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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

Salida hacia La Tierra (9 page)

He recorrido una buena parte de este planetillo en los últimos días y he visto cosas realmente admirables, pero nada nuevo o extraordinario que anuncie el triunfo de este ejército sobre el ejército thorbod.

—No es en nuestros arsenales donde debe buscar usted el arma secreta que nos dará la victoria —repuso la muchacha sonriendo con aquella ecuanimidad que tenía el poder de exasperar al yanqui—. El triunfo de un ejército sobre otro se debe, en la mayoría de los casos, a pequeñas diferencias. En el siglo pasado, los thorbod hicieron pedazos a las fuerzas aliadas de la Tierra y Venus porque sus proyectores de rayos Zeta tenían un alcance ligeramente superior al nuestro, que les permitió barrer del cielo los aparatos aliados cuando los suyos todavía estaban fuera del radio de acción de los terrestres. Es una desgracia que los informes de ustedes no puedan darnos una idea del alcance actual de los rayos desintegrantes de los thorbod, pero estamos seguros que los nuestros les llevan mucha ventaja.

—¡Ah! —exclamó Harold—. ¿De manera que todas sus esperanzas se apoyan en la confianza de que sus proyectores de Rayos Zeta tienen un alcance superior a los thorbod? ¿Y si estuvieran equivocados y los hombres grises los hubieran aventajado en sus progresos manteniendo la diferencia de alcance que les dio el triunfo según usted?

—No esperamos que suceda así —dijo Amalia—. Pero aunque los hombres grises nos igualaran o aventajaran, sería lo mismo. No es solamente en ese aspecto en que somos superiores. Sus Rayos Zeta, aunque fueran doble poderosos que los nuestros, resultarían impotentes contra nuestras corazas de dedona. Y por muchos progresos que lleve hechos la técnica thorbod nos cabe la absoluta certeza de que no ha podido alcanzar ni remotamente el grado de densidad de la dedona que forma la masa de Valera.

—¡Ah! —volvió a exclamar Harold, pero esta vez en un tono que implicaba cierto alivio—. Esa ya puede ser una ventaja de consideración si está segura de lo que dice.

—Lo estoy —afirmó Amalia. Y como adivinando el temor que todavía alentaba en la profundidad de los ojos del yanqui, añadió—: No se preocupe por nuestra evidente inferioridad numérica señor Davidson. Grandes soldados, estrategas y sabios, se han ocupado antes que nosotros por estos problemas, y ellos saben sin duda mejor que nosotros lo que llevan entre manos. Nuestros planes de invasión no sólo han seguido adelante durante varios días, sino que ya están casi completamente terminados. De ello he venido a hablarle.

—¿A mí? —exclamó Harold estupefacto—. ¿Por qué? ¿Qué tengo yo que ver en sus planes de invasión? No soy soldado.

—Todos somos soldados —le interrumpió la joven gravemente—. Usted, sus amigos, yo y los cuatro mil millones de almas que gimen en la Tierra bajo el látigo de los thorbod… todos somos piezas de la máquina de guerra que triturará entre sus engranajes a la Abominable Bestia Gris. Nadie, ni un hombre, ni una mujer, ni un niño, pueden sentirse ajenos a la cuestión que se dirime en esta galaxia. Somos peones de una misma cruzada universal contra el enemigo de nuestra raza y de nuestra civilización. Hemos de luchar todos, y usted luchará también.

—Sí… sí, claro que lucharé —balbuceó Harold enrojeciendo—. No he querido decir que me considera dispensado de participar en la guerra, sino que ignoro por completo los propósitos de ustedes y qué forma podría serles útil mi aportación personal. Jamás disparé un fusil atómico ni tengo la menor idea de cómo se pilota un avión. Lo único que hice toda mi vida fue manejar pico y pala, y empujar vagonetas en las minas de la Bestia… Esto es lo que quería decir. Soy un bruto ignorante, espero si alguien se molesta en enseñarme lo que pueda aprender… ¿Cómo no? ¡Seré un soldado más dispuesto a morir si es preciso con tal de barrer de esta galaxia esa Peste Gris!

