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Authors: Francesc Montaner

Tags: #Intriga, #Policíaco

Seis aciertos y un cadáver (8 page)

—¿Acaso sois mecánicos? —le preguntó Ramos.

—¿Sois de la pasma? —preguntó el chaval, que por la seguridad mostrada por Ramos dedujo enseguida que, o bien éramos policías, o bien todo lo contrario, y cualquiera de las dos opciones le preocupaba.

—Mira, niño —le dijo Ramos—, o tú y tu novio marica os alejáis ahora mismo de mi coche, o nos obligaréis a bajar para daros una paliza, y tú, por ser más imbécil, te vendrás con nosotros a dar una vuelta. Solo llevo un cadáver en el maletero, aún hay espacio para ti.

—Solo veníamos a preocuparnos por el coche.

El chico le hizo una señal a su compinche y volvieron sobre sus pasos hasta la plaza. Desde allí, con las miradas puestas en nuestro coche, el que se había quedado en el banco llamó desde el móvil al piso para advertir de nuestra presencia.

—¿Llegaré puntual a mis clases de francés o tienes intención de meterme en una pelea con estos desgraciados? —le pregunté a Ramos.

—Por el tiempo que me llevaría romperles la boca a los tres, te aseguro que llegarías a Francés con bastante antelación.

Por suerte, Ramos no tenía más intención que enseñarme aquel tinglado, y a las cinco en punto, con la carpeta bajo el brazo, subía las escaleras del viejo edificio que albergaba la Escuela Oficial de Idiomas para asistir a una clase más de primero de Francés. Gracias a la flexibilidad horaria de mi trabajo, acudía a casi todas las clases con los deberes hechos. Me había metido muy en serio en el papel de estudiante aplicado y notaba que estaba avanzando. Ya leía sin demasiados problemas novelas para principiantes. El ambiente en clase era muy agradable. Si vuelvo a nacer, sin duda quiero ser profesor de Francés en la Escuela Oficial, porque, a diferencia de lo que ocurre en los institutos, los profesores de la Escuela Oficial tienen ante sí a un grupo de alumnos dispuestos a asimilar lo antes posible todos los conceptos que ellos enseñan.


Très bien, Prats
—me dijo la profesora al entregarme mi última redacción.

Miré las correcciones de la profesora para tomar nota de mis errores a la vez que me preguntaba por qué a todos los alumnos de la clase les llamaba por su nombre de pila y se dirigía a mí por el apellido. Desde luego, he de tener cara de Prats.

Fue casi al final de la clase cuando mi móvil me avisó de la recepción de un sms. Era el inspector jefe Varona, mi jefe, y me quería ver en comisaría lo antes posible. Respondí con un escueto OK y volví a centrarme en la clase. La profesora había organizado un juego en el que cada uno de nosotros escogía una profesión y el resto de la clase tenía que formularle preguntas en francés con la finalidad de averiguar de qué oficio se trataba. Yo había elegido la profesión de bombero, que en francés se dice
pompier
.

Tras la clase de francés fui directo a comisaría. En el