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Authors: Francesc Montaner

Tags: #Intriga, #Policíaco

Seis aciertos y un cadáver (10 page)

Sonó otro móvil. Era el de Cavaleiro.

—¿Alguna veinteañera con el corazón roto, Charly? —preguntó Machado.

Tras una breve conversación en la que Cavaleiro asintió a todo lo que le dijeron, colgó el móvil y se dirigió a mí:

—Buenas noticias, Prats: Alitalia ha localizado su maleta. Está en Singapur. La enviarán a Río de Janeiro y nos avisarán en cuanto llegue.

—¿Y dónde están las buenas noticias en eso? —pregunté.

Tras no más de tres segundos de silencio, Machado dejó de contenerse y rompió a reír. El negro les contagió la risa a Bastos, Charly y Hortensia. Yo fui el último en reír, y mi risa era forzada. O no tenía el mismo sentido del humor que ellos o el
jet lag
hacía estragos en mí y yo sin enterarme.

—Estamos en un edificio lleno de gente asesinada, Prats —me dijo Machado mientras se secaba las lágrimas provocadas por la risa—. Lo que en el aeropuerto le habrá parecido una tragedia, comparado con esto de aquí —señaló a Solsona— no llega ni a la categoría de anécdota.

—Visto así… —dije.

—Me parece que este fiambre ya no tiene nada más que contarnos —dijo Bastos—. ¿Qué os parece si lo guardamos de nuevo en la nevera y nos tomamos una copa? Invito yo.

Me llevaron al bar de César Ferreira, que abría todos los días del año. Nos sentamos en la barra, formando un semicírculo con los taburetes. Lo que me apetecía era un café, pero todos se arrancaron por el whisky con hielo y yo no iba a ser menos. Departí con la doctora Alegría, que me contó que algunos años atrás había estado en la Universidad de Barcelona no recuerdo bien por qué. César Ferreira comentaba el partido del Flamengo con el Doctor Machado mientras en la conversación de al lado Lucas Bastos le preguntaba a su amigo y compañero Charly Cavaleiro sobre la detective de Narcóticos que siguió durmiendo en su cama mientras él se levantaba maldiciendo el encargo de irme a buscar al aeropuerto un sábado por la mañana. El móvil de Bastos vibró sobre la barra. Miró extrañado la pantalla: no conocía el número desde el que le llamaban. Se apartó unos metros del grupo para oír mejor a su interlocutor. Consultó su reloj durante la breve conversación mantenida. Luego colgó y no volvió a tomar asiento.

—Charly, nos tenemos que ir —dijo Bastos—. Es Fernando Linda: Cristina Vidal quiere hablar con nosotros.

Me explicó de quién se trataba y me propuso que les acompañara. Bastos creyó que mi presencia en el interrogatorio podría ser de ayuda si la que decía ser novia de Solsona mencionaba algún aspecto de la vida de este en Barcelona. Lógicamente, acepté acompañarles.

Circulábamos con el coche de Charly por una zona residencial donde se levantaban mansiones y chalés al alcance de muy pocos bolsillos en el mundo. Bastos me puso al día sobre el primer contacto con Cristina Vidal, la niña bien que había identificado el cadáver de Álex Solsona.

—Aquel día estaba destrozada. Se desmayó —me contó Bastos—. Quien hablaba por ella era el pedante de su abogado, Linda, a quien ahora va a conocer.

—Será un placer —dije.

—No será ningún placer, Prats —repuso Bastos—. Es un imbécil integral.

Antes de que se abriera la gran verja de hierro, apareció al otro lado de esta un utilitario negro del que salieron cuatro vigilantes de uniforme armados con rifles. Su uniforme consistía en un polo negro de manga corta bajo chaleco antibalas, pantalones negros y botas militares. Eran muy corpulentos. Esos tíos habían dejado de servir al ejército, donde ostentaban el rango de soldados de élite, para ponerse al servicio de una de las fortunas más grandes del país. Dos de ellos se acercaron al coche con sus rifles apuntando a Bastos y a Charly. Detrás del coche se había colocado otro, que a saber de dónde había salido. Tenía mi nuca en su punto de mira. Otro vigilante se acercó a la ventanilla del conductor. Charly le explicó quiénes éramos y a qué veníamos.

—Pasad y dejad el coche al lado del nuestro.

Charly, siendo apuntado en todo momento, siguió las instrucciones. Puso la primera y avanzó lentamente hasta detener el vehículo junto al utilitario negro de los vigilantes. Detrás del coche caminaba el vigilante que no dejaba de apuntarme. La verja se cerró detrás de él. Nos hicieron salir del coche y poner las manos sobre el capó. Nos cachearon sin dejar de apuntarnos ni un solo segundo. Era la primera vez en mi vida que alguien me encañonaba tras catorce años de carrera en la policía. A Bastos le sacaron el arma. A Charly Cavaleiro también. Charly, legalmente, no podía llevar arma, pero si vives en Río una pistolita nunca está de más. El cacheo incluyó un par de palmeos en la bolsa de los huevos. Eran minuciosos los muy maricones.

