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Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor

Sakamura, Corrales y los muertos rientes (19 page)

Jazmín, el inspector y Corrales se sentaron en la terraza de un bar cuyas mesas ocupaban gran parte de la zona peatonal de la plaza. Pidieron café, agua mineral y una pinta de cerveza para Corrales, visto que no tenían coñac Veterano.

—Así que ahí es donde tienen que cobrar el cheque esos Innombrables... —dijo después de dar el primer sorbo, señalando con el mentón el pequeño edificio de espejo—. ¿Y qué vamos a hacer?, ¿detenerlos cuando entren en el edificio?

—Ah, no. Mejor detiene después —respondió el inspector, que estaba mucho más interesado en seguir los pasos de los Innombrables hacia el Reconector que en capturarlos inmediatamente.

—¿Y cómo sabremos que son ellos? —siguió preguntando Corrales, que de pronto empezó a ser consciente de las dificultades de la operación.

—Ah, Innombrable cinco persona o más persona. Dos grande persona que fuma con botas. Otra persona, o dos persona, o tres persona, con botas o sin botas, fuma o no fuma —explicó confusamente el inspector, tratando de resumir todo lo que había podido deducir del asalto de la academia de idiomas en Calabella y del examen del Porsche y el Jaguar utilizados.

—Cojonudo dijo Corrales—. Pero si entra uno solo a cobrar el cheque y los demás lo esperan en algún sitio, qué hacemos: ¿preguntarle si tiene amigos con botas?

—Ah, gran koan... —dijo el inspector. —Mmmm, yo creo que sabemos algo más de ellos —dijo Jazmín, terminando de revolver el azúcar en su café.

—Qué —preguntó Corrales, siempre atento a cualquiera que quisiera ser más listo que él.

—Uno de ellos es una mujer. Usó mi perfume y se llevó mis cosméticos y mi precioso Victoria's Secret. —A lo mejor era un hombre y lo cogió pa regalárselo a la parienta —opuso Corrales, que había decidido hacer valer su fina inteligencia de investigador encontrándole pegas a todo.

—Oh: un caballero nuncanunca debe regalarle cosméticos a una dama, sería una falta de tacto imperdonabledijo Jazmín.

—Pues yo a mi parienta le regalé una vez una colonia que venía con el desodorante y la crema pa hidratarse los poros —porfió Corrales, dispuesto a no darse por vencido.

Entretanto, el inspector sacaba fotos mentales del edificio de espejo y, empalmando imágenes hasta formar una panorámica de 36o grados, del resto de la plaza. Luego estuvo observando detenidamente a un repartidor de octavillas apostado en la misma acera de la Petita Banca Andorrana, junto al semáforo. La densidad del tránsito peatonal era viva pero lo bastante espaciada como para que el repartidor tuviera tiempo de ofrecer una octavilla a cada uno de los que pasaban. Todos los transeúntes, por su parte, aceptaban lo que se les ofrecía; la mayoría —exactamente un 73,4 por ciento, según un rápido cálculo mental del inspector—, arrugaba el papel al alejarse unos metros y lo arrojaba en la papelera más cercana; pero lo interesante era que todos los sujetos observados sin excepción le echaban al menos una mirada detenida al texto.

El Maestro, que estaba barajando ideas en una especie de sudoku mental, saltó de su asiento:

—Una cosa sola dijo repentinamente a sus dos acompañantes—. Yo viene ahora.

Tanto Corrales como jazmín se quedaron mirando cómo se alejaba caminando con sus pasitos cortos y rápidos hacia uno de los bordes de la isleta central de la plaza, lugar donde esperó con las manos a la espalda a que el semáforo se pusiera verde. Luego cruzó sobre el paso de cebra y siguió por la acera de enfrente hacia otro semáforo. Cuando llegó a la altura del repartidor de octavillas, éste le tendió una. El inspector la tomó sonriendo e inmediatamente agradeció la deferencia saludando engasso. El repartidor no supo reaccionar de otro modo que imitando vagamente el gesto del inspector, quien volvió a saludar al honorable repartidor que tan amablemente saludaba a su saludo, todo lo cual se repitió hasta tres veces. Cuando el repartidor comprendió que el juego no tenia fin a menos que se desentendiera de aquel japonés sin ojos, el inspector pudo seguir caminando por la acera exterior de la plaza hasta el siguiente paso de peatones hacia la isleta. Allí seguían Jazmín y Corrales, observando la secuencia con curiosidad de entomólogos.

—Ah, mucha propaganda andorrana —dijo el inspector, antes de sentarse y disponerse a estudiar la octavilla.

El color era rojo, y el texto en negro venía en tres idiomas: primero en catalán —el oficial andorrano—, después en español y por último en francés:

DISCOTECA PIRINEOS

JUEVES, FIESTA JACK DANNIELS.

AMBIENTE SELECTO. APRENDE A BAILAR

EN LÍNEA CON PROFESORES NATIVOS.

PRESENTA ESTE FLYER Y TE INVITAMOS

A LA SEGUNDA CONSUMICIÓN.

