba pendiente de dónde ponía los pies...

—Y tropezaste —dijo Tanis, con una sonrisa.

—¡Por supuesto que
no
tropecé! —bramó el enano—. Hice una finta, y alcancé con mi martillo al jefe de los bandidos, justo en mitad de la frente, así. —Golpeó con el palo una manzana medio podrida, y el fruto reventó en medio de una rociada de zumo, con lo que Tanis tuvo una idea muy gráfica de lo ocurrido.

—¡Eso estuvo genial! —exclamó el muchacho, y Flint resopló como si no le diera importancia—. A veces me gustaría haber nacido en Solace —susurró entonces Tanis, con la mirada perdida en la distancia, hacia el norte, donde sabía que se encontraba la ciudad. Arrojó a un lado el corazón de la manzana que se había comido y se despidió de Flint.

* * *

Cumpliéndose los deseos expresados por el Orador cuando el enano llegó a Qualinost, entre Flint y Solostaran había nacido una franca amistad en el transcurso de los últimos meses. Si alguien le hubiera dicho a Flint medio año atrás que se iba a convertir en compañero de un gran señor elfo de Qualinesti, le habría invitado a una cerveza por ser un tipo tan chistoso. A pesar de parecer que existía todo un mundo de diferencias entre el alto y regio elfo y el achaparrado y sencillo enano, ambos poseían una mente abierta que hacía fácil salvar las distancias que los separaban.

Y, así, Flint se había encontrado paseando por los jardines de palacio al lado del Orador mientras charlaban sobre tierras y épocas lejanas, o sentado a la derecha del dignatario en una cena de gala. Ni que decir tiene que aquello provocaba el descontento de algunos cortesanos, pero Flint supo entonces de quién habían heredado Porthios y Laurana su carácter obstinado.

De hecho, durante las últimas semanas, se habían estrechado los lazos de amistad con el Orador al igual que había ocurrido con Tanis. Los soldados de la guardia del Orador, que vestían un peto decorado con el emblema del Sol y el Árbol realizado en plata, ya no se molestaban en hacerlo esperar en la antesala del Orador en la Torre. Por el contrario, saludaban a Flint con una sonrisa y lo invitaban a cruzar la puerta que se abría a la estancia de paredes de cristal, donde despachaba Solostaran. Por otro lado, los sirvientes del Orador tenían órdenes de que el cuenco de plata que había sobre el escritorio estuviera en todo momento lleno de frutos secos y almendras confitadas a los que tan aficionado era el enano. Hoy, el sol otoñal se derramaba a través de las cristaleras sobre los juncos verdes que alfombraban el suelo, y la luz de la estancia poseía un quieto sosiego que le confería la apariencia de un claro del bosque.

El Orador comentó que confiaba en que Tanis no resultara una molestia para el enano al pasar con él tanto tiempo.

—Bah —respondió Flint—. No creo que pasar el tiempo cerca de una forja humeante en compañía de un enano gruñón sea muy divertido. Pero, no os preocupéis por Tanis. Es un buen chico.

Solostaran sonrió y asintió con un suave cabeceo.

—Sí, creo que lo es. —Se incorporó y se acercó a los ventanales, contemplando el paisaje como si hiciera una pausa para reflexionar—. Tanis significa mucho para mí, Flint. Y creo que también es tu amigo.

»
Sé que estás al corriente de las circunstancias de su nacimiento, de cómo mi hermano fue asesinado por una cuadrilla de malhechores y la agresión infligida a su esposa, Elansa. —Suspiró—. Pero no creo que comprendas cuán sombríos fueron aquellos meses. Durante todo el embarazo, Elansa parecía estar muerta, perdida. Falleció al nacer la criatura. Pero Tanis era el hijo de la esposa de mi hermano, y no podía desentenderme de él.

Daba la impresión de que el Orador estuviera discutiendo con alguien que se opusiera a su decisión, en lugar de estar contando una historia a un amigo.

—Por lo tanto, lo traje conmigo a palacio, para criarlo como si fuera mi propio hijo. —Suspiró y se volvió hacia el enano. Flint se manoseaba la punta de la barba con nerviosismo. Era un relato duro—. Hubo quienes no estuvieron de acuerdo con mi decisión —dijo con voz queda el Orador, y Flint alzó la vista—. Algunos fueron incapaces de perdonarle las circunstancias de su nacimiento. A un niño, Flint..., ¡una criatura! ¿Qué culpa tenía él de que hubieran matado a mi hermano? ¿Qué culpa tenía de que también su madre muriera? —Una sombra de la pasada angustia afloró al semblante del Orador.

—¿Y los que no lo aceptaron...? —preguntó en voz baja Flint.

—Aún viven y, como es habitual en mi raza, apenas han cambiado. No estoy seguro de hasta qué punto ha notado Tanis esa situación..., aunque sospecho que el muchacho no me cuenta muchas cosas. Sólo me queda esperar que su espíritu sea lo bastante fuerte para soportarlo. Me temo que no le hice un gran favor al traerlo aquí. Pero tú entiendes que no podía actuar de otro modo, ¿verdad, Flint?

El Orador dirigió una mirada intensa al enano. Su cabello rubio oscuro brillaba con la luz diurna.

»
A despecho de la paz que nos hemos forjado en nuestro reino —prosiguió—, estos últimos siglos, posteriores al Cataclismo, han sido sombríos; tiempos de aflicción y desorden. Tanis es fruto de esos tiempos turbulentos.

»
Y, si soy incapaz de traer algo de alegría a su vida, ¿cómo va a mitigarse entonces la aflicción que nos invade a cualquiera de nosotros, a los elfos, o a Qualinesti? —El Orador sacudió la cabeza y después esbozó una leve sonrisa—. Me temo que estoy divagando. —Adelantó un paso hacia Flint y el enano se incorporó de su asiento—. Siento haberte retenido tanto tiempo. Sólo quería decirte que me alegro de que seas un amigo para Tanis. Me temo que eres el único, aparte de sus primos.

Flint asintió en silencio y se dirigió a la puerta, pero, antes de salir, se volvió y miró al señor elfo con una expresión pensativa en los ojos.

—Gracias —dijo con voz ronca—. También él es uno de los dos primeros amigos que tengo.

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