—Será un soldado más —aseguró Amalia sonriendo—. Pero no un combatiente vulgar. Enseñarle a pilotar un crucero sería una tarea larga e inútil. No son buenos experimentados pilotos lo que nos faltan, sino agentes secretos.

—¿Quiere decir que van a hacerme espía? —preguntó Harold intranquilo.

—Poco más o menos. Ya sabe que nuestra mayor preocupación la constituyen esos cuatro mil millones de seres humanos que viven en la Tierra junto con los thorbod. Es imposible atacar ese planeta sin causar daño a nuestros propios hermanos de raza y, por otra parte, esa muchedumbre humana puede ser la llave que abra las puertas de la fortaleza thorbod desde dentro. ¿No cree?

—No sé si comprendo lo que me está queriendo decir —murmuró Harold avergonzado de su poca brillante intuición.

—Pues es bien sencillo. La Tierra está dominada por la Bestia Gris, pero allí viven también cuatro mil millones de seres humanos; cuatro mil millones de almas que rebosan odio mortal contra el thorbod y sólo aguardan cuatro mil millones de oportunidades para llevar a cabo cuatro mil millones de venganzas sangrientas…

Harold Davidson hizo una mueca desdeñosa.

—¿Qué tiene usted que oponer a esto? —preguntó Amalia alzando una ceja.

—Nada —murmuró Harold—. Lamento que haya de ser así, pero prefiero confesar que no opino lo mismo que ustedes. La Humanidad terrestre ha perdido la esperanza y se enfrenta con su triste destino sin fuerzas para torcerlo ni combatirlo.

—Eso cree usted. Nosotros estamos seguros de lo contrario y consideramos a la Humanidad cautiva como un Ejército en potencia; un ejército que nos iguala o supera en ardor combativo y que sólo necesita una palabra de aliento, un puñado de jefes y unos millares de ametralladoras para salir de su aparente indiferencia y saltar al cuello de los hombres grises. En nuestro programa de invasión, ese ejército cautivo es un tanto definitivo a nuestro favor y estamos decididos a jugarlo. Para resumir; usted y los compañeros rescatados en Ganímedes serán los caudillos del ejército rebelde. Antes de consultarle a usted lo he puesto en la cabeza de la lista de hombres y mujeres que volverán a la Tierra de incógnito para desarrollar las acciones subversivas preliminares. Tal vez hice mal. Tal vez esté equivocada y no quiera usted luchar… Si es así, no tiene más que decirlo.

Amalia Aznar se puso en pie, irguió su gallarda figura y miró ceñuda al yanqui.

—Temo que haya vuelto a interpretar mal mis palabras —murmuró Harold poniéndose también en pie y enrojeciendo hasta la raíz de sus rubios cabellos—. Ya le dije una vez que, en ocasiones, muy de tarde en tarde, se tropieza uno en las minas thorbod con hombres donde todavía alienta una llama de rebeldía. Le narré cómo esos hombres sueñan en actos sediciosos imposibles y me incluí entre ellos. Le dije antes que lucharía como un soldado más. ¿Por qué me obliga a repetírselo? Soy un estúpido ignorante y mis opiniones, aparte de que no valen nada, no alteran los planes de invasión de ustedes. ¿Quieren que vuelva a la Tierra para armar revoluciones y organizar sabotajes? ¡De acuerdo, podemos empezar cuando usted diga… ahora mismo si quiere!

Amalia Aznar continuó mirando al yanqui con el ceño fruncido.

—¿Lo dice de corazón? —preguntó—. ¿De verdad no le importaría arriesgar la libertad que acaba de recuperar?

