Riña de Gatos. Madrid 1936 (14 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga

El individuo en cuestión era el hijo mayor de Miguel Primo de Rivera, un general golpista, Dictador en España entre 1923 y 1930. José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia solía utilizar el título de marqués de Estella en los círculos aristocráticos en los que se movía; sus seguidores le llamaban José Antonio a secas o, simplemente, el Jefe. Natural de Madrid, abogado de profesión, soltero; treinta y tres años de edad en el momento actual. Degradado y expulsado del Ejército por haber agredido físicamente a un general en lugar público, yendo ambos de paisano. En 1933 fundó Falange Española, un partido político de orientación fascista. Un año más tarde el partido se fusionó con el grupo de Ramiro Ledesma Ramos denominado Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalistas, o, más simplemente, las JONS, de orientación similar, más radical en sus planteamientos. Al cabo de poco se produjo la ruptura, Ramiro Ledesma abandonó la formación y por convicción o por despecho lanzó una virulenta campaña de descrédito contra la Falange y contra su Jefe, acusando a ambos de haberse apropiado del programa y de los símbolos de las JONS. De nada le sirvió, porque la mayoría de militantes de este partido habían optado por abandonar a su antiguo líder y permanecieron en el seno de la Falange, pero la escisión fue dolorosa y puso de relieve algunas contradicciones todavía no resueltas en el momento presente. Más tarde, cuando José María Gil Robles parecía destinado a convertirse en el Mussolini español, José Antonio Primo de Rivera le ofreció el concurso de la Falange para consumar el golpe de Estado, pero Gil Robles no se decidió a dar el paso definitivo y declinó la oferta. Estos dos contratiempos convencieron a José Antonio de la necesidad de conducir a la Falange al combate sin contar con más fuerzas que las propias. Poco después, este convencimiento le llevó a rechazar una posible alianza con José Calvo Sotelo, monárquico, autoritario, orador brillante y hombre de fuerte personalidad, que se había convertido en el adalid de la derecha más conservadora y pretendía acaudillar el movimiento fascista español. Las relaciones de la Falange con los militares proclives a la sublevación eran cordiales pero fluctuantes: entre ambos sectores predominaba la desconfianza de José Antonio hacia el Ejército, al que culpaba de haber abandonado a su padre, y la desconfianza del Ejército hacia un partido de ideario confuso y actuación errática. La violencia formaba parte del programa de Falange Española desde su fundación. En sucesivos choques con grupos de izquierda, los falangistas habían sufrido bajas y también las habían causado. En las elecciones legislativas de 1933, Primo de Rivera obtuvo un escaño; en las de 1936 se quedó sin él. Desde entonces se habían recrudecido las acciones violentas y, en consecuencia, las represalias.

—No sabemos lo que trama en la actualidad —dijo el teniente coronel a modo de conclusión—, pero ha estado haciendo llamamientos constantes a la rebelión armada y no se descarta que trate de dar un golpe de Estado.

Se frotó las manos y retomó la palabra.

—Se estará usted preguntando, amigo Vitelas —dijo pausadamente—, por qué le contamos cosas que, como extranjero de paso en nuestro país, no son de su incumbencia. Me pondría en un aprieto si hubiera de responder a esa pregunta. Sin embargo, desde el primer día, cuando hablamos en el tren, he tenido el convencimiento de que, aun siendo inglés, siente usted algo muy especial por España y no desea verla, por así decir, envuelta en llamas. ¿Me equivoco?

—No —repuso Anthony—, está usted en lo cierto. Llevo a España muy cerca del corazón. Lo que no implica que deba inmiscuirme en sus asuntos, y menos en cuestiones de alta política. Pero, ya que hablamos de este tema, dígame una cosa: ¿de veras cree que ese tal Primo de Rivera puede dar un golpe de Estado?

El inspector y el capitán Coscolluela intercambiaron una mirada, como si cada uno esperase que el otro tomara la iniciativa del vaticinio. Finalmente, dijo el teniente coronel Marranón:

—Es difícil de contestar. Puede intentarlo, claro. ¿Conseguirlo? No creo. Salvo que cuente con ayuda de fuera. Con sus propias fuerzas no llegaría lejos. En rigor, Falange Española y de las JONS no pinta nada. Los fundadores son unos señoritos ociosos; sus seguidores, un puñado de estudiantes y en los últimos tiempos media docena de pistoleros a sueldo. Los apoya un sector de la carcunda y lo votan las niñas cursis y los pollos pera de Puerta de Hierro. Con todo, no se puede negar su capacidad de acción. Coscolluela, cuente.

