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Authors: Francesc Montaner

Tags: #Intriga, #Policíaco

Seis aciertos y un cadáver (6 page)

—¡Pero, será posible! —gritó Álex para que camareros y comensales pudieran oírle bien.

Se encaró con el primer camarero que vino a interesarse por el problema. Solsona arrojó al suelo la servilleta y pidió la presencia del chef. Cassandra tenía los cinco sentidos puestos en esforzarse para no vomitar. Finalmente, Cassandra, con la tez pálida, y Solsona se fueron sin pagar y con la promesa del
maître
de que si volvían a cenar estarían invitados.

—Dios mío, qué asco —dijo ella cuando Álex ya arrancaba el coche—. Creo que voy a vomitar.

—Si vomitas en mi coche tendrás que descontarme el importe del lavado.

Circular unos minutos a noventa por hora con la ventanilla bajada ahuyentó las náuseas de Cassandra.

—Conozco una taberna inglesa donde sirven un whisky excepcional. ¿Te apetece?

—¿Lo sirven con cucaracha? —preguntó una Cassandra ya repuesta de la impresión.

—Si no lo pides, no…

Ya olvidada la anécdota con el insecto, tomaron asiento en una esquina de la barra y se pusieron morados de whisky. La que vivía escondida en Cassandra esperaba que este tomara de una vez la iniciativa y le dijera de ir a la cama. Por una vez que conocía a un cliente con el que le apetecía acostarse, iba a resultar que era el rarito de la clientela. Álex tenía tentaciones, pero eran superiores las ganas de saber quién habitaba en la otra cara de Cassandra. Una noche antes de la cita, Álex había pasado por la taberna para pedirle al camarero, al que conocía bien, que le reservara aquella esquina de la barra y que cuando él y su acompañante pidieran una copa, le sirviera a la chica más alcohol de lo habitual. Era el plan B de Solsona, una ofensiva directa que consistía en emborrachar a Cassandra con el fin de debilitar su reticencia.

—¿Sigues empeñada en no decirme nada de tu otra vida, que, intuyo, es la real?

—Ni mu —dijo ella antes de apurar el tercer whisky.

Acabaron la madrugada de aquel miércoles bailando solos en la pista de un local desierto hasta que a las tres de la madrugada, tras la última canción, se encendieron todas las luces.

—¡Que cerramos! —gritó el camarero desde la barra—. ¡Vayan saliendo, por favor!

Álex Solsona y Cassandra se miraron fijamente, agarrados del mismo modo con el que acababan de bailar
Only You
. Ambos ardían de deseos de besarse. Estaban tan cerca el uno del otro que, cuando hablaban, sus labios casi se rozaban.

—Admítelo, cabrón: te mueres de ganas de besarme.

—Sí, pero no a ti. Quiero a la mujer a la que escondes.

—Mala suerte. Tendrás que conformarte conmigo.

Álex se mantuvo firme. Sabía que a Cassandra la tenía, pero él quería a la mujer de verdad. Si besaba a Cassandra, temía perder a la otra para siempre.

Eran ya cerca de las cinco de la mañana cuando el Audi se detuvo de nuevo frente a las puertas cerradas del cine ABC. Cassandra y Álex se miraron a los ojos unos segundos, como hacen los protagonistas de las películas más cursis.

—Me lo he pasado muy bien —dijo ella.

—Háblale a la otra de mí. Igual con tus referencias se anima a conocerme.

Cassandra tuvo un gesto inesperado. Extrajo el sobre con los billetes que Álex le había entregado al inicio de la cita y se lo devolvió.

—No, no me lo des. No me parece justo.

—Álex, me lo he pasado muy bien esta noche. No me parece ético cobrar por hacer algo que me gusta. El mundo laboral no funciona así.

—Pensaba que lo del dinero era innegociable.

—Lo es para Cassandra. Ahora soy yo.

