Riña de Gatos. Madrid 1936 (12 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga

Sacó un abultado sobre del bolsillo interior de la americana e hizo ademán de tendérselo a su acompañante, pero en el último momento retiró la mano y se quedó mirando el sobre fijamente con los ojos empañados en lágrimas.

—Por el amor de Dios, Whitelands, repórtese —murmuró el consejero al advertir la turbación de su interlocutor—. Su actitud es embarazosa. ¿Quiere otro whisky?

Hizo ademanes al camarero y éste, interpretando correctamente su intención, se apresuró a traer prontamente un vaso de whisky. Para entonces Anthony ya se había repuesto de su repentina agitación y procedía a limpiar los cristales de las gafas con el pañuelo.

—Perdóneme, Parker —dijo con voz entrecortada—. He tenido… he tenido un momento de flaqueza… pero ya estoy bien. La carta —prosiguió dando pequeños sorbos a su vaso—, la carta va dirigida a Edwin Garrigaw y sólo debe serle entregada si a mí me pasara algo. Ya me entiende. Se la confío con esta condición. Si a mí…, si me sucediera cualquier cosa, si un imprevisto me impidiera… Es de vital importancia que la carta llegue a manos de Garrigaw. Aquí se lo cuento todo… Me refiero al cuadro de Velázquez que le mencioné hace un rato. Bajo ningún pretexto y por ninguna causa ha de permanecer oculto más tiempo; el mundo ha de saber de su existencia y, sea como sea, el cuadro ha de acabar en Inglaterra. Edwin sabrá cómo hacerlo. Y si él no, que desentierren a lord Nelson o a sir Francis Drake, pero hemos de hacernos con ese maldito cuadro, Parker, a cualquier precio, ¿me comprende?, a cualquier precio. Ese cuadro vale más que las minas de Riotinto. ¿Lo ha entendido, Parker? ¿Ha entendido la naturaleza y el alcance de su misión?

—Sí, hombre. No tiene complicación. Darle esta carta a un tipo en Londres.

—Sólo si a mí me sucede algo, ¿eh? Si no, de ningún modo. Y si, por la razón que fuere, ha de entregarle la carta a Violet, no olvide decirle que fui yo quien descubrió el cuadro y quien determinó su autenticidad. No permita que él se quede con el cuadro y con la gloria. Si me sucediera algo… al menos, Parker, al menos sería recordado con dignidad…

—Descuide, Whitelands —se apresuró a decir el joven diplomático al advertir que las lágrimas asomaban de nuevo a los ojos de su interlocutor—. La carta está en buenas manos. Y confiemos en que no tenga que hacérsela llegar a su destinatario. Y ahora, dígame, ¿qué piensa hacer?

—La carta…

—Sí, sí, la carta; si a usted le ocurriera algo irreparable; eso ya lo he entendido. Pero de momento sigue vivo y no le pasará nada si no mete las narices donde no debe. Pero eso le pregunto, ¿qué piensa hacer? Con el asunto del cuadro, quiero decir.

Anthony se quedó mirando al consejero con expresión aturdida, como si la pregunta le pareciera absurda. Al cabo de un rato se pasó la mano por la cara y dijo:

—¿Hacer? No… no lo sé. Todavía no lo he pensado.

—Entiendo, entiendo. Lo que usted haga no es de mi incumbencia. Pero, ya que me ha llamado para otorgarme su confianza, creo mi deber corresponder a esta confianza con un consejo de amigo.

—Ah, ya sé lo que me va a decir. Pero preferiría no escuchar su consejo. No se ofenda, Parker. Es usted una buena persona y le agradezco mucho su disponibilidad. En realidad… en realidad usted es el único amigo que tengo en el mundo…

Al ver que su atribulado confidente reanudaba los pucheros, el joven diplomático cogió la carta con suavidad, se la metió en el bolsillo, se levantó y dijo:

—En tal caso, Whitelands, le daré igualmente el consejo que pensaba darle: váyase al hotel y duerma la mona. Mañana lo verá todo más claro y conviene que esta noche no hable con nadie más.

