Read Sakamura, Corrales y los muertos rientes Online

Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor

Sakamura, Corrales y los muertos rientes (3 page)

—No he podido todavía, pero la llevo en el portafolios —volvió a mentir el Presidente, siempre con su afable talante.

—Lo ponen muy bien, eh. Yo creo que transmitió confianza, sobre todo cuando dijo lo de coger el toro por los cuernos...

—Sí, eso estuvo cojonudo...

Volvió a hacerse un silencio y el
President
, que después de todo era el que había hecho la llamada, volvió a llenarlo con un punto de incomodidad:

—Bueno, pues nada... ¿Alguna novedad por
Madrit
?

—No, no, todo bien...

—Ya... No tenemos nada urgente ahora mismo, ¿no?

—No, que yo sepa... Oye, que he leído en el Marca que ya tenéis fichado al brasileño del Liverpool, ¿no?

—Ah: eso es secreto de Estado..., pero en fin, tampoco te lo voy a negar...

—Menudos sois... Pero vais a volver a perder la Liga de todas maneras, que lo sepas.

—Eso habrá que verlo... —Se hizo otro silencio—. Bueno, oye, pues nada..., felicita de mi parte a José Miguel; tengo que dejarte que voy a inaugurar no sé qué centro para mujeres en Manresa, que me da una pereza sólo de pensarlo...

—Hombre: yo a esas cosas envío a la Ministra de Igualdaz... Tú es que tienes poquísimas mujeres en el gabinete, te lo tengo dicho...

—Ya, si es que estas cosas las vas dejando, las vas dejando...

Cuando al fin colgaron, el Presidente se quedó pensativo en el interior del coche, que a su vez había quedado definitivamente atrapado en un monumental atasco en la Gran Vía.

Había algo en la llamada del
President
Andreu que no le cuadraba en absoluto.

Volvió a tomar el teléfono y buscó en la agenda hasta dar con «Alberto», nombre del Ministro del Interior.

—Berto, ¿te pillo en mal momento? —No, estoy atascado en la Gran Vía... —Joder, yo también..., ;a qué altura? —Llegando a la calle Montera, j tú?

El Presidente bajó la ventanilla tintada para asomar un poco la nariz y, en el carril de al lado, apenas unos pocos coches más adelante, distinguió otro Audi A8 con los cristales oscuros.

—Te estoy viendo: voy detrás de ti, a veinte metros —dijo el Presidente—. Vente y súbete a mi coche. —Yo también te veo. Pero si me bajo les va a dar un ataque de nervios a los de seguridad...

El Presidente se fijó en los dos turismos de escolta camuflada que acompañaban a cada uno de los A8 azul marino, uno delante y otro detrás.

—También es verdaz... Oye, que te llamaba porque acabo de hablar con Andreu, el de la Yeneralidaz. —;Sí?, y qué dice...

—Nada... Que ayer estuvo muy bien José Miguel, que vio la rueda de prensa con el presidente de La Caixa, bla, bla, bla...

—Me extraña: nunca suele estar de acuerdo ni con José Miguel ni conmigo...

—Pues hay algo más raro todavía... Hemos estado hablando como cinco minutos y ni una sola vez ha pronunciado las palabras «financiación autonómica». Y mira que después de una comparecencia pública de José Miguel lo tenía a huevo para colar el tema... —Coño: eso sí que es raro.

—Ya te digo... ¿Tú has leído
La Vanguardia
de hoy?

—No, hoy me toca
El Faro de Vigo
y
El Oriente de Asturias
. Oye, estoy pensando que eso va a ser que te llamaba para sonsacarte, o para ver si tú le decías algo que él esperaba oír.

—Eso he pensado yo también... ¿No tienes noticia de algo que se esté cociendo discretamente en Barcelona?

—Psss..., ¿aparte de lo del brasileño del Liverpool?, nada.

—Pues échales un vistazo a los extractos de la prensa catalana y haz unas cuantas llamadas discretamente... Luego por la tarde hablamos.

Al colgar, el Presidente pudo aprovechar que el coche reiniciaba la marcha y el chófer no miraba por el retrovisor interno para aventurarse en busca de otra postilla, que esta vez le raspaba la fosa nasal izquierda.

Dado que la viuda del cetáceo alemán estaba todavía bastante afectada, el inspector Sakamura decidió empezar sus investigaciones visitando al compañero de la primera finada, la inglesa que había aparecido muerta en la playa.

El cabo Corrales lo iba guiando por las empinadas callejas del barrio viejo de Calabella, cada vez más alejados del ajetreo turístico de la avenida, la calle Mayor y sus aledaños. Se detuvieron en la puerta de una casita baja y estrecha, pintada de morado y encajada como una pieza de mosaico entre otras casitas iguales aunque de distinto color.

Fue el cabo Corrales el que llamó al timbre. Medio minuto después nadie había abierto la puerta, pero el fino oído del inspector detectó que sonaba música dentro —
They tried to make me go to rehab / I said no, no, no
—, y su base de datos mental estaba tratando de catalogar exactamente la información que le enviaba su portentosa pituitaria: algo como hojas secas quemándose.

