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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

Salida hacia La Tierra (3 page)

Naturalmente, en su desigual lucha contra los thorbod, el hambre y la inclemente naturaleza de Ganímedes, los proscritos llevaban todas las de perder. Rara vez conseguían sobrevivir más de dos o tres meses al hambre, al frío, a los ataques de las fieras o a la implacable persecución de los hombres grises, y una de estas raras excepciones la constituía el grupo capitaneado por Harold Davidson, el «Americano».

Harold no era precisamente el mandamás de su grupo. Aquellos hombres y mujeres sabían perfectamente la suerte que les esperaba apenas iniciaran su escapatoria, aceptaban todos los sufrimientos a cambio de vivir unas postreras horas de libertad y no toleraban que nadie les diera órdenes después de haber ganado, a tan alto precio, la libertad. El americano no mandaba en su grupo, pero sus consejos habían salvado, en varias ocasiones, a la cuadrilla y esto le había dado cierta autoridad. Sus compañeros le respetaban tributándole la deferencia de un caudillo, si bien reservándose el derecho de protestar contra sus decisiones ni admitir su autoridad.

Esta noche, la comida era algo más abundante de lo normal. Los que salieron de caza hasta la costa tuvieron la fortuna de capturar una especie de mamífero polar, animal de carne dura, pútrido olor y sabor amargo, pero que los hambrientos terrestres celebraban como un manjar de dioses. Una comida excepcional, unida a la captura de una aborrecida marrana con un traje volador y un fusil ametrallador atómico, hicieron sentir cierta euforia a cuantos tomaban asiento en torno a la fogata.

Afuera aullaba el huracán barriendo el desolado páramo, pero en aquella plazoleta del interior de la mina se estaba al abrigo del viento y del frío. El mañana podía ser incierto, mas a nadie le preocupaban las peripecias del mañana. Sintiendo en el estómago el calor de una digestión abundante; los terrestres preferían hablar siempre del pasado.

Ninguno de los allí presentes había conocido siquiera a nadie que hubiera vivido aquellos tiempos lejanos y felices. Davidson detestaba estas remembranzas porque luego, al caer en la cuenta que vivían un presente muy distinto, sus amigos y él mismo sentíanse infinitamente más desgraciados. Pero nadie podía evitar que de tarde en tarde se sacara aquel tema a conversación, y aun de haber tenido bastante autoridad para impedirlo, jamás hubiera osado prohibir este tema en sus conversaciones. Tenía poco que hablar respecto al presente ni al futuro, y si el despertar era amargo y doloroso… ¡era tan bonito soñar en aquel pasado feliz de la Humanidad!

La dulce remembranza comenzó esta noche por donde comenzaba siempre; es decir, por la comida. La boca se les hacía agua a estos desgraciados, acuciados por un hambre eterna, al enumerar los placeres gastronómicos de sus ancestros. Los ojos brillaban de codicia al hablar de estas cosas. La vida merecía vivirse en aquellos tiempos, cuando cada individuo era libre de hacer lo que le viniera en gana, cuando la comida abundaba y no costaba nada conseguirla.

Harold Davidson, con la barbilla sobre las rodillas y las manos rodeando sus largas piernas, escuchaba atentamente la acalorada conversación de sus amigos. Sospechaba que muchas de estas cosas, dadas como ciertas, eran simples productos de la fantasía, deformación de la verdad al ir pasando de boca en boca y de generación en generación a lo largo de muchas conversaciones como esta, desarrolladas en torno a las fogatas de los campos de trabajo mientras un presente amargo batía sus negras alas en torno a las cuadrillas de terrestres embebidas en la resurrección mental de unos tiempos felices que no habían de volver. Aun dudando de la autenticidad de aquellas maravillas, Harold Davidson no podía evitar el contagio de la ilusión que encendía un brillo febril en las pupilas de todos los presentes. Los niños escuchaban con las bocas abiertas, en aquel gesto milenario de asombro y curiosidad que ya habían tenido miles de millones de niños escuchando cuentos que siempre tenían por escenario países maravillosos.