Se hizo un silencio. Álex esbozó una sonrisa triunfal. Se acercó a ella para besarla y esta le detuvo poniendo su mano entre sus labios y los de él. Álex abrió los ojos, pidiendo con la mirada una explicación.

—Cassandra besa en las primeras citas. Yo no.

—¿Y cómo debo llamarte?

—Sara.

Sara cogió el teléfono del coche y marcó el número de su casa. Cuando saltó la cinta del contestador, le pasó el auricular a Álex y le pidió que dijera su teléfono. Este lo hizo, adornándolo con alguna frase bonita que tomó prestada de alguna novela negra de venta en El Corte Inglés.

—¿Cuándo me llamarás?

—No sé si voy a hacerlo. Sara es mucho más contradictoria que Cassandra.

—¿No habrá por ahí una tercera personalidad menos compleja que las dos que me has mostrado hasta ahora?

—No.

Sara iba a salir del coche cuando Solsona le pidió que esperara un momento. Sintió la necesidad de ser sincero con ella. Sincero al cien por cien. Le confesó que no era agente de bolsa, sino un empleado de Avis.

—He tomado prestado este coche de la oficina de alquiler donde trabajo.

—Ya sé que el coche es de Avis.

—¿Y cómo lo sabes?

—El llavero del coche, Álex.

Álex le echó un vistazo al llavero, que colgaba del contacto. Se distinguía claramente el logo de Avis.

—Vaya… —dijo Álex—. Espero que esto no vaya a ser óbice para volver a vernos.

—¿Hay algo más que quieras confesar?

—Sí, ya que jugamos a ser sinceros, confesaré un par de cosas más.

Alex se sacó del bolsillo de la americana la bolsita de plástico donde había permanecido secuestrada la cuca hasta su estelar aparición junto al cordero asado. Se la mostró a Sara mientras le confesaba su fechoría.

—¿Cómo has podido hacerme una cosa así?

—Sara, a ti no te haría jamás una cosa así. Era Cassandra quien se lo merecía.

Sara tardó pocos segundos en borrar de su cara un gesto a medio camino entre el desconcierto y el cabreo, aunque algo más cerca del cabreo, y acabó esbozando una tímida sonrisa.

—¿Vas a confesar algo más? ¿Eres una mujer operada o alguna sorpresa similar?

—Sí: una última cosa bastante graciosa. —Álex sacó del sobre un fajo de billetes y se lo entregó a Sara. Encendió la luz interior del coche—. Fíjate bien en los billetes: son falsos.

Sara se quedó boquiabierta. Le parecía difícil entender que antes, al contarlos, no hubiera reparado en que eran una burda imitación de los billetes reales.

—De haber encendido la luz al contarlos lo hubieras descubierto.

—Álex, a un hombre como tú no sé si es preferible tenerlo bien lejos o bien cerca.

Tras esta afirmación, Sara salió del coche. Álex vio a través del retrovisor cómo torcía a la izquierda por una calle estrecha. Al acto, cogió de nuevo el teléfono. Constató que ni Sara ni Cassandra dejaban sus nombres en el contestador. Alex dejó un mensaje:

—Hola, Sara. Acabamos de separarnos. Yo sigo en el coche, delante del ABC, y tú acabas de llegar a casa. Los dos tenemos que ir a trabajar en pocas horas. A media mañana, tú en tu oficina y yo en la mía, nos estaremos muriendo de sueño. El cuerpo te cobra con intereses las noches en vela. Verás borrosa la pantalla del ordenador. Los ruidos que lleguen a tus oídos serán irregulares: subirán y bajarán de tal modo que parecerá que alguien los module por control remoto. Tu respiración se irá haciendo más lenta. Te prometerás entre bostezos que nunca más volverás a estar sin dormir cuando al día siguiente debas ir a la oficina, aunque sabes que lo volverás a hacer. Yo estaré igual que tú, y, ¿sabes cómo voy a combatir el sueño? Pensando en que he conocido a alguien a quien espero volver a ver. Y con bastante café, por supuesto.