—Dame la mochila —me ordenó un vigilante.

Me giré hacia él y hasta cuatro cañones viraron hacia mí. Le entregué la mochila y me pidió que volviera a girarme y a poner las manos en el capó.

—No voy armado —repliqué.

—No te lo repetiré —dijo, señalándome a la cara con el dedo.

Dada la hostilidad de tan desmesurado recibimiento, hice gala de buen criterio y puse de nuevo las manos sobre el capó, entre las de mis dos colegas brasileños.

—Es mejor no cabrearles, Prats —me susurró Bastos—. Aquí nos pueden coser a tiros y ni siquiera se abre una investigación. Los dueños del país son los millonarios, no el gobierno.

Después de que el que parecía que estaba al mando realizara una llamada a la casa, se nos permitió sacar las manos del capó y darnos la vuelta. Me devolvieron mi mochila y la abrí para comprobar que no faltara nada. Estaba todo.

—No se espera a ningún policía español —dijo el jefe de los vigilantes.

—Colaboramos con la policía de Barcelona —informó Bastos.

El coche de Charly y las dos pistolas se quedaban allí. Nosotros subimos en un coche eléctrico de esos que se usan en los campos de golf, un coche que circuló entre las altas palmeras de aquel frondoso y extenso jardín sin hacer más ruido del que haría una avispa. Al volante iba un vigilante con un revólver en la pistolera. Seguía a otro coche con otros vigilantes armados con rifles que no perdían de vista cuanto pasara en nuestro coche, al que a su vez seguía otro coche con más vigilantes armados. Les debían de pagar mucho, porque su esmero era máximo.

—Me pregunto si vale la pena tener tanto dinero si el impuesto que pagas por ello es vivir con el miedo permanente de que alguien pueda venir a tu casa a matarte.

Bastos soltó esa reflexión esbozando una mueca de asco, sentimiento que suelen despertar los millonarios ostentosos.

Desempolvando el encanto

Pocas horas antes de ser asesinado, Álex Solsona cumplió con el españolísimo ritual de la siesta en el sofá de su apartamento de alto
standing
. Consultó la hora en su móvil; se hacía tarde. Salió de una ducha revitalizadora y caminó con los pies mojados sobre la moqueta azul hasta el armario de puertas de cristal. Sus manos fueron pasando distintos trajes hasta que eligió el Armani marrón, recién salido de la tintorería. Ideal para salir a cenar con los amigos de Cristina. E ideal para morir.

Sin sacarle siquiera la funda de plástico transparente, dejó el traje sobre la cama y cogió el móvil. Deambuló unos segundos por el apartamento con el teléfono en la mano. Se miró en la puerta del armario, que era a la vez un espejo. Cuarenta y dos tacos. Corpulento, aunque menos fibrado que el día que conoció a Cassandra. Aquellos diez años no habían pasado en balde: Solsona lucía michelines y empezaba a peinar canas. Ojos claros, pero tristes, aunque se le daba bien maquillar la tristeza cuando era conveniente. A ese artista de la seducción y el don de gentes le sobraban tablas. Muchas tablas.

Apoyó la cabeza en el cristal de la ventana y contempló la calle del exclusivo barrio de Río de Janeiro, ciudad en la que llevaba casi seis meses de exilio. Río era solo la parte más fotogénica de la peor pesadilla de Solsona. Él no debería haber estado allí ese miércoles, sino en Barcelona, con su chica, paseando por las estrechas calles del Barrio Gótico o haciendo cola en la acera de la Gran Vía para ver una película en el cine Coliseum.

Demasiadas veces, aunque demasiado tarde, se arrepintió de no haberle hecho caso a su novia cuando le sugirió la opción más fácil y coherente: ir a la comisaría del distrito a presentar una denuncia. Demasiado fácil para un tipo como Álex Solsona. Él no podía rebajarse a acudir a la comisaría, él tenía que arreglar las cosas a lo grande, como si cada momento de su vida fuera un fotograma.

—Mierda, otra vez —espetó Sara cuando le vio entrar en el comedor con la ceja partida y la camisa rota. Le habían vuelto a dar una paliza—. Vamos a la policía, cariño, esto no puede seguir así.

Se arrancó la camisa a lo Hulk y la arrojó con rabia contra la pared. Se llevó el dorso de la mano a su ceja. Sangre. Sara fue al baño a por algodón y una botella de alcohol etílico. Mojó el algodón y se lo aplicó sobre la maltrecha ceja de su novio, que lo sujetó sin importarle que escociera. ¿Cómo iba a molestarle el alcohol después de las hostias que le habían dado?

Los dos se sentaron en el sofá, frente a la película de suspense que hasta ese momento había estado siguiendo Sara. Álex cogió el mando, apuntó a la cara de Bogart y la pantalla oscureció. Encima del televisor había una foto enmarcada del viaje que hicieron juntos a Nueva York en septiembre de 2001. Sara y Álex visitaron las torres gemelas un día antes de que Mohammed Atta y sus amigos se las llevaran por delante.

—No iremos a la policía —replicó él ante la insistencia de su novia—. No serviría de mucho. A grandes problemas, grandes soluciones, cariño: tengo un plan para acabar de una vez con todo esto.