Capítulo 12

Con el andar inseguro y ceremonioso de los beodos, Anthony Whitelands iba camino del hotel por las calles frías y desiertas del Madrid invernal, cuando oyó una voz que le interpelaba y un individuo con pinta de pordiosero, tocado con un anacrónico sombrero de ala ancha, se colocó a su lado y ajustó el paso al suyo. Como parecía un personaje salido de un cuadro, Anthony atribuyó su existencia a una alucinación y siguió caminando sin dirigirle la palabra ni la mirada, hasta que su espontáneo acompañante, agarrándole suavemente del codo, le obligó a detenerse bajo el cono de luz de una farola y le dijo en tono dolido:

—Pero bueno, ¿no me reconoce? Míreme bien: soy Higinio Zamora Zamorano, el que le guardó la cartera la otra noche.

Mientras hablaba se había levantado el ala del sombrero para permitir que la farola iluminara sus escuálidas facciones. Al verlas, el inglés dio un respingo y exclamó:

—Por todos los diablos, don Higinio, deberá usted disculparme. El alumbrado público es deficiente y yo debo de haber olvidado mis gafas en el Ritz.

—No señor, las gafas las lleva puestas. Y no me llame don Higinio. Con Higinio a secas voy servido. ¿Se encuentra bien?

—Oh, sí, perfectamente, perfectamente. Y me alegro mucho de este encuentro fortuito, que me permite expresar a usted mi gratitud. He intentado en vano averiguar su paradero para ofrecerle una gratificación por haber llevado mis cosas a la Embajada.

Higinio Zamora Zamorano hizo una floritura con el sombrero antes de volvérselo a poner.

—De ningún modo. Faltaría más. Pero, dígame, ¿adónde va a estas horas, tan flamenco? Si se puede saber, por supuesto.

Anthony señaló calle arriba y dijo en tono resignado:

—Al hotel, a dormir la mona.

—Ah, ¿queda lejos?

—No. Si el sentido de la orientación no me falla, cae por allí.

Higinio Zamora volvió a sujetarle con más firmeza y dijo:

—Pues no debe ir en esa dirección. De allí vengo y he oído gritos y carreras. Los de la CNT y los falangistas están en plena batalla campal. Más nos vale esperar a que amaine la tormenta. Oiga, ¿por qué no vamos un rato adonde le dejé la otra vez? La Justa aún estará levantada y a la chavala, si hace falta, se la despierta. Allí al menos estaremos a resguardo del frío y de las algaradas y podremos tomar unas copitas de aguardiente para entrar en calor. ¿Qué me dice, eh? La noche es joven.

El inglés se encogió de hombros.

—Bueno —dijo—, la verdad es que no tenía muchas ganas de ir al hotel. ¿Le han dicho alguna vez que se parece mucho al Menipo de Velázquez?

—Ni una —repuso el otro—. Venga, iremos dando un rodeo y evitaremos las calles anchas: ahí es donde se producen los enfrentamientos.

Aunque aguzando el oído no percibía el fragor de la revuelta que su acompañante le predicaba, Anthony se dejó conducir mansamente, reacio a poner fin a una jornada tan singular. Agarrados del brazo atravesaron la plazoleta de la Vaquilla, tan animada en verano con los parasoles de los chamarileros y a la sazón desierta, y se adentraron en un dédalo de callejuelas tortuosas y oscuras. Al cabo de muy poco el inglés ya no sabía dónde estaba. Esto le hizo comprender qué poco conocía Madrid, a pesar de haber estado allí períodos relativamente largos. Ahora se sentía doblemente extranjero y aquella sensación le infundía una profunda melancolía y la excitación de lo desconocido. Pasaba sin transición de un entusiasmo infantil a una tristeza rayana en la desesperación. En ambos casos estaba aturdido y se habría dejado conducir a cualquier parte. Pero Higinio Zamora Zamorano sólo pretendía llevarle al lugar anunciado, y después de dar muchas vueltas, se encontraron nuevamente delante del viejo portón, dando palmas furiosas hasta que apareció el sereno arrebujado en su capote, arrastrando los pies y tiritando de frío. Bajo la gorra asomaban unos ojos enrojecidos y en la punta de la nariz se balanceaba una gota acaramelada.

