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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

Salida hacia La Tierra (6 page)

La severa reprimenda de Amalia dejó enfurruñado a Harold. Aseguró que no tenía nada más que decir y fue sustituido en el sillón por uno de sus compañeros. El interrogatorio prosiguió con largas horas de descanso, hasta que al cabo de dos días, todos los proscritos habían pasado ante los oficiales del Servicio de Información. Tres días después de haber salido de Ganímedes, Harold era conducido por un hombre de la tripulación hasta el pequeño despacho donde trabajaba Amalia Aznar.

Al entrar el yanqui, la muchacha levantó los ojos y le sonrió señalándole un sillón.

—Siéntese, Davidson. Tenemos que hablar. El americano tomó asiento.

—Comparada con las informaciones de sus compañeros —dijo la muchacha —, la de usted es cien veces más interesante y completa que todas las demás. Usted, sin embargo, no parece haber viajado mucho. ¿De dónde sacó estas descripciones del mundo actual?

—En los campos de trabajo de Ganímedes se reúnen hombres y mujeres de todos los puntos de la Tierra. Ninguno de nosotros ha visto grandes cosas por sí. Generalmente, un terrestre no ha salido de su ciudad natal excepto para ser deportado a Venus, la Luna o Ganímedes. Pero si uno es curioso, hace preguntas o escucha lo que hablan los compañeros, puede llegar a saber tanto como si hubiera viajado por todas las ciudades de la Tierra. La inmensa mayoría de los hombres de un campo de forzados son gentes ignorantes, embrutecidas por un trabajo de bestias y que sólo anhelan el caldero de rancho y el breve descanso para dormir. Pero de tarde en tarde se encuentra alguno con personas inteligentes, ansiosas de libertad. Con estas gentes puede soñar uno en una quimérica revolución…, en un asalto a las bases aéreas thorbod para apoderarse de una de sus naves del espacio y huir no se sabe dónde… Todas esas cosas, en suma, que siempre tropiezan con la burla o indiferencia de los demás y nunca llegan a realizarse.

—¿Cómo escapó usted del campo de concentración? —Tenía yo quince años cuando fui deportado a Ganímedes y trabajé diez más en aquel planeta, hasta que un día, aprovechando un corte en el fluido eléctrico, que dejó inutilizadas momentáneamente las cercas, los proyectores eléctricos, los timbres de alarma y los trajes voladores de la guardia, arremetimos contra nuestros capataces, les matamos y nos dimos a la fuga. — ¿Usted y su centenar de amigos solamente? —Éramos más de quinientos los que escapamos, pero nos fraccionamos en varios grupos por considerarlo más seguro. Fue aquel un corte de corriente providencial. En los diez años que llevo en Ganímedes no se había producido jamás, ni los más viejos de aquel campo de trabajo tenían noticias de que hubiera ocurrido nunca cosa semejante. Fue una ocasión excepcional, que sólo muy pocos supimos aprovechar. Había en aquel campo más de diez mil hombres y mujeres que se quedaron indecisos. La guardia acudió rápidamente para contener con sus ametralladoras a la gente que empezaba a buscar la salida. Poco después llegó un autoplaneta que suministró la corriente necesaria para restablecer el orden. Las patrullas thorbod salieron en persecución de nosotros. En mi grupo iban muchas mujeres y niños. No podríamos ir muy lejos con este estorbo y nos refugiamos en una mina abandonada. Más tarde supimos que aquello fue nuestra salvación. Todos los demás grupos fueron alcanzados en pleno páramo y cazados en la oscuridad.

—¿Y luego? ¿Cómo se las compuso para volar aquella emisora?