El capitán Coscolluela miró a su superior de soslayo, recompuso su expresión, de sumisa a competente, y dijo:

—Los falangistas de José Antonio están organizados en forma piramidal: elementos, escuadras, falanges, centurias, banderas y legiones. La unidad más pequeña, un elemento, consta de tres hombres, un jefe y un subjefe. La mayor, una legión, de unos 4.000 hombres. Este sistema les da una gran capacidad de acción en todas las modalidades de lucha armada: como guerrilla y como fuerza de choque, y se adapta a cualquier circunstancia, salvo al campo abierto. El número total de falangistas encuadrados en esta tropa es difícil de precisar. Todos exageran, unos por lo alto y otros por lo bajo, según les conviene. De todos modos, no son tantos como para tomar el poder por sí solos. Primo de Rivera ha ofrecido su colaboración al Ejército en varias ocasiones, si el Ejército o una parte de él se decide a un pronunciamiento. Naturalmente, los militares le han dado con la puerta en las narices. Harán lo que quieran cuando lo estimen oportuno, y ni entonces ni antes ni después quieren saber nada de una facción armada que no reconoce la jerarquía militar, que sólo obedece a un jefe que en su día se lió a mamporros con un general y que pretende imponer sus objetivos políticos al propio Ejército si éste toma el poder. Aun así, no hay que descartar que de producirse un conflicto, el Ejército utilizara a los falangistas como fuerza auxiliar o para acciones concretas poco gratas. Los falangistas no son remilgados. En definitiva, que no sabemos lo que puede pasar. Al margen de todas las consideraciones lógicas, no hemos de olvidar que José Antonio es un memo y un irresponsable, y sus seguidores, unos fanáticos que harían lo que él les dijera sin pararse a pensar. La mayoría son unos críos, exaltados y románticos. A esa edad no tienen miedo a la muerte, porque todavía no saben lo que es. Y el Jefe les ha calentado la cabeza con la mandanga del heroísmo y el sacrificio.

El teniente coronel Marranón hizo un ademán cortés.

—Ya basta, Coscolluela. No hemos de aburrir a nuestro invitado. Con lo dicho va servido y tiene otros compromisos que atender. Deberá usted disculpar nuestro exceso de celo, señor Vitelas.

Anthony respondió con un murmullo impreciso. Después de un breve silencio, el teniente coronel volvió a tomar la palabra.

—En el fondo —dijo con su habitual ecuanimidad—, yo pienso igual que usted. A mí tampoco me interesa la política. No pertenezco a ningún partido ni a ningún sindicato ni a ninguna logia, y no siento simpatía ni respeto por ningún político. Pero soy un funcionario al servicio del Estado; mi cometido es mantener el orden público y para mantener el orden público he de adelantarme a los acontecimientos. No puedo esperar aquí cruzado de brazos, porque si se arma la gorda, como muy bien podría suceder en cualquier momento, entonces, señor Vitelas, ni la policía ni la Guardia Civil ni el mismísimo Ejército podrán evitar una hecatombe. Yo sí puedo. Pero para eso he de saber. Qué, quién, cómo y cuándo. Y actuar sin dilación y sin hilar muy fino. Descubrir a los sediciosos y detenerlos antes, no después. Y lo mismo a sus cómplices. Y a sus encubridores. Conocer a José Antonio Primo de Rivera no es un delito. Sí lo es mentir a la policía. Estoy convencido de que usted no haría tal cosa. Y dicho esto, no le retengo más. Sólo quisiera hacerle un ruego. Mejor dicho, dos ruegos. El primero es que me mantenga informado de cualquier cosa que a su juicio me pueda interesar. Es usted lo bastante inteligente para entender el significado de mis palabras. El segundo ruego es que esté localizable mientras permanezca en España. No cambie de alojamiento y, si lo hace, avísenos. El capitán Coscolluela le visitará de tanto en tanto, y si usted desea ponerse en contacto con nosotros, ya sabe: tenemos abierto las veinticuatro horas del día.

Capítulo 14

Al salir de la Dirección General de Seguridad, Anthony Whitelands se sorprendió al encontrarse en un lugar conocido, alegre y abarrotado de ciudadanos que iban de un lado a otro como a la carrera, espoleados por el frío. El cielo encapotado había adquirido un reflejo metálico y en el aire quieto que precede a los fenómenos naturales intensos, parecían lejanos los sonidos habituales del bullicio urbano. De todo lo cual Anthony, todavía bajo los efectos de la entrevista recién mantenida, apenas sí se enteraba. Sabía que se enfrentaba a un dilema moral, pero estaba tan aturdido que no atinaba siquiera a discernir cuál era. Mientras se abría paso entre la multitud se preguntaba por la razón de que le hubieran detenido de un modo tan caprichoso. Sin duda algo sabían de sus movimientos y de sus conexiones en Madrid, pero de lo hablado era imposible deducir cuánto. Probablemente muy poco, o no habrían usado tantos circunloquios. Tal vez no sabían nada concreto y sólo trataban de sondearle. O de asustarle. O de prevenirle, pero ¿de qué? Del peligro que llevaba aparejada la proximidad de José Antonio Primo de Rivera. De ser así, conocían sus contactos esporádicos en casa del duque. ¿Quién podía haberles informado? En cuanto a José Antonio, siempre había desconfiado de aquel misterioso individuo, si bien el trato directo le había producido muy buena impresión. Lo importante, de todos modos, no era su valoración personal, sino el papel que desempeñaba en el asunto. ¿Conocía José Antonio los planes del duque? ¿Estaba en connivencia con él? Su aparente interés por Paquita, ¿era real o sólo encubría intereses de otra naturaleza? Y, en última instancia, ¿qué pintaba en aquel enredo un inglés experto en pintura española? Preguntas sin respuesta que, sin embargo, modificaban su percepción de la realidad: no podía seguir actuando como si no supiera nada; antes de dar el paso siguiente tenía que esclarecer algunos puntos, saber con exactitud dónde se metía. El sentido común indicaba a las claras el curso de acción más razonable: dejarlo todo y regresar a Inglaterra sin tardanza. Pero eso suponía desperdiciar una oportunidad única e irrepetible en el terreno profesional. Por el momento nada indicaba que hubiera una relación directa entre las explicaciones y las insinuaciones de la policía y la venta de un cuadro, cuya posible ilegalidad, si la había, sería de tipo administrativo, sin connotaciones políticas o de otro orden. Por lo demás, la ilegalidad en nada afectaba a una persona cuya intervención se limitaba a certificar la autenticidad de una obra de arte. Lo que sucediera luego no era cosa suya, y cuanto más averiguara, mayor sería el grado de participación en algo que no le concernía. Él no tenía constancia de que se fuera a cometer un delito. Era un extranjero en un país donde reinaba el caos y, por añadidura, le amparaba el secreto profesional. Lo mejor era no hacer averiguaciones.