Subieron hasta el segundo piso y tocaron el timbre. Transcurrido un rato se oyó susurro de pasos y abrió la puerta la mujerona en bata de felpa, babuchas y mitones. Al ver al inglés, se puso en jarras y exclamó con voz ronca:

—Pero, bueno, ¿no hay otro sitio adónde ir en to Madrid? ¡Éstas no son horas, leñe! Y si no tié pa comer, vuélvase a su tierra. O a Gibrartá, que pa eso nos lo birlaron.

Anthony hizo una reverencia y se golpeó la frente contra la jamba de la puerta.

—Usted me malinterpreta, doña Justa —masculló recordando el nombre con que Higinio Zamora se había referido a ella poco antes—. Ya no soy pobre como la otra noche ni vengo a mendigar la sopa boba. Encontré la cartera y el dinero intactos, gracias a la probidad de este buen amigo que viene conmigo en calidad de invitado.

Sólo entonces reparó la Justa en la presencia de Higinio Zamora y sus facciones se suavizaron.

—Haber empezao por ahí. Los amigos del Higinio siempre tienen sitio en esta casa. Pero pasar, no sus quedéis en el rellano o sus dará un pasmo. Está la noche que ni te cuento. Bien que nosotras, con el brasero, nos apañamos.

Los dos hombres entraron en el saloncito que Anthony conocía de anteriores visitas. Sobre la camilla un quinqué alumbraba una botella mediada, dos vasitos y un plato cubierto de migas. A la mesa se sentaba una anciana de rostro apergaminado, tan menuda y abrigada que costaba distinguirla de los cojines y gualdrapas repartidas irregularmente por la pieza para disimular el deterioro del mobiliario. En el silencio de la noche se oía gotear un grifo y maullar un gato en el corral de vecindad. Higinio colgó del perchero el abrigo y el sombrero y ayudó al inglés a despojarse de su impedimenta. Luego fueron a calentarse bajo los faldones de la camilla mientras la señora Justa sacaba del aparador otros dos vasos y servía licor a los recién llegados.

—Ahora iré a despertar a la niña —anunció.

—Oh, no, si duerme no la moleste —murmuró Anthony con voz desfallecida—. Por mí no…, yo no venía a…

Intervino Higinio a favor de su amigo:

—Déjalo, Justa. Sólo venimos a hacer tiempo: en la calle había tiros otra vez.

—¡Maldecía política! —gruñó la mujerona ocupando de nuevo su puesto en la camilla y dirigiéndose al inglés—. Antes venían por aquí los estudiantes. Armaban mucho alboroto y traían poco parné, pero algo era. Ahora, en cambio, prefieren ir a pegar y a que les peguen, si no es algo peor. En resumidas cuentas, que entre el frío y lo revuelto que anda tó, aquí no se apersona un cristiano. El país se viene abajo, mal rayo parta a don Niceto y a Ortega y Gasset.

—Ésos no tienen la culpa, mujer —terció Higinio. Y para cambiar de tema se dirigió a la anciana y levantando mucho la voz se interesó por su salud. La anciana pareció volver a la vida y abrió una boca desdentada como si quisiera decir algo, pero de inmediato la volvió a cerrar y se quedó traspuesta.

—Discúlpela —dijo la Justa a Anthony—. Aquí doña Agapita vive sola en la casa de al lado y a su edad chochea un poco. Sorda como una tapia, medio ciega y sin un real ni nadie que se ocupe de ella. Cuando hace tanto frío la invito a pasar, porque en su casa ni brasero tiene.

Anthony observó con compasión a la desvalida anciana y ésta, como si adivinara que por un instante se había convertido en el centro de atención, exclamó con voz de grajo:

—¡Churros, aguardiente y limoná!

—¿Y esos tiros? —preguntó la Justa desentendiéndose de su vecina.

—¡A saber! —dijo Higinio. Y al inglés—: En España las cosas van mal desde hace siglos, pero en los últimos meses esto es la casa de tócame Roque. Los falangistas andan a tiros con los socialistas; los socialistas, con los falangistas, con los anarquistas y, de vez en cuando, entre sí. Y mientras tanto todos hablan de hacer la revolución. Menudo despropósito. Para hacer una revolución, de derechas o de izquierdas, lo primero es tomarse la cosa en serio: unidad y disciplina.