—No fue muy difícil. Yo pensé que si una avería en la emisora había originado tal confusión, un segundo corte de fluido tendría las mismas consecuencias. Alguien más conseguiría escapar de las minas como escapamos nosotros, pero no era probable que una avería igual se produjera en los próximos cien años. Ahora bien, cuando matamos a nuestros capataces marranos les quitamos cuanto llevaban encima y, entre otras cosas, teníamos un puñado de las pequeñas cápsulas atómicas que se utilizan en las minas para practicar barrenos, algunos metros de hilo de cobre y un viejo reloj despertador. La emisora estaba enterrada profundamente en el subsuelo de Ganímedes, preparada para resistir un violento bombardeo atómico, y tenía varias salidas y respiraderos hasta la superficie. Nos descolgamos por uno de los respiraderos abiertos, depositamos en el fondo las cápsulas atómicas unidas por un dispositivo rudimentario al despertador del viejo reloj… y nos apresuramos en poner pies en polvorosa. El resto ya lo conoce usted.

—Sí. Les vi correr como diablos desde tres mil metros de altura y me acerqué con el propósito de presentarme a ustedes. El Valparaíso me dejó en el aire y se alejó mucho. Mi «back» o traje volador utilizaba la energía eléctrica de la emisora thorbod. Cuando estaba a veinte metros de altura sobre ustedes se produjo la explosión, cortóse la corriente y caí a tierra como un plomo.

—¡Y nosotros la tomamos por una marrana! —exclamó Harold—. Respecto al puñetazo…

—Olvídelo —dijo Amalia sonriendo—. Mi puñetazo en su clásica nariz tampoco fue una caricia.

—¡Cielos, no! —exclamó Harold.

—Estamos en paz. Un golpe más o menos carece de importancia en vísperas de dar y recibir muchos más. La reconquista del Reino del Sol no será cosa fácil.

—No —refunfuñó el yanqui—. Los thorbod están preparados y cuentan con un ejército formidable.

—No es su ejército lo que tememos, señor Davidson. Lo que complica nuestros planes es el hecho de que en la Tierra, aparte de varios miles de millones de hombres grises, viven también varios miles de millones de seres humanos. Es evidente que no podemos destruir a nuestros enemigos sin herir también a nuestros hermanos. Es más, cuando la Bestia Gris se vea acorralada se esconderá tras los pechos terrestres y nos amenazará con destruir los planetas desintegrando sus mares y sus atmósferas, dejándolos convertidos en mundos muertos y arrastrando en su supremo sacrificio a toda la Humanidad.

El yanqui hizo una mueca de duda.

—Si he de ser sincero, no creo que llegue a planteárseles tan grave alternativa. Antes que se les conmine a la rendición tendremos que aniquilar su ejército, y eso…

—¿Sigue desconfiando de nuestra fuerza?

El yanqui no respondió. Amalia pulsó la palanquita del radiovisor que tenía a un lado y ordenó al hombre cuya imagen, a todo color y en relieve, acababa de aparecer en la pantalla:

—Cuando estemos a la vista de Valera haga el favor de conectar este radiovisor con la pantalla del cuarto de derrota —dijo Amalia.

—Estamos ya a la vista de Valera, capitán —repuso el hombre.

—En tal caso puede hacer la conexión ahora mismo.

La imagen del hombre asintió y se borró de la pantalla. En su lugar apareció un rectángulo completamente negro, tachonado de estrellas y en mitad del cual brillaba una resplandeciente luna en cuarto menguante.

—¿Sabe lo que es eso? —preguntó Amalia.

—Puesto que volamos en torno a Saturno, debe ser una de las lunas de ese planeta —repuso Harold mirando a la pantalla.

—Hemos dado ya la vuelta a Saturno —dijo la joven —, pero eso no es ninguna de sus lunas. Es nuestro autoplaneta Valera.

—¡Imposible! —exclamó Harold—. ¡Si es un planetillo auténtico!

—¡Pues claro que es un planeta auténtico! —repuso Amalia echándose a reír—. Es todo un planeta que le hemos robado al mismo Sol que alumbra y mantiene esclavo a Redención.

—¡No puede ser! ¡Usted me está tomando el pelo! —protestó Harold.

—Siempre tan incrédulo —murmuró Amalia—. Bien. Aguarde un poco y se convencerá por sí mismo.