Corrales cruzó una mirada cómplice con el inspector y después volvió a llamar. Enseguida enmudeció la música y se oyeron toses y una voz procedente del interior:


OK, OK, give me just a minute
...

Cuando al fin se abrió la puerta ya no le quedaron dudas al inspector Sakamura: olía a marihuana transgénica de la variedad XP4, mezclada con tabaco rubio de la marca Lucky Strike y sin duda liado en papel de arroz. El hombre que abrió la puerta tendría unos treinta años, era más bien alto, muy delgado y con varios mechones de cabello trenzados y rematados por bolitas de colores. Se quedó mirando alternativamente a la ligeramente fofa figura del cabo Corrales, situado en primer término, y después a la mucho más menuda y enjuta del inspector, con las manos a la espalda y los ojillos quietos, invisibles tras los abultados párpados rasgados.

—Hola dijo el joven en castellano, vista la cara
typical Spanish
que tenía Corrales.

—Buenos días: se presenta el cabo Corrales, de la Guardia Civil —dijo Corrales con una inesperada dicción de presentador de telediario—. Éste es el inspector Sakamura, de la Interpol...

El inspector había sacado una placa dorada de no se sabe dónde y saludó en
gasso
inclinando muy levemente la cara.

—El inspector está investigando el reciente fallecimiento de la compañera de usted —continuó Corrales—. ¿Tendría inconveniente en atendernos unos minutos?

—Ya he hablado con los
Mossos
, estuve declarando en la comisaría —dijo el joven, con marcado acento de Stan Laurel y Oliver Hardy.

—Estamos informados y comprendemos lo difícil de las circunstancias, pero se trata de ampliar algunos detalles que podrían ser de importancia, ¿podemos pasar?, no le robaremos mucho tiempo. —Corrales hizo un gesto hacia el interior de la vivienda.

—Sí, claro dijo el joven, de mala gana pero un poco temeroso de negarse a la petición, por un lado tan amable y correcta, y por otro tan firme y decidida que parecía apoyarse en alguna clase de amenaza velada. Aquél, según Corrales, era el estilo elegante y frío del FBI que había visto en tantas películas y que ahora tenía oportunidad de poner en práctica. Pensando en ello había salido de casa con las gafas de sol que normalmente usaba para conducir, y hasta pensó en ponerse el traje de la boda de su sobrino para completar la caracterización, pero como el día prometía ser especialmente caluroso. se conformó con pedirle a su mujer que le planchara una camisa blanca de manga corta. El conjunto de la camisa y los pantalones de tergal azul le daba un ligero aspecto de mormón en plena campaña proselitista, pero el tono seguro de su voz era inequívocamente policial.

Siguieron al joven a lo largo de un pasillo pintado del mismo color morado de la fachada que los condujo a un minúsculo salón. Ese breve tránsito fue suficiente para darle a entender al inspector Sakamura que aquella casa tenía un
feng shui
perfectamente horroroso y que el
yin
y el
yang
campaban asilvestradamente por sus respetos. Al margen de eso, en el patio interior al que daba el salón, destacaban cuatro frondosas plantas de marihuana cuyo verde brillaba al sol, y el inspector comprendió también que, pese a la nefasta disposición del mobiliario, aquél debía de ser el único lugar presentable de la vivienda, de lo contrario el joven los habría hecho pasar a cualquier otra habitación en la que su afición a la jardinería psicoactiva no resultara tan evidente.

—¿Quieren sentarse? —preguntó el joven. Corrales, ya cumplida su labor de introducción, lo hizo en un extremo del sofá de rinconera, y el anfitrión inglés se sentó en el extremo opuesto.

Era el turno de actuación del inspector, y Corrales se dispuso a disfrutar de una lección magistral de interrogatorio intimidante. Sin embargo, el inspector, incapaz de sentarse en un sofá que quedara de espaldas a la puerta, se mantuvo en pie observando los cuatro pósters desiguales en tamaño y antigüedad que decoraban las paredes, pintadas de un rosa chicle mal relacionado con el verde cotorra de las puertas. En el primer póster sonreía Bob Marley con los dientes negros y uno de sus gorros multicolores, el segundo mostraba el rostro marcado de Lou Reed en su época yonki, en el tercero estaba Janis Joplin en plena actuación beoda, y en el último se veía a Amy Winehouse mirando a cámara con cara de estar a punto de darle un ladrillazo al fotógrafo. Los muebles, viejos y dispares, algunos pintados a brocha, parecían heredados de amigos y vecinos, o quizá directamente rescatados de un contenedor. No había libros, pero sí algunos periódicos en la mesa de centro que merecieron cierta atención por parte del inspector, y también varias decenas de cedés desordenados. Volaban rastros de ceniza por todas partes y, sin embargo, no había ceniceros, de modo que el inspector supo que habían sido retirados a toda prisa antes de abrir la puerta.