Colgó el teléfono. Antes de arrancar, puso las manos sobre el volante, apoyó la cabeza en el apoyacabezas y cerró los ojos, apareciéndosele el rostro de Sara en la mente. Aspiró fuerte; todavía quedaban restos del aroma del Nº 5 en el Audi.

Es Álex

Lloraba desconsoladamente, con la cabeza apoyada en el cristal tintado del Volvo que conducía el que era el chófer de la familia desde hacía ya veinticinco años, es decir, desde antes de que ella naciera. Entre los asientos había una mampara transparente que se subía y se bajaba pulsando un botón. Junto a Cristina, en el asiento trasero, viajaba Fernando Linda, uno de los abogados y hombre de máxima confianza de su padre, un magnate de los medios de comunicación cuya fortuna estaba entre las veinte más grandes de Brasil. La familia Vidal vivía en una mansión plagada de servicio y vigilantes armados que realizaban su labor con el inestimable soporte de un sofisticado circuito de videovigilancia.

Sentados en las escaleras de la entrada principal de la clínica forense, Charly Cavaleiro y Lucas Bastos conversaban probablemente sobre el paso de los años o cualquier otro tema que sirviera para hacer más ameno el tiempo de espera. El doctor Machado estaba en su despacho, realizando gestiones más propias de director que de médico. Maldito el día en que aceptó ser nombrado director.

Un reluciente Volvo negro se detuvo frente al edificio. Bastos y Charly adivinaron al verlo que en ese transatlántico con ruedas llegaba Cristina Vidal, la niña rica que había denunciado la desaparición de su novio, cuya descripción no dejaba lugar a dudas: el cadáver de su novio descansaba en el sótano de la clínica. A la frágil Cristina le tocaba el mal trago de identificarlo.

El chófer salió a abrir la puerta de atrás. Salió primero Cristina, una chica de veintitrés años, pelo castaño, facciones finas, nariz pequeña y un cuerpo en forma trabajado en las clases de aeróbic y tenis, a las que iba mientras el resto de humanos cumplían con sus obligaciones laborales. Vestía con ropa informal de firmas conocidas y usaba unas gafas de sol lo suficientemente grandes para ocultar sus lágrimas, pero no la tristeza que se reflejaba en su rostro. Detrás de Cristina salió Fernando Linda, un tipo maduro, moreno, de aspecto rancio, con el pelo teñido de negro y peinado hacia atrás, bigote de corte fascista, traje oscuro, camisa rosa y corbata blanca. Estirado. Mirada arrogante. Apestaba a prepotencia. Si era abogado de los Vidal tenía que ser un pájaro con importantes contactos en cualquier estamento. Charly y Bastos se presentaron. La ruidosa avenida estaba muy transitada a esas horas. Los coches circulaban lentamente bajo un sol que apenas dejaba espacio a tonos grises. El chófer sacó el Volvo de delante de la clínica, donde estaba prohibido estacionar.

Los dos polis, la niña rica y el letrado entraron en la clínica, donde les abordó el contraste con el mundo exterior que acababan de dejar al otro lado de la puerta. Sus pasos resonaban en el más absoluto silencio. Cristina no se había quitado las gafas de sol pese a que el vestíbulo de la clínica no era precisamente un prodigio de luz. Tuvieron que cumplir con el trámite de identificarse en la mesa del celador. Tomó nota de sus nombres y les dio una acreditación que debían llevar en un lugar visible. Linda se guardó la suya y la de Cristina en el bolsillo de su americana, lugar nada visible. Bastos les pidió que se sentaran en un banco del pasillo mientras él iba a anunciar su llegada. Solo se sentó ella. Linda, como hizo con las acreditaciones, siguió de pie. No parecía dispuesto a hacer nada de lo que le pidiesen, y su rostro extremadamente serio no invitaba a insistir. Charly se sentó junto a Cristina. Observó el pañuelo que el puño de la chica estrujaba.

