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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

Salida hacia La Tierra (8 page)

—¡No puedo creerlo…! ¡No puedo creerlo…! —murmuraba Harold devorando con los ojos aquellas sorprendentes imágenes.

El Valparaíso sobrevoló una extensión de terreno completamente lisa y se inmovilizó a la vista de un edificio. Empezó a descender con suavidad. Lo último que vio Harold en la pantalla fueron unos cuantos automóviles azules que venían hacia el acorazado. Luego, la pantalla quedó a oscuras un segundo y dio paso a la imagen del mismo operador que hiciera la conexión.

—Terminado, capitán —anunció—. Nos disponemos a aterrizar. Si no desea alguna cosa más, corto.

—Gracias. Puede cortar.

La imagen se desvaneció y Amalia se puso en pie.

—¿Qué tal? —Preguntó con la burla danzándole en las negras pupilas —, ¿Qué me dice ahora?

Harold parpadeó cual si saliera de un sueño.

—Esa ciudad… esas aeronaves… el mismo planetillo —balbuceó—. ¿Existen realmente o forman parte de los trucos de una película fantástica?

—¡Toma! ¿Creerá usted que son pintados? —rió la joven. Y como Harold hiciera una mueca de duda, añadió—: Venga usted conmigo.

Cuando salían del despacho, el zumbador del radiovisor obligó a la muchacha a volver a entrar. Harold esperó en el pasillo, viendo andar arriba y abajo a gran número de aviadores que habían cambiado sus sencillos monos azules por otros trajes más vistosos; calzones negros ceñidos con la costura roja, altas botas de cuero rojo, una blusa verde, muy holgada, y unos cascos bruñidos rematados por una especie de cepillo también colorado. A juzgar por su animación, estaban francos de servicio y disponíanse a desembarcar.

Amalia salió del despacho, asió al yanqui de un brazo y le obligó a andar.

—Tengo una buena noticia para usted —dijo mientras devanaban el laberinto de corredores—. El acorazado Acapulco, de la Décima Flota, ha rescatado más de medio millar de fugitivos de los campos de trabajo de Ganímedes. Al parecer huyeron aprovechando el corte de la corriente provocado por usted. Un crucero de la Tercera flota recogió también algunos forzados en la zona de transición… Todos ellos vienen hacia Valera y he recibido orden de llevarles a ustedes a Ciudad Arcángel.

Habían llegado a una amplia cubierta inferior, a uno de cuyos lados abríase una puerta por la que entraba la brillante luminosidad del día. Esta vez sí que no podía dudar el yanqui de cuanto veía por la puerta abierta. Al pie de la escalerilla de cristal estaban los automóviles azules que viera por televisión.

Empujado por un grupo de tripulantes que desembarcaban, Harold descendió torpemente la escalerilla y pisó tierra firme. El suelo no era de tierra en realidad, sino de una materia dura, lisa, maciza y de color plomo. En torno al yanqui, los aviadores del Valparaíso movíanse como una bandada de exóticos pájaros, asaltando alegremente los grandes autocares azules que se tragaban como monstruos insaciables a esta inquieta juventud.

Harold volvióse para mirar al torrente de calzones negros y blusas verdes que descendían por la escalera. Entonces vio por primera vez al navío que le trajo desde Ganímedes. Ante aquella maciza mole sintióse de una pequeñez e insignificancia abrumadora. El Valparaíso era una más de aquella especie de ballenas metálicas y estriadas vistas desde el aire. Tendría, desde luego, medio kilómetro bien cumplido de eslora y era tan alto como un edificio de 20 pisos. Por la escalerilla, confundidos con la tripulación, bajaban sus compañeros de fatigas, mirando en derredor con ojos dilatados de asombro.

Amalia Aznar reapareció a su lado sonriendo.

—¿Y ahora? —preguntó—. ¿Todavía desconfía de lo que ven sus ojos pecadores?

—Estoy… abrumado —confesó el yanqui—. ¡Esto es maravilloso!

La joven se echó a reír. Llevó al confundido grupo de terrestres hasta un gran autocar y les invitó a subir—.

Cuando hombres, mujeres y niños estuvieron acomodados en las filas de cómodos sillones, Amalia hizo una señal al yanqui para que le siguiera y subió a su vez yendo a tomar asiento junto al conductor femenino del automóvil. Harold sentóse junto a la muchacha y la conductora puso la máquina en marcha.

El autocar adquirió pronto gran velocidad lanzándose sobre la tersa superficie del aeródromo en dirección al edificio central de la base. Dos autocares semejantes, atestados de aviadores, les precedían volando más que corriendo sobre la lisa llanura. El automóvil pasó junto a los edificios, los dejó atrás y siguió adelante. De nuevo sorprendió a Harold el amplio panorama que alcanzaba a ver, y preguntó a la joven sobre sus causas.

—Estamos en el interior hueco del planetillo que vimos por televisión —explicó Amalia—. Así como en la superficie exterior del planeta el campo visual está limitado por la curvatura del horizonte, aquí ocurre todo lo contrario. La superficie interior de Valera es cóncava.