—¿Qué trabaja usted? —inquirió el Maestro Sakamura de forma inesperada, mirando al inglés con sus ojillos brillantes.

El joven alcanzó a entender lo que se le preguntaba.

—Vendo pulseras en el paseo —contestó, alzando la muñeca para enseñar el producto que él mismo manufacturaba.

—Aaaah dijo el inspector en su habitual tono de descubrimiento súbito—. ¿Usted quiere recibirnos otro día mañana pasado, por favor?

Esto ya no lo entendió muy bien el inglés, pero no por ser inglés, sino porque el tono y por tanto la intención de la pregunta habrían resultado confusos para cualquiera.

—Sí, claro —dijo por si acaso el joven.

—Bien, gracias, adiós —dijo el inspector, como quien recita de memoria el nombre de los tres Reyes Magos. Después se acercó a la puerta que daba al pasillo y esperó a que el anfitrión abriera paso.

Corrales tardó casi tanto como el joven en entender que había que levantarse y disponerse a salir, y cuando lo entendió, procedió al estilo más FBI que pudo, reacomodándose las gafas oscuras y tratando de que no se notara su propio desconcierto.

Sólo una vez afuera se atrevió a inquirir al Maestro: —¿Ya está?, ¿eso es todo lo que quería preguntarle?

—Ya está sí —contestó el inspector.

—¿Y para saber de qué trabaja el inglés hemos venido hasta aquí?, tenemos los informes, o se lo podíamos haber preguntado a los
Mossos
...

El inspector se detuvo un momento con las manos a la espalda y, dirigiendo sus ojillos de nuevo invisibles hacia Corrales, dijo:

—La persona importante.

»La persona cuerpo y casa entera. »El informe no importante.

Y volvió a echar a andar dejando atrás al cabo. —No, si por mí cojonudo —dijo Corrales, tratando de alcanzarlo—. Pero ya que la investigación avanza tan rápido podríamos tomarnos una cañita antes de ir a casa del holandés, ¿no?

—Una cosa sola: ¿qué cosa es Ca Nita? —«Canita» no: «cañita», bebida española para el verano. La inventamos en Carabanchel cuando no existía el aire acondicionao.

—Aaaah... dijo el inspector Sakamura.

El
Lehendakari Satrústegui
había conseguido acercarse a sus propios pies lo bastante como para cortarse la uña del dedo gordo izquierdo, si bien de forma bastante irregular, como si se la hubiera roído un hámster. Pero después de resoplar durante varios minutos sentado al borde de la bañera, comprendió que no tenía sentido seguir luchando contra la evidencia: tendría que ponerse a régimen, una palabra que detestaba por su asociación a toda clase de pesadillas totalitarias.

Salió del baño en camiseta y calzoncillos y gritó en dirección a la cocina:

—¿Maitechu!: ven un momento, que no me apaño. —Qué te pasa, pues...

—Que vengas, te digo.

Maitechu apareció secándose las manos. —Y qué quieres...

—Pues que no me llego, a cortarme las uñas. —¿T'has duchau?

—Luego, me ducho...

—Pues dúchate primero, o qué... —Si ya me duché anoche...

—Pues te vuelves, a duchar, que te huelen, los pies. —Que no, me huelen —el
Lehendakari
se husmeó los. dedos de la mano con los que se había estado sujetando el pie y se le escapó una mueca que desmintió sus palabras.

—Trae aquí esos calcetines, que los llevo al lavadero... Y ponte Peusek, ¿oyes?

En ese momento, sobre la estantería del lavabo, sonó el móvil personal del
Lehendakari
:

Tenemos pollo asau, asau, asau, asau con ensalaada. / Buen menú, buen menú, buen menú señor...

En la pantalla aparecía la palabra «Koldo», nombre de pila del cabeza de lista del Partido Euskaldun de los Valles Verdes, socio en el último gobierno heptapartito vasco. El
Lehendakari
comprendió con fastidio que tendría que hablar en euskera, lengua en la que no se había iniciado hasta los 36 años y en la que, pese a sus esfuerzos, nunca había conseguido hablar fluido a menos que se tratara de un discurso ensayado.

Se sentó sobre la tapa del wáter para afrontar el esfuerzo más cómodamente y pulsó el botón de respuesta.

—Qué pasa, Koldo dijo la versión traducida de su voz.

—Acabo de enterarme de una cosa que te va a interesar —contestó la versión traducida de la voz de Koldo.

—Cuenta...

—Agárrate: me han dicho que los catalanes tienen el Reconector...

El
Lhendakari
dio un respingo sobre su improvisado asiento:

—Qué me dices: ¿seguro? —Seguro.

—Qué hijos de puta.(
En castellano en el original.
) ¿Cómo te has enterado? —Me llega de una fuente fiable, no me hagas hablar. —El
Lehendakari
comprendió que Koldo se estaba refiriendo a los Innombrables, que a consecuencia de sus movimientos clandestinos por medio mundo solían manejar información privilegiada.

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