Harold Davidson, asido con fuerza a los brazos del sillón, clavó los ojos en la imagen del planeta. Este crecía velozmente de tamaño, llegando a ocupar toda la pantalla. El acorazado Valparaíso debía estar volando hacia aquel extraño mundo a una velocidad considerable. Pronto la imagen del globo fue tan grande que la pantalla sólo reflejó una parte de él. A medida que la aeronave caía sobre el planeta, la superficie de éste parecía subir y las imágenes cobraban mayor nitidez.

En realidad había muy poco que ver. El mundo que salía al encuentro del yanqui era una simple esfera sin atmósfera, sin mares y sin montañas; un mundo muerto y árido, como existían muchos en el reino del Sol.

Harold, desde luego, no podía creer que nadie fuera capaz de robarle un planeta a un Sol, como quien roba una manzana de un árbol. El mundo que estaba viendo no podía ser otra cosa que una luna de Saturno, pero lo que no comprendía, lo que le irritaba y desasosegaba a la vez, era el empeño de la hermosa Amalia Aznar en hacerle creer que aquello era nada menos que un mundo traído por el género humano desde un remoto sistema planetario solar. ¿Qué objeto tenía esta absurda broma? La chanza, si era chanza, no tenía ninguna gracia ni era propia de una mujer tan seria como Amalia Aznar. Y si no era broma, si aquel planeta era realmente un mundo que los hombres podían llevar de una parte a otra a su antojo, ¿qué prodigio sobrenatural aprestábase a mostrarse ante él? ¿Hasta dónde llegaba la audacia y el poder de aquel pueblo descendiente de hombres y mujeres terrestres?

—No es posible—pensaba el yanqui aferrado al sillón. Y a continuación se preguntaba—: ¿Qué objetivo puede perseguir esta muchacha con una broma tan estúpida?

Volvió los ojos hacia Amalia Aznar. Esta le miraba sonriendo con cierta conmiserativa piedad.

—No pierda de vista la pantalla —aconsejó—. Va a descorrerse el telón. ¡Ojo!

El yanqui hizo una mueca y volvió a mirar a la pantalla, esforzándose por aparentar indiferencia. La superficie del planetillo continuaba subiendo, ahora con menos rapidez. Ante los ojos del yanqui fueron destacándose los escasos relieves del planetillo. Vio una extensión circular de terreno completamente llana, y aquí y allá, esparcidos con regularidad una serie de grandes caparazones de un color gris plomizo.

Eran las primeras muestras de la intervención del hombre sobre aquel mundo, y ellas desterraron del ánimo del joven la suposición de que se trataba de una luna de Saturno. La proa del acorazado debía estar apuntando hacia aquel círculo que se destacaba por su coloración plomiza de la desolada llanura de polvo cósmico. De pronto ocurrió algo que arrancó una exclamación de asombro de los labios de Harold. En el centro del círculo gris acababa de aparecer un agujero que se agrandaba con rapidez.

La nave seguía descendiendo. El negro agujero continuaba ensanchándose hacia los bordes del disco, hasta que llegó a ser tan grande como toda la llanura circular. La aeronave descendió sobre la enorme y oscura sima… La negra pupila abierta en la superficie del planeta creció llenando toda la pantalla hasta que ésta quedó completamente a oscuras. Harold, sorprendiéndose bañado en sudor de pies a cabeza, se volvió a mirar a Amalia.

—Pero… ¿dónde estamos ahora? —balbuceó.

—Dentro de un túnel… una cámara neumática. Mire, ahora se enciende la luz roja. Eso quiere decir que la compuerta exterior acaba de cerrarse a nuestras espaldas.

Harold miró a la pantalla y vio que, en efecto, un difuso resplandor rojo había sustituido a la profunda oscuridad.

—Dentro de un minuto —añadió la joven —, la luz roja será sustituida por la verde. Eso querrá decir que van a abrirnos las segundas compuertas.

—Pero… ¿adonde nos lleva este tubo? —preguntó el yanqui.