Anthony dio un sorbo a su vaso de cazalla y sintió que se le abrasaba el gaznate. Tosió y dijo:

—Es preferible que no haya revolución, aunque sea por desidia.

—Revolución no habrá —replicó Higinio—, pero habrá golpe de Estado. Y lo darán los militares, eso está cantado. Queda saber el cuándo: esta noche, mañana, de aquí a tres meses; el tiempo lo dirá.

—Bueno —dijo la Justa—, quizá con los militares se arreglen un poco las cosas. Tal y como estamos no se pué continuar.

—No digas insensateces, Justa —respondió Higinio muy seriamente—. Si hay un golpe militar, aquí se va a armar la gorda. El pueblo entero se levantará en armas para salvaguardar lo que es suyo.

La mujerona abarcó con un gesto amplio la pieza y a sus ocupantes y dijo:

—¿Pa salvaguardar qué? ¿Esta roña?

Higinio apuró de un trago su vaso y lo dejó bruscamente en la mesa.

—¡Para defender la libertad, leñe!

—¡Churros, aguardiente y limoná! —gritó doña Agapita sumando su voz a la arenga.

La Justa se echó a reír y rellenó los vasos. En un convento cercano sonaron dos campanadas.

—No le haga caso —dijo la mujerona al inglés—. En oyéndole hablar cualquiera diría; pero en el fondo es un corderín. Y más bueno que el pan bendito.

—No empecemos, Justa. Estas historias no interesan a los forasteros.

—Pero a mí sí —repuso la Justa—, y estamos en mi casa. ¡A ver!

Y sin que sirvieran de nada las reconvenciones, interrumpida por el cacareo extemporáneo y senescente de la vecina, la Justa refirió a Anthony una historia larga y confusa, de la que aquél apenas comprendió el meollo. En su juventud, como tantas pueblerinas perdidas en el fárrago de la gran ciudad, había cometido un desliz y había acabado haciendo la calle, hasta que se cruzó en su camino un obrero guapo, cabal y concienciado, el cual, en un acto de desafío a la moral burguesa, la retiró de la mala vida y la llevó al altar. Al cabo de unos años de felicidad (y algunos sinsabores), el obrero murió por causas naturales o no (esto Anthony no llegó a entenderlo bien), dejando en el máximo desamparo a la Justa y a la niña nacida de aquella unión. Cuando el mundo parecía derrumbarse sobre sus pobres cabezas, se presentó de improviso en su casa Higinio Zamora, del que hasta entonces no habían oído hablar, y les dijo haber sido compañero de armas del difunto en la guerra de Marruecos, a donde habían ido, como tantos mozos, por sorteo, y donde éste había salvado la vida a aquél o viceversa, por lo que ahora Higinio, sabedor de la situación que aquejaba a la viuda y a la hija de su antiguo camarada, acudía a saldar la deuda o a cumplir la promesa hecha en el campo de batalla o la víspera del combate o en reiteradas ocasiones a lo largo de la infausta campaña.

Mientras la Justa relataba su historia, Higinio sonreía y movía la cabeza de lado a lado para rebajar sus méritos y quitar importancia a su intervención. Al fin y al cabo él se había limitado a hacer lo que habría hecho cualquiera en su lugar, sobre todo porque en aquella época se ganaba bastante bien la vida como auxiliar de fontanero y no tenía a nadie a su cargo, pues sus padres habían muerto, sus dos hermanos habían emigrado a Venezuela y no tenía pareja, por más que con sus prendas personales y sus ingresos no le habían faltado pretendientas. Aseguró no pertenecer a ningún sindicato ni militar en ninguna organización política, pese a lo cual creía con firmeza que los proletarios habían de ayudarse los unos a los otros. La Justa se apresuró a añadir que, a cambio de su ayuda, Higinio nunca pidió ni quiso aceptar recompensa de ningún tipo. En aquel momento, como si hubiera escuchado el relato o algún fragmento de él, revivió doña Agapita y proclamó que no había mejor galán que un soldado, como un novio que ella tuvo tiempo atrás.

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