Prácticamente, el ojo situado sobre cualquier punto de la superficie interior puede ver todo el resto del planeta. Con un telescopio apuntando hacia arriba, usted podría ver, aparentemente cabeza abajo, las ciudades situadas en los antípodas. Esta es la razón de que el horizonte se levante en vez de hundirse en la lejanía, como ocurre sobre todas las superficies curvas.

La carretera saltaba algunos ríos de cristalinas aguas sobre magníficos puentes de acero, y serpenteaban por entre colinas pobladas de bosques. De vez en cuando, las tranquilas aguas de un lago espejeaban al sol hiriendo las atónitas pupilas de los proscritos. Los árboles contiguos a la autopista desfilaban como una valla de apretados postes. El bólido azul zumbaba por la amplia pista.

Pero nadie conducía al bólido; al menos, ningún piloto humano. La conductora femenina habíase cruzado de brazos mientras el radar, manteniendo el coche entre las dos cercas metálicas que bordeaban la autopista, lo conducía con impresionante seguridad a lo largo de kilómetros y kilómetros de limpia y pulida carretera. Para distraer su ocio, la conductora puso en marcha el aparato de televisión. En la pantalla aparecía un gigantesco estadio donde se jugaba un reñido partido de fútbol.

—Estamos jugando la final de la Liga entre los veinte equipos de las veinte Flotas aéreas de Valera —explicó Amalia ante la mirada de curiosidad de Harold—. Ciertamente, el pueblo redentor no vive solamente para el odio y la guerra.

En el horizonte centelleaba al sol Ciudad Arcángel.

Capítulo V.
Planes de invasión

T
ranscurrieron quince días en la medida del tiempo terrestre antes que Harold Davidson volviera a ver a Amalia Aznar, Luego que ésta le dejó alojado con sus compañeros en una hermosa quinta de las afueras de Ciudad Arcángel, se desvaneció como una sombra absorbida por los 80 millones de habitantes de aquel mundo fantástico.

Contra lo que el yanqui creyera en un principio y el esclarecido apellido de la joven le hiciera suponer, la identidad de Amalia Aznar era completamente desconocida para la inmensa mayoría de los tripulantes del gigantesco autoplaneta. Esto era fácil de comprender si se tenía en cuenta que pasaban de 300.000 los descendientes de Fidel Aznar y que por lo menos dos terceras partes de esta multitud de Aznares se contaban entre los altos jefes, almirantes, oficiales y simples pilotos de las Fuerzas Aéreas Redentoras que tenían por base a Valera.

Ejemplos de familias tan numerosas se repetían con prodigalidad anonadadora tanto en Valera como en el remoto planeta Redención, donde habíanse quedado cerca de dos mil millones de almas que hablaban el español y descendían de los 6.500 exilados de la Tierra llegados a aquella galaxia para continuar en su lejanía la brillante civilización que tenía por cuna el Reino del Sol. Así como había una numerosa familia apellidada Balmer, donde todos o casi todos sus individuos eran expertos electricistas; una familia apellidada Valera, que contaba con grandes y afamados astrónomos, y otra llamada Ferrer, de la que habían salido los más ilustres ingenieros mecánicos; la familia Aznar se distinguía por su estirpe castrense y la consideraban sin discusión como la flor y nata de la Flota Sideral Redentora.

Los miembros de la familia Aznar, que se titulaban a sí mismos «La Tribu» y tenían su propio emblema nobiliario (un rayo cruzando una flecha), eran cosmonautas. Como el autoplaneta Valera cumplía en la actualidad una misión esencialmente guerrera y casi la totalidad de sus tripulantes eran soldados, «La Tribu» en peso pululaba por los inmensos corredores y despachos del majestuoso Ministerio de la Guerra, dirigía maniobras en los vastos campos de la instrucción o estaba presente, bien fuera como oficial o soldado raso, en muchas de las poderosas unidades de la Flota Aérea.

Buscar una Amalia Aznar entre esta muchedumbre de Aznares, sobradamente numerosos para agotar y repetir varias veces todos los nombres del santoral, venía a ser como tratar de dar con una aguja en un pajar. Ciertamente, podría darse con la muchacha sabiendo su cifra —especie de matrícula con letras y números que cada redentor llevaba añadida a su nombre cristiano para evitar lamentables confusiones —, pero Harold Davidson ignoraba la «matrícula» de su hermosa salvadora y, por otra parte, tampoco existía ninguna causa que justificara esta búsqueda. Harold recordaba, con cierto sentimiento de nostalgia, las luminosas pupilas de la hermosa descendiente de Miguel Ángel, y sin embargo prefería vivir lejos del peso de aquella mirada. La arrolladora personalidad de Amalia Aznar le abrumaba. Junto a ella, ¿qué era él sino un tosco, brutal e ignorante retoño de una raza en plena decadencia?

Los primeros días de estancia en Valera fueron pródigos en toda especie de gratas novedades y emocionantes experiencias. Todo cuanto los esclavos soñaban en torno a las tristes fogatas de los campos de forzados palpitaba hecho realidad en torno a los rescatados de Ganímedes. Se les trataba a cuerpo de rey, rodeándoles de toda clase de comodidades. Los médicos y enfermeras que regentaban la quinta (una casa de reposo en realidad), se desvivía por atender a sus menores caprichos, siendo evidente la satisfacción y el orgullo que sentían a cada una de las exclamaciones de sorpresa de los aturdidos proscritos.

A cambio de esta vida regalada, los proscritos tuvieron que soportar algunas ligeras molestias. El pueblo redentor estaba ansioso de saber cómo se vivía en la Tierra bajo el dominio de la Bestia Gris. Harold Davidson y algunos de sus compañeros más despiertos tuvieron que contestar a una serie de interminables preguntas ante la cámara de una estación televisora. El relato de las desventuras de la Humanidad cautiva conmovieron de una manera extraordinaria a los tripulantes del fantástico autoplaneta a la vez que excitaron la sed de revancha y el odio mortal que estos descendientes de españoles sentían contra la Bestia.

Abrumados por la simpatía, la piedad y la curiosidad de los redentores, los terrestres acabaron por sentir en sus excitados nervios la repercusión de tantas emociones. Todo era demasiado grande, demasiado maravilloso y excesivamente bello para aquellos desgraciados nacidos y educados bajo el látigo thorbod. Por prescripción facultativa se suspendieron temporalmente las excursiones por el campo, las instalaciones militares del autoplaneta y las ciudades que tanto impresionaran a los proscritos. Durante tres días, Harold Davidson permaneció echado indolentemente en un sillón extensible de la terraza bajo un toldo festoneado de discretos colores, con la mirada perdida en la verde superficie de un tranquilo y encantador lago. El reposo le permitió ordenar sus pensamientos, y la sosegada meditación vertió en su excitado espíritu la paz de que tan necesitado se hallaba.

Fue en el tercer día de reposo cuando reapareció inopinadamente Amalia Aznar. La joven cruzó rápidamente la terraza y fue a detenerse ante el yanqui. Vestía un uniforme azul celeste compuesto de pantalones masculinos de montar muy ajustados a las rodillas, chaquetilla corta y ceñida, y altas y relucientes botas de cuero gris. Llevaba la cabeza cubierta por una gorra blanca con visera charolada, barbuquejo de oro y la insignia de las Fuerzas Aéreas Redentoras. Del cinto de cuero gris le colgaban, balanceándose al extremo de una cadena de oro macizo, una espada corta y sin ninguna utilidad práctica. Sobre los hombros descansaban unas chapas de acero con las estrellas de capitán, y en el brazo derecho ostentaba la insignia particular de «La Tribu»; un círculo azul celeste con un rayo y una flecha cruzados.

—¿Cómo se encuentra usted? —preguntó la muchacha estrechando la ruda mano del terrestre.

—Bien… bien… gracias —balbuceó Harold, todavía asombrado de la aparición.

Amalia Aznar arrastró un sillón y se dejó caer en él exhalando un suspiro de alivio.

—Maravillosa paz —observó paseando la mirada de sus incomparables pupilas negras sobre la tersa superficie del lago—. Confiemos en que esto termine pronto y todos podamos gozar de ella.

—¿Al decir «esto» se refiere a la supuesta invasión de la Tierra? —interrogó Harold.

Amalia volvió sus grandes ojos hacia el yanqui y lanzó sobre éste una mirada de profundo asombro.

—¿A qué si no me había de referir? —Preguntó con extrañeza; como Harold hiciera una mueca ambigua, añadió—: ¿Qué le hizo suponer que abandonaríamos nuestros propósitos después de haber viajado durante treinta años a través del espacio para volver al Reino del Sol?

—¡Psé! —bufó Harold alzando los hombros—. Las cosas indudablemente no andan por esta galaxia como ustedes esperaban. La Bestia, lejos de dormirse sobre sus laureles, ha continuado trabajando con ardor para acrecentar y conservar en forma un ejército. No es un enemigo inerme ni desapercibido el que va a combatir, y eso, naturalmente, debe percutir en los planes de invasión del ejército redentor. ¿Me equivoco?

—Desde luego que se equivoca —dijo Amalia sonriente—. Nunca confiarnos en encontrar a nuestro regreso a una raza de hombres grises decadente y corrompida al estilo de los grandes pueblos que, después de haberse desembarazado de sus más grandes enemigos, se entregaron al vicio y a la molicie. Eso no cuenta con los thorbod. Estábamos seguros de encontrar una Bestia robustecida tras dos milenios de paz y prosperidad y concebimos la futura invasión de la Tierra en los términos y circunstancias más difíciles que se pudieran producir. Nada de cuanto ocurra nos pillará de sorpresa, esté usted seguro.

—Eso es muy fácil de decir —rezongó Harold—. «Esté usted tranquilo», Lo estaría si supiera dónde apoyan ustedes su ciega confianza en la victoria.

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