—¡Pero mamá! —exclamó uno de los pequeños—. ¿Si los abuelos eran tan felices, por qué somos nosotros tan desdichados?

La pregunta infantil abrió una profunda laguna de silencio. Los hombres, vueltos bruscamente a la realidad, fueron a clavar sus ojos tristes en las danzantes llamas de la fogata. La mujer lanzó una mirada de socorro en rededor. Harold se arrancó de su mutismo para acudir en auxilio de la madre.

—Es difícil de explicar, Luisito. Parece que toda la felicidad excesiva acaba por perder a los hombres. Nuestros antepasados vivían demasiado bien, sin acordarse del peligro que se cernía sobre ellos. Los hombres grises, alojados en Marte, trabajaban incansablemente con los ojos puestos en la Tierra, mientras que los terrestres vivían de espaldas a Marte. Nuestros abuelos, avaros de la dicha y bienestar que gozaban, no quisieron arriesgarlo en una guerra abierta con los thorbod y trataron de entablar relaciones amistosas con la Bestia. El hombre creyó de buena fe que era posible vivir en paz con esas criaturas extrañas, y siguiendo su política de «vivir y dejar vivir», permitió que los hombres grises se hicieran fuertes en Marte. Cuando los terrestres comprendieron la falsía de las promesas de la Bestia era demasiado tarde para recuperar el tiempo perdido. Las poderosas escuadras aéreas thorbod atacaron… y nos derrotaron por completo.

—¿Y nunca más volveremos a ser libres? —preguntó el muchacho con acento desesperado.

Harold Davidson se encogió de hombros, esquivando responder con franqueza a Luisito. Este se volvió hacia su madre repitiendo la pregunta:

—¿Nunca más volveremos a ser libres y ricos, mamá?

—Sí, hijo mío —suspiró la desgraciada mujer—. Algún día recobraremos la libertad. Miguel Ángel y los que con él permanecen en el destierro volverán al Reino del Sol para romper las cadenas de nuestra esclavitud.

—¿Quién es Miguel Ángel, mamá?

La mujer se apresuró a relatarle a su hijo la historia prodigiosa de Miguel Ángel Aznar.

Capítulo II.
Voces que surgen del pasado

M
iguel Ángel Aznar era el último personaje legendario de la Tierra. Todos habían escuchado centenares de veces el relato de sus portentosas hazañas, y aunque existían docenas de versiones distintas sobre su vida y milagros, todas coincidían en los puntos esenciales de la historia.

Miguel Ángel, como todos los héroes legendarios, reunía sobre sí las cualidades de valentía, belleza, vigor, riqueza y sabiduría. Este hombre extraordinario vivió las trágicas horas en que la Humanidad se enfrentaba con la codiciosa Bestia Gris. Poseía una aeronave interplanetaria llamada el Rayo, nave fabulosa e invencible, especie de gigantesca esfera de un metal llamado dedona, que encerraba en su interior una maravillosa ciudad de cristal.

Entre la estrepitosa derrota de los terrestres, Miguel Ángel Aznar y su maravilloso Rayo, fueron los únicos que pudieron apuntarse importantes victorias causando ellos solos más bajas entre las escuadras thorbod que todas las escuadras aéreas y los ejércitos de la Tierra juntos. Era proverbial que la Bestia Gris jamás se hubiera apoderado de la Tierra de haber existido más de un autoplaneta Rayo, pero de haber sido así, la leyenda no hubiera tenido oportunidad de cantar las épicas proezas de una máquina y un hombre que, al menos por entonces, no tenían igual en el Universo.

En este detalle residía precisamente toda la gloria del héroe. En aquellos lejanos tiempos, el Rayo era la única aeronave capaz de volar más allá de las fronteras del Reino del Sol y adentrarse en las misteriosas profundidades del Cosmos. El material de que estaba hecha aquella máquina —la dedona— era todavía desconocido en el Reino del Sol. En la actualidad, los rebaños de esclavos terrestres extraían dedona del subsuelo de Ganímedes para la industria de sus dominadores thorbod. Estos poseían ahora naves del espacio similares al fabuloso Rayo, pero en los tiempos en que Miguel Ángel realizó sus proezas nadie, excepto el héroe, poseía una máquina igual.