Por otra parte, otros apremios más prosaicos reclamaban su atención: tenía que acudir sin más dilación a la cita con el duque y justificar el retraso para que no fuera interpretado como una deserción precisamente cuando el trato había llegado a un punto tan decisivo, pero antes tenía que afeitarse, lavarse y cambiarse de ropa. Para colmo, empezaban a caer los primeros copos de nieve, que al posarse en el asfalto dejaban puntos negros.

Apretó el paso hasta llegar al hotel. En el felpudo se restregó los zapatos cuidadosamente para no ser reprendido por el recepcionista, que al advertir su presencia había adoptado la expresión grave de quien acaba de presenciar cómo un agente de la autoridad se lleva detenido a un cliente del establecimiento. Con aire distraído pidió la llave y preguntó si alguien había preguntado por él durante su breve ausencia.

—Pues a ver —respondió secamente el recepcionista—. Si usted solo da más trabajo que todos los clientes juntos.

A poco de irse, un hombre había telefoneado al hotel para preguntar si el señor inglés se encontraba allí o si había salido. Al decirle el recepcionista que había salido, el hombre había querido saber cuándo y si había dicho adónde se dirigía. El recepcionista dijo no saber nada; no quería comprometer a un cliente y menos aún meterse en líos. De todos modos, el otro pareció contrariado o alarmado o ambas cosas a la vez. No quiso dejar dicho ni su nombre ni el número de teléfono al que se le podía llamar, como le había propuesto el recepcionista. A la media hora escasa, una niña muy mona trajo una carta. Al decir esto, el recepcionista frunció el ceño: no le gustaba que una niña fuera al hotel con cartitas para un parroquiano y menos haber de mediar en la correspondencia. A Anthony no se le ocurrió una explicación satisfactoria y guardó silencio. Sin desarrugar el ceño, el recepcionista le entregó la carta.

Una vez en la habitación, abrió el sobre y leyó en una hoja de bloc este escueto mensaje: «¿Dónde se ha metido? Por el amor de Dios, llame al 36126.»

Como la habitación no disponía de teléfono, volvió a bajar a la recepción y pidió usar el teléfono general del hotel. El recepcionista señaló el aparato que había sobre el mostrador. Anthony habría preferido algo menos ostensible, pero para no despertar sospechas aceptó el ofrecimiento y marcó el número. Al instante respondió Paquita. El inglés se identificó y ella dijo con voz queda, como si temiera ser oída:

—¿Desde dónde llama?

—Estoy en la recepción de mi hotel.

—Nos tenía muy inquietos con su tardanza. ¿Ha ocurrido algo?

—Sí, señor. Le pondré al corriente en la próxima reunión —dijo Anthony con forzada naturalidad de comerciante en el ejercicio de su profesión.

Hubo un silencio y luego ella dijo:

—No venga a casa. ¿Conoce el Cristo de Medinaceli?

—Sí, es una talla sevillana del siglo XVII.

—Me refiero a la iglesia.

—Sé dónde está.

—Pues vaya allí sin perder un instante y siéntese en uno de los últimos bancos de la derecha. Yo me reuniré con usted en cuanto pueda.

—Deme media hora para asearme y cambiarme de ropa. Voy hecho un pordiosero.

—Mejor, así no llamará la atención. Y no pierda tiempo en chiquilladas —dijo la joven, que había recuperado su habitual desenvoltura.

Simulando no advertir la expresión torcida del recepcionista, colgó el teléfono, le dio las gracias, subió de nuevo a la habitación, se puso las prendas de abrigo, cogió el paraguas, volvió a bajar, dejó la llave en el mostrador y salió.

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