—Aaaah —dijo el inspector—: trampa de gato para ratón... Gato ataca, ratón huye de rabo con piernas.

—Qué, Maestro, ¿ya tenemos un plan? —preguntó Corrales ajustándose su flamante gorra sobre las gafas de sol—. Lo que no se le ocurra a la Interpol y la Guardia Civil trabajando en colaboración...

—Yo necesita copias de escrito de computadora en gran hotel elegante, ¿sí posible? —preguntó el inspector dirigiéndose a Jazmín.

—Podemos probar en el despacho de Frederic; es siempre tantan amable...

—¿ Ahora ya pronto? —urgió el inspector, alzándose repetidamente sobre sus piececillos como si se estuviera haciendo pis.

De modo que se levantaron y volvieron camino al hotel treinta segundos antes de que, desde la esquina opuesta de la plaza, llegaran seis individuos con barba postiza que, curiosamente, fueron a sentarse en la misma mesa que había ocupado hasta entonces el trío: justo frente al edificio de espejo de la Petita Banca Andorrana.

Cuando Fernández Plancha y el chamberlán se retiraron —e1 uno a la calle y el otro en busca del Ministro del Interior, que esperaba en la antesala del gabinete—, la Reina Loles y el Rey Manolo se quedaron completamente a solas.

—Tú, mamarasho —dijo la Reina con el acento de Jerez de la Frontera que usaba en privado con su marido—: que sepa' que t'ha' quedao sin amoto.

—¿Qu'amoto? —preguntó el Rey, sin interrumpir las palmas sordas que estaba repicando al compás del pie, que a su vez taconeaba amortiguado sobre la alfombra del Patrimonio.

—Mira, no me diga' qu'amoto porque t'arranco la cabesa, casho cabrong... A ve' qu'hasía tú con aquella rubia de pote, eh..., y deja ya de da' palma que no'stamo de romería, como.

—De romería me tiene tú cada día, shosho mío —dijo Manolo, iniciando una maniobra de aproximación a la Loles—. ¿No ve' que na ma' me gusta' tú? —Quita pa lla con la peste a vino...

—Ven aquí, reina de la morería, que te vi a da una mano de pintura...

La Loles resistió las primeras acometidas por el sencillo método de apartar con su poderoso antebrazo el cuerpecillo menudo del Rey consorte, que parecía un zanganillo rondando a la hormiga reina. Pero Manolo, más ágil que su descomunal hembra, ya había acertado a meter la mano por debajo de la falda un par de veces, lo que siempre apaciguaba un poco la bilis de los Ogilvy.

—Quillo, Manolo, échate palla qu'está a punto de entra er trushaloca... dijo la Reina, ya un poco sofocada—. Cusha, que me pone' loca, ladrón.

En efecto, mientras el Rey consorte le palmeaba una nalga a la Reina Eusebia 1, apareció el chambelán tosiendo ostentosamente. Dos pasos tras él se quedó el Ministro Berto Truchaloca, que casualmente también fue presa de un ataque de tos. —Majestad... —empezó a decir el chambelán. —Sí, sí, que entre... —dijo la Reina, dándole un empellón al Rey consorte que de poco lo descalabra contra una vitrina del Patrimonio, ocasión que aprovechó éste para escabullirse por los pasillos con el chambelán—. A ver: qué pasa ahora, alma cándida —le preguntó la Reina al Presidente en funciones cuando se hubieron quedado a solas en el salón.

—Esto sí que es una emergencia, Majestad dijo Berto, que con tanto estrés había empezado a desarrollar un tic que le hacía arrugar la nariz cada pocas palabras.

La Reina, todavía un poco acalorada, tomó de un bufé barroco uno de los abanicos de exposición —los tres pintados y firmados por Francisco de Goya antes de la sordera— para abrirlo con un estallido y airearse ruidosamente el escote y la nuca sudorosa. Mientras, Berto le detalló las novedades; a saber: la reaparición del Presidente en el metro de la Moncloa, su incapacidad para entender y hablar otra cosa que no fuera euskera y, a pesar de semejante alteración de su personalidad, su insistencia en recuperar los poderes presidenciales.

Todo aquello sonó perfectamente absurdo a oídos de la Reina, que en aquel momento ni siquiera recordaba lo que había venido a decirle Fernández Plancha sobre una máquina de hablar idiomas. Lo seguro era que ante tanto despropósito y tanta tontería, estaba empezando a acumulársele la bilis Ogilvy y Cinco Sicilias.

—¿Y qué quieres que haga yo exactamente? —le preguntó impaciente a Berto, cerrando con otro chasquido su abanico.

—Pues..., es que dice que quiere hablar con el
Lehendakari
vasco y..., también quiere dar una rueda de prensa conjunta para anunciar la convocatoria de un referéndum de autodeterminación...

—Un qué...

—Un referéndum..., una consulta electoral de carácter vinculante para ver si los vascos quieren seguir formando parte del Estado español. Pero dice que si los catalanes quieren también podrán convocarlo, y los gallegos... Y que hay que votar también si queremos seguir siendo un Estado monárquico o nos pasamos a la república...