Miguel Ángel y su Rayo, tomaron parte activa en la guerra de los planetas, pero no pudieron impedir la derrota. Entonces, cuando las escuadras terrestres habían sido barridas del cielo por la aviación thorbod y la Humanidad se enfrentaba con un pavoroso porvenir, Miguel Ángel concibió salvar lo que pudiera de la catástrofe. Seguro de que la Bestia proponíase exterminar al género humano, Miguel Ángel hizo de su aeronave una segunda Arca de Noe. Metió en su Rayo algunas especies de animales domésticos, embarcó grandes cantidades de provisiones, tomó a bordo máquinas y herramientas, reclutó un puñado de miles de españoles, aseguró que se proponía buscar una segunda patria entre las estrellas y zarpó desapareciendo para siempre en las insondables profundidades del espacio.

Aquí terminaba la leyenda de Miguel Ángel Aznar y su fabuloso autoplaneta Rayo.

—¿Y regresarán pronto, mamá? —interrogó Luisito. —No lo sé, hijo mío. Es creencia general que Miguel Ángel volverá algún día para liberarnos a todos y reconquistar el Reino del Sol.

—¿No se perdería en el espacio? —preguntó el niño con inquietud.

—Dios no lo haya querido. — ¿Encontró Miguel Ángel la nueva patria? —Lo ignoramos —suspiró la madre—. Nadie ha vuelto a tener noticias de él ni de los que le acompañaban. Nadie sabe qué fue de ellos.

—YO LO SE —dijo una voz armoniosa y cristalina que daba una entonación incluso humana al seco y desagradable idioma thorbod.

Todos los ojos se volvieron hacia el lugar de donde había brotado la voz. Una figura esbelta, de líneas armoniosas y ágiles movimientos, se destacó del rincón en; sombras, acercándose al círculo de luz que arrojaba la fogata.

—¡La marrana! —exclamaron varias voces ácidas.

Era, en efecto, la marrana, quien siguió avanzando hasta llegar junto a la fogata y acarició con una mano la dura pelambre de Luisito. El muchacho repelió aquella caricia con brusquedad, yendo a buscar refugio entre los brazos de su madre.

—¡No me toques! ¡Eres una traidora… una marrana! Los grandes ojos de la joven miraron en torno. Eran los suyos unos hermosos ojos negros, rasgados, con chispitas de luz danzando en la insondable profundidad de las pupilas. Si dormida era bella, Harold la encontró despierta cien veces más hermosa. Junto a las sucias, desdentadas y piojosas mujeres del grupo, la marrana parecía una diosa mitológica de soberbia esbeltez, limpia y austeramente elegante dentro de su ajustado traje azul eléctrico.

Sus tensas mejillas parecían colorearse con el fuego de una sangre rica y vigorosa que corría generosamente bajo la epidermis de transparencias nacaradas.

—Creí que querías conocer el final del cuento —dijo a Luisito.

El niño la miró haciendo una mueca.

—No importa —continuó diciendo la joven—. Te lo contaré. Miguel Ángel dejó el mundo que era su patria con lágrimas en los ojos. Sabía del Universo lo suficiente para adivinar que no iba a ser empresa fácil hallar en la inmensidad del Cosmos un planeta donde las condiciones de vida fueran propicias para la supervivencia y el progreso de los hijos de la Tierra. Sabía que, buscar un mundo de las mismas características de los planetas cercanos al Sol, era empresa mucho más ardua que la de encontrar una aguja en un pajar, y seguro de que, fuera cual fuere el destino del Rayo y sus tripulantes, él jamás tendría la dicha de volver a pisar la Tierra, lloró lágrimas de pena cuando su patria se empequeñecía en la distancia con el rápido vuelo del Rayo a través del espacio…

Harold Davidson sintió sobre su frente algo parecido al contacto frío de una bocanada de aire salida de una tumba. Aquella marrana hablaba con la convicción de un profeta. Naturalmente, cuanto decía era producto de su imaginación, pero el hecho de que todos la escucharan en religioso silencio demostraba que su don de persuasión alcanzaba a todos por igual.