—Señorita, tal vez le apetezca un café.

—No queremos nada, gracias —contestó Linda, muy secamente.

Cristina seguía en silencio. Estaba destrozada. Si no seguía llorando era porque, después de tres días de llanto ininterrumpido, no quedaba en sus ojos una sola lágrima que derramar.

Linda dejó su cartera sobre el banco. La espera le estaba impacientando. Mostrando ásperos modales, le preguntó a Charly si la cosa iba para largo.

—El tiempo que sea necesario —dijo Charly, devolviéndole el tono rudo al letrado—. Aquí manda el doctor Machado.

Les hicieron esperar una hora durante la cual los tres permanecieron en silencio. Linda tardó treinta minutos en sentarse. La espera no se debía a ningún método o costumbre: Machado tenía trabajo en su despacho y Bastos estaba en otro despacho que le prestó su amigo médico realizando gestiones de trabajo por teléfono y fax. Cuando ambos aparecieron por el pasillo, Linda se levantó y le tendió la mano al doctor.

—Me llamo Fernando Linda. Soy el abogado de Cristina Vidal. Mi clienta quiere que permanezca a su lado en todo momento.

Nadie puso ningún reparo. Fue el propio Linda quien puso reparos cuando le explicaron que si Cristina identificaba al cadáver de los tatuajes, el inspector Bastos debería hacerle unas preguntas.

—Lo del interrogatorio dependerá del estado en que mi clienta se encuentre —dijo Linda.

La chica se levantó del banco. Permanecía con las gafas de sol puestas y seguía sin dar muestras de saber hablar. Bastos quería hacerle algunas preguntas antes de bajar a la sala de autopsias, donde Hortensia Alegría esperaba junto al cadáver, tapado por una manta verde que lo cubría desde la cabeza hasta las pantorrillas, pero la presencia de Linda y el rostro de Cristina le disuadieron. Optó por esperar a que la chica confirmara que era su novio, y si tras hacerlo se mostraba entera, le haría las preguntas necesarias con o sin el beneplácito de Linda.

Los cinco bajaron por las escaleras que conducían a la sala de autopsias. El corpulento doctor Machado iba en primer lugar, seguido de Charly, detrás de este Bastos, luego Cristina y, cerrando la fila, Fernando Linda, que había preferido que todos pasaran delante de él porque así tenía la sensación de que podría controlar hasta el mínimo gesto que allí tuviera lugar. La poca luz que reinaba en aquellas escaleras obligó a Cristina a quitarse las gafas de sol, que colocó en el cuello de pico de su polo.

Hortensia Alegría vio que se abría la puerta metálica. Machado la sostuvo abierta hasta que entraron todos. Cristina era el centro de todas las miradas. Pobre chica, pensó Hortensia, de pie junto al cadáver. Tan mona, tan joven, tan frágil y con aquel drama a cuestas. Las gafas de sol que colgaban del cuello de su polo cobraron movimiento debido al cambio brusco de su respiración, que se aceleró al verse Cristina frente a la amplia mesa metálica que soportaba el cuerpo de un muerto iluminado por unos potentes focos colgados del techo, como si aquel fiambre fuera la estrella invitada y estuviera a punto de desprenderse de la manta verde que le cubría, ponerse de pie sobre la mesa e interpretar el
Tutti Frutti
de Elvis. La doctora Alegría, al otro lado de la mesa, esperaba a que Machado le pidiera que destapara el cadáver, cuyos pies sobresalían por el extremo inferior de la fina manta verde. Álex era alto; tan alto como ese cadáver. Ante el repentino temblor de sus piernas, que amenazaban con doblarse de un momento a otro, la mano de Cristina buscó el antebrazo más cercano al que agarrarse, que fue el de Charly Cavaleiro. Su respiración seguía acelerada y el tembleque se extendía a lo largo de un cuerpo que, ante la falta de gobierno de una mente bloqueada, decidía por sí mismo.

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