—¿Cómo .. . ! —exclamó la Reina en jarras, avanzando su redonda faz y frunciéndola a medias en actitud desafiante.

—Se ha vuelto completamente loco, Majestad, no se le reconoce..., y mire que estudió conmigo en los salesianos de Palencia. Dice que España no existe, que es un delirio de grandeza de los Reyes Católicos perpetuado por los Austria y esclerotizado durante el franquismo, y que las naciones que han sido sometidas al imperialismo castellano tienen derecho a elegir su propia unidad de destino en lo universal.

—Ah, eso sí que no: a mí el reino no me lo desmiembra ni el Papa de Roma. A ver, dónde está ese... amotinador.

—Ingresado en el Hospital de La Paz, Majestad, pero ya no sabemos cómo retenerlo allí por más tiempo.

En ese momento volvió a aparecer el chambelán. —Majestad, una delegación de varios presidentes autonómicos solicita audiencia inmediata.

La Reina intercambió una mirada con el Ministro del Interior, como pidiendo explicación a tan extemporánea visita justamente en aquel preciso momento de crisis nacional. Pero el Ministro del Interior no tenía ni idea de que la noticia de lo ocurrido con el Presidente había corrido vía telefónica a lo largo de toda la España inexistente, así que se encogió de hombros ante la Reina.

—Que pasen —le dijo la Loles al chambelán, haciendo acopio de bilis por si tenía que habérselas con alguna conspiración multirregional contra su soberana autoridad unificadora.

Cuando el comisario Antoine FréreJacques volvió de tomar café au lait y entró en la central europea de la Brigada de Investigaciones Especiales de la Interpol —rue des Policiens 45, Lyon, France—, su secretario le hizo entrega del informe vía mail que estaba esperando desde la mañana.

El mensaje llegaba desde la dirección electrónica de la central asiática en Kyoto, Japan, donde los expertos en exégesis del
haiku zen
habían interpretado el fax que el inspector Sakamura había enviado a la central de Lyon, France, desde Calabella, Spain.

De esa interpretación, se colegía sin lugar a dudas que los muertos de Calabella habían sido sometidos a la acción de una de esas máquinas que habían empe zado a fabricar y vender los fundamentalistas islámicos y que traían de cabeza a la Interpol, con lo cual quedaban confirmadas las sospechas que se habían albergado al tener noticias de los dos primeros cadáveres.

«Merde: otra vez el mismo asunto», pensó el comisario FréreJacques. Hacía meses que no trabajaban en otra cosa: aquello se había convertido en una pesadilla babélica. Al principio los Reconectores Neuronales se usaban sólo para que los conversos pudieran recitar el Al Corán, si bien algunos grupos radicales las habían empleado a la fuerza contra altos miembros de diferentes embajadas norteamericanas en Oriente Medio, lo que había acarreado enormes quebraderos de cabeza al gobierno de Estados Unidos. Eso era desde luego un problema, pero por aquel entonces incluso los americanos llegaron a pensar que el invento, debidamente expropiado, patentado y homologado, podría comercializarse en colaboración con Microchof como simple método para el aprendizaje de idiomas —en concreto del inglés, que era el único verdadero—. Hasta que la OMS dictaminó que el proceso de reconexión neuronal no era ni mucho menos inocuo y, a regañadientes de Microchof, la Interpol fue encargada de interceptar y precintar todos los Reconectores así como de perseguir su tráfico internacional. Sin embargo, el mercado negro siguió funcionando en las profundidades de Oriente Medio, y desde hacía varios meses se podía descargar de Internet software pirata para un número creciente de lenguas cada vez más minoritarias —sólo entre las europeas se podían encontrar programas para el dálmata, bretón, occitano, siciliano, veneciano, sardo, galés, gaélico, romansch, volgan, votic, ludian, valenciano, aranés...—. Todo ello había suscitado el interés de un gran número de pequeños grupos independentistas o antisistema, y, bajo su acción delincuente, se habían empezado a producir por toda Europa secuestros de políticos y altos cargos que eran forzados a reconectar sus neuronas según la lengua minoritaria del gusto de sus secuestradores. Generalmente estas acciones tenían una intención reivindicativa, ya fuera cultural, de identidad nacional o directamente étnica, pero se sospechaba que a menudo se practicaba también como mera gamberrada. Sólo de este modo podía explicarse el caso de cierto nuncio del Vaticano, que apareció refrescándose en la Fontana de Trevi incapaz de hablar otra cosa que no fuera swagili.

De modo que lo único verdaderamente sorprendente en la información enviada por el inspector Sakamura era su convencimiento de que la policía catalana estaba interesada en dificultar sus investigaciones, lo cual le hacía sospechar que las instituciones públicas estaban implicadas en los hechos. Teniendo en cuenta que este tipo de máquinas solían usarse contra un gobierno o poder instituido, no bajo sus auspicios, aquello resultaba bastante raro para el comisario FréreJacques, quien, como el resto del mundo, desconocía la peculiar idiosincrasia de las instituciones catalanas —y de haberla conocido habría quedado aún más estupefacto.

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