—El Rayo —continuó diciendo la joven— se lanzó al espacio para llevar a cabo la hazaña más grande que conoce la historia de la Humanidad; volar durante cuarenta y dos años a velocidades astronómicas a través del Cosmos y dar con el planeta soñado, donde la criatura terrestre pudiera vivir en las mismas o parecidas condiciones que en su perdido mundo de origen. Porque el Rayo conducido por Miguel Ángel Aznar, alcanzó finalmente la tierra de promisión.

—¡Miguel Ángel se salvó! —chilló uno de los muchachos palmoteando de alegría.

—Aquel mundo maravilloso —continuó diciendo la muchacha —, estaba habitado por seres humanos idénticos a nosotros, solamente que vivían muy atrasados respecto a la civilización de que eran portadores los tripulantes del Rayo. Los terrestres entraron en relaciones con aquellos indígenas, descubriendo también que, además de estar habitado por seres humanos, aquel mundo albergaba en su interior hueco una naturaleza de silicio, que había producido unas criaturas extrañas, extraordinariamente inteligentes y enteramente… de cristal.

Harold Davidson abrió los ojos de par en par. Aquella marrana estaba resultando una narradora de aptitudes poco frecuentes, con una imaginación nada desdeñable. ¡Vaya con la muchacha! ¿De manera que una naturaleza de silicio con hombres de cristal? No estaba mal la ocurrencia. Harold depuso su gesto desdeñoso cambiándolo por una expresión de profunda curiosidad. Sus compañeros, habiendo caído por entero entre las redes seductivas de la inspirada fabulista, bebían prácticamente las palabras que iban brotando de los rojos labios de la joven.

—No fueron fáciles los comienzos del resurgir terrestre en aquel planeta —aseguró la joven—. El Rayo había consumido en aquel viaje tan largo todo su combustible, pasando luego a quemar las cargas de plutonio y uranio de los depósitos de los aviones…, hasta las ínfimas cantidades de materia radioactiva contenida en las balas de los fusiles atómicos fueron devoradas por los Insaciables crematorios del Rayo. Cuando los terrestres desembarcaron en aquel extraño mundo, apenas si les quedaba energía eléctrica con que mover sus máquinas, pero el hijo de Miguel Ángel, que había nacido durante el viaje del Rayo y había heredado las virtudes que distinguieran a su padre, arremetió contra todas las dificultades y empezó a levantar el gran imperio tras haber derrotado a los hombres de cristal, tras una serie de aventuras muy largas de contar…

—Entonces… ¿murió Miguel Ángel? —preguntó Luisito.

—Sí, murió —aseguró la joven con gravedad imperturbable—. Murió a poco de haber llegado a Redención (así fue bautizado el nuevo mundo). Murió entre los brazos de su hijo, recomendando a éste que no olvidara jamás a los hermanos de raza que habían quedado cautivos de la Bestia Gris, en el remoto Reino del Sol. Fidel Aznar juró no olvidarlo y cumplió su promesa de hacer de Redención el Imperio de donde saldría el ejército que ha de liberar a la humanidad, reconquistará para los terrestres el Reino del Sol y expulsará de él a la Abominable Bestia Gris. Hoy, aquel mundo inculto, hermoso en su salvaje virginidad, está transformado por completo. Los españoles que lo colonizaron cruzaron su sangre con la brava y pujante de los nativos, creando una nueva raza donde están reunidas la inteligencia del hijo de la Tierra y el vigor y la innata valentía de los naturales de Redención. Fidel Aznar vio crecer ante sus propios ojos el magnífico Imperio y multiplicarse sus hijos, los hijos de sus hijos y los de sus compatriotas hasta convertirse en un pueblo numeroso como los granos de la arena del mar.

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