—A nuestro mundo particular —repuso Amalia echándose a reír. Este planetillo está hueco, ¿comprende?

¿Si comprendía? Harold Davidson temía estar soñando. Incluso llegó a decirse que todo esto era producto de una absurda pesadilla, de la que iba a despertar de un momento a otro encontrándose en su inmundo refugio de la mina abandonada de Ganímedes.

—¡Atención! —avisó la muchacha—. ¡Se abren las compuertas!

Harold volvióse sobresaltado hacia la pantalla. La vio iluminada por una fluorescencia verde, y de pronto, un pequeño punto de luz apareció en el centro de la pantalla. Aquel punto fue ensanchándose con rapidez, hasta convertirse en un globo de fuego deslumbrador. El yanqui lanzó una exclamación de asombro.

Capítulo IV.
Un mundo dentro de otro mundo

L
a aeronave acababa de irrumpir en un espacio azul lleno de luz. Lejos, en el fondo de aquel espacio, brillaba un sol amarillo que cegaba a la cámara de televisión.

La cosmonave bajó la proa y el sol dejó de deslumbrar a la cámara. Volaban sobre un extraño paisaje. El suelo era muy accidentado, formado de pliegues y pequeñas alturas, pero allá donde se mirara no se veía una sola roca desnuda. Todo aparecía cubierto de un verde oscuro, como de musgo.

A lo lejos y a cierta altura sobre el suelo, se divisaban enormes nubarrones de un color gris oscuro. A veces, como relámpagos, surgían de estas nubes rápidos destellos como de pequeños espejos heridos por el sol. La aeronave se dirigía hacia esta aparatosa tormenta, pero a medida que se acortaban las distancias, Harold Davidson descubrió con asombro que la gris cerrazón estaba formada por miles de enormes aeronaves que flotaban inmóviles en el aire.

Eran unas máquinas extrañas, a las que parecía haberse querido dar intencionadamente cierto estilizado parecido a las grandes ballenas terrestres. El crucero «Valparaíso» pronto estuvo volando por debajo de estas grandes masas grises. Como si realmente se tratara de nubes de tormenta, el sol quedó eclipsado y una impresionante semipenumbra cayó sobre la tierra haciendo aún más oscuro el verde del musgo que parecía cubrirlo todo.

—Son nuestros acorazados siderales —dijo Amalia Aznar—. Los acorazados, los cruceros y los destructores forman círculos concéntricos alrededor de las esclusas de salida al exterior.

—¿Estamos realmente dentro del planeta? ¡Pero esto es inmenso! —exclamó Davidson.

—Ciertamente, Valera tiene unas respetables dimensiones. Exteriormente mide tres mil doscientos kilómetros de diámetro, casi lo mismo que la Luna. Pero lo verdaderamente notable de Valera no está fuera, sino aquí dentro; un hueco de tres mil kilómetros de diámetro y una superficie de veintiocho millones trescientos mil kilómetros cuadrados, ligeramente inferior a la del continente africano.

—¡Es increíble! Ustedes no habrán hecho por sí mismos este planetillo, me figuro.

—Bueno, nosotros solemos decir que «Dios hizo el Universo, y los redentores hicieron a Valera.» Naturalmente, se impone una aclaración…

Valera, uno entre el cortejo de planetas que giraban alrededor del Sol de Redención, era una rareza entre el resto del sistema. Aunque sólo tenía tres mil doscientos kilómetros de diámetro, su masa equivalía a la del planeta Tierra. Este hecho vino a llamar la atención del profesor Valera, eminente astrónomo de la colonia de Redención, quien dedujo que la densidad de la materia de que estaba hecho el planetillo era veinte mil veces mayor que la del agua. Una materia tan densa sólo podía ser el mineral conocido por «dedona». Este metal era el mismo del cual estaba hecho el casco del fabuloso autoplaneta Rayo. La más notable de sus cualidades era que, inducida eléctricamente, creaba un campo magnético de fuerza de signo contrario al de la Tierra, comportándose en conjunto como la antimateria.

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