—Cada vez que tienes una idea me echo a temblar, Álex.

—Siempre he pensado que es esto lo que te gusta de mí —dijo el de la ceja abierta.

Desde un rincón del comedor, acomodado en una silla, les observaba un peluche de metro y medio tocado por un sombrero mexicano.

—Llamaré a un taxi —dijo ella.

—No voy a ir a la policía.

—Pero iremos a urgencias; no paras de sangrar. Tendrán que coserte el corte.

Maldita la gracia que le hacía a Álex volver a la calle. Salir de casa se había convertido en un deporte de riesgo. Le habían propinado ya más de diez palizas, y en todas le rompían la camisa o camiseta, además de vaciarle la cartera.

—Con estos veinte euros ya nos debes menos —le decía su ex compañero de trabajo mientras mantenía la cara de Álex empotrada contra la persiana metálica de un comercio—. De veinte en veinte tardaremos años en saldar la deuda, pero disfrutaremos más haciéndolo.

—Recuerda que, si llamas a la policía, nos cargamos a tu novia —amenazó otro ex compañero.

—Y entonces yo te mato a ti —replicó Álex, que notó cómo la mano que le agarraba la cabeza le tiraba fuertemente del pelo hacia atrás para poder golpearle con fuerza contra la persiana. Fue el golpe que le abrió la ceja.

En un pasillo interminable del Hospital Clínico, con tres puntos de sutura en su ceja y una lata de Coca-Cola en la mano, Álex le contó a Sara cuál era su plan: desaparecer. Largarse de Barcelona para poder pensar.

—Necesito vivir sin miedo —le dijo—. Con miedo no puedo pensar. Quiero irme. Cuando me establezca en alguna ciudad de qué sé yo qué país, podré centrarme, buscar una solución, y cuando la encuentre vendré a buscarte. Estoy cansado de caminar por las noches girándome constantemente por si veo un puño volar hacia mi rostro. Cogeré un avión de madrugada, con destino a cualquier otra ciudad, y de esa ciudad me largaré a otra, y de esa otra a otra hasta quedarme en algún sitio. Buscaré trabajo, me las apañaré para ganar dinero. Sabes bien que volveré… si es que has decidido esperarme. También entendería que no lo hicieras.

—No tienes por qué huir, no has hecho nada, Álex. Tú no fuiste.

Sara intentó disuadirle, pero solo un día más tarde, la madrugada de un miércoles, Álex Solsona besó a su novia por última vez. Ella aguantó el llanto hasta que, a través de la ventana de su habitación, le vio entrar en el taxi. Cuando el coche arrancó, se derrumbó sobre la cama. Por fin podía llorar después de tantos días conteniéndose. Quizá, de haber permanecido unos segundos más en la ventana hubiera visto el coche negro del detective que siguió al taxi hasta el aeropuerto. El mismo detective que vio a Álex comprar un billete de avión a Edimburgo.

Desde su coche, el sabueso llamó a su cliente para decirle que Solsona había tomado un vuelo a Escocia. Había sacado varias fotos de Álex entrando en el aeropuerto, comprando un billete, facturando su equipaje, tomándose un café en la barra de un bar y subiendo por las escaleras mecánicas que llevaban a la zona de embarque.

—Como podéis entender, si la liebre se va de la ciudad y queréis que el zorro la siga, la provisión de fondos y los honorarios del zorro deberán ser renegociados.

Pocos días después de la marcha de Álex, y tal como había acordado con él, Sara cambió de domicilio. Dejó su piso junto al cine
ABC
y alquiló un pequeño sobreático en la avenida Paralelo, una calle que, por muchos lavados que se empeñaban en realizarle, no dejaba de transmitir decadencia. Álex la llamaba al menos una vez por semana, manteniéndola informada de todos sus movimientos. Ella había decidido esperarle. Deseaba que llegara el día en que volvieran a reunirse.

El piso del Paralelo disponía de una pequeña terraza donde Sara estaba tendiendo la ropa cuando su móvil sonó. Volvió a dejar en el cesto de la última colada el tanga que estaba a punto de tender, escupió la pinza que sujetaba en la boca y se apresuró a responder:

—Hola, cariño.

Casi seis meses después de su huida, su reencuentro ya parecía ser solo cuestión de días. Álex había desempolvado su encanto para hacerse con el corazón de una de las hijas del clan Vidal, una de las familias más ricas de Brasil. La suerte parecía haberle cambiado y todo salía a pedir de boca. Desde que Cristina cayó en sus redes, Álex no tenía que trabajar. Ella le pagaba el alquiler de un aparthotel de lujo cuyos armarios llenó de trajes caros y le dejó además un deportivo para que pudiera desplazarse por la caótica Río. Era el deportivo que el señor Vidal le había regalado por su cumpleaños a su pequeña Cristina, sin acordarse de que su hija aún no tenía carné de conducir. Ningún problema: papá contrataría a un profesor para que le enseñara a conducir y compraría un carné para su hija. Hay que ver lo mucho que facilita las cosas ser millonario…

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