—¡Naturalmente que me importa! —gruñó Harold—. Por nada del mundo volvería a una mina thorbod…

Harold Davidson volvió los ojos hacia el lago y contempló soñadoramente las verdes y tranquilas aguas, el cielo azul y luminoso, la masa verde y exuberante de los bosques y la cercana urbe de cristal que chisporroteaba bajo un sol eufórico y luminoso. Amalia Aznar plegó sus rojos labios en una mueca de desdén y echó a andar diciendo:

—Está bien. Volveré mañana por su respuesta.

—¡Eh… alto! —gritó Harold dándole alcance y asiéndola por un brazo—. ¿Dónde va con tanta prisa?

—Voy a charlar con sus compañeros para proponerles la misma aventura mientras usted se decide por una cosa u otra.

—Por tercera vez me confunde, señoría Aznar —dijo el yanqui resentido en la voz y la mirada—. No estaba sopesando los pros y los contras de su invitación, sino meditando sobre lo maravilloso que es disponer de uno a su antojo… poder decir «sí» o «no»… ser dueño de sí mismo… libre de decidir su propia suerte… Nada hay en el mundo tan hermoso como la libertad. Eso lo sabemos bien los hombres que hemos nacido de esclavos y hemos continuado esclavos sin esperanzas de redención. ¿Cómo puede dudar de mí? Si yo tuviera el poder de desdoblarme en mil hombres y contar con mil vidas, las dedicaría todas al logro de esta dicha para toda la Humanidad. Es una causa digna de luchar por ella, y yo lucharé con todas mis fuerzas cuando usted diga, como ustedes lo hayan decidido y en cualquier punto del Universo… incluida la Tierra.

En la hermosa faz de Amalia Aznar resplandeció una sonrisa de gozo. Sus negras y chispeantes pupilas se clavaron como dardos en las de Harold mientras su mano, larga, blanca y fina, estrechaban con fuerza la ruda y áspera del terrestre.

—¡Bravo, señor Davidson! —exclamó—. ¡Ya sabía yo que podía contar con usted!

Capítulo VI.
Salida hacia la Tierra

T
erminado el período de instrucción, los terrestres fueron llevados a la Base de la Tercera Flota. Aquí, Harold entró por primera vez en los pormenores de la estratagema de que se valdrían los redentores para llevar a los 350 proscritos y a otros 500 agentes secretos redentores a la superficie de la Tierra.

Seguros de que las patrullas thorbod descubrirían cualquier escuadra que rebasara la órbita de Júpiter, los jefes redentores decidieron introducir al propio Valera dentro de las fronteras de la Bestia haciendo creer a ésta que se trataba de un planeta vagabundo que iba a cruzar la órbita terrestre.

La súbita intrusión de un nuevo planeta en el Reino del Sol, daría origen a una serie de perturbaciones que afectarían en gran manera a la patria de la Humanidad.

Como en la célebre batalla de Gabaón, el Sol se inmovilizaría sobre un hemisferio de la Tierra, mientras que en el hemisferio opuesto se alargaría la noche en algunas horas. Grandes mareas hincharían los océanos inundando las tierras bajas. Las ciudades terrestres no correrían ningún peligro aunque quedaran sepultadas bajo las aguas. Cerradas herméticamente, las populosas urbes respirarían del oxígeno de sus grandes depósitos y se alimentarían de las reservas de sus almacenes esperando pacientemente que volvieran a bajar las aguas.

El daño sería mucho mayor en las ciudades e instalaciones fabriles desparramadas por el antiguo lecho del mar Mediterráneo. Las aguas del océano Atlántico brincarían sobre el gigantesco dique de contención del estrecho de Gibraltar y el mar Mediterráneo recuperaría el espacio que la codicia del hombre le arrebatara siglos atrás. Las populosas urbes del lecho del Mediterráneo quedarían sepultadas bajo las aguas sin esperanza de salvación. La humanidad y la naturaleza hubieron de unir sus esfuerzos durante un siglo para sacar el agua de aquel charco; una con poderosas bombas, la otra con su lenta e impecable evaporación. Si la Bestia Gris tuviera que salvar aquellas ciudades por el procedimiento de volver a sacar el agua del Mediterráneo, necesitaría otro siglo cuanto menos.

La evacuación de aquellas urbes ocuparía a millones de hombres grises y a toda la flota aérea thorbod de grandes y pequeños autoplanetas. La Bestia, con la avaricia que le era peculiar, trataría de salvar el mayor número posible de sus preciosas fábricas. No era probable que salvara también a los desgraciados esclavos terrestres que vivían en el lecho del Mediterráneo. A lo sumo les dejarían en libertad de buscar la salvación por sus propios medios en los puntos más altos de la depresión o en las montañas de los países que en breve volverían a ser bañados por el revivido mar.

Otros fenómenos alterarían la tranquilidad de la Bestia. Las comunicaciones por radio quedarían interrumpidas, el radar enloquecería, las brújulas señalarían direcciones disparatadas y descendería notablemente la tensión de la energía eléctrica emitida por las estaciones emisoras thorbod.

Estas interferencias serían producidas por el autoplaneta. Valera, devorando millones de kilómetros con la velocidad de un auténtico bólido, se acercaría a la Tierra. Una densa capa de vapores le envolvería enmascarando sus defensas de superficie a la tensa inspección de millares de potentes telescopios situados en la Tierra. Los hombres grises no le quitarían ojo de encima, siguiéndole con sus instrumentos ópticos a lo largo de un buen trecho de su excéntrica órbita.

Cuando Valera llegara a las proximidades de la Tierra, un millar de cruceros siderales abandonarían las tibias entrañas del planetillo para lanzarse al espacio. Saldrían por el hemisferio opuesto a la cara del globo vuelta hacia la Tierra y se alejarían rápidamente en dirección contraria a su verdadero objetivo. Se contaba con que los telescopios thorbod, absortos en la contemplación del extraño planetillo, no caerían en la cuenta de que «algo» se desprendía de Valera para adentrarse en el espacio, y regresar hacia ésta por el hemisferio occidental, donde reinaría la noche.

La flotilla de cruceros se aproximaría a la Tierra volando dentro del cono de sombra que ésta proyectaba en el espacio. Los detectores ópticos no podrían ver los aparatos redentores en la oscuridad. Únicamente el radar sería capaz de descubrirles; pero el radar thorbod estaría neutralizado por las antenas absorbentes de la Flota. Los ecos del radar no regresarían a los receptores de la Bestia para dar cuenta de lo que habían encontrado en el espacio, y en esta inmunidad transitoria, un millar de aeronaves en forma de esturión ganaría la atmósfera terrestre y se zambullirían en el océano Atlántico y el océano Pacífico para ir a posarse en el fondo submarino. De allí, navegando bajo las aguas, los cruceros redentores partirían hacia las costas donde, en la complicidad de la noche, serían desembarcados los agentes secretos.

La espera duró 60 días. Durante este tiempo, todos los que iban a tomar parte en la expedición, permanecieron en la base de la Tercera Flota con orden de no alejarse de ella. Las estaciones de televisión del autoplaneta, después de informar ampliamente del plan de invasión, daban cuenta de lo que iba pasando de hora en hora.

El autoplaneta volaba ya a través del espacio por una órbita calculada al milímetro y medida en fracciones de segundo. Todo se desarrollaba según lo previsto. «Nos encontramos a tantos millones de kilómetros de la Tierra» —decía el boletín de noticias. Aunque imaginara este momento lleno de inquietudes y nerviosismos, Harold se encontraba completamente sereno cuando los altavoces le llamaron para que fuera a ocupar su puesto. Un autocar le llevó con un grupo de agentes secretos redentores hasta el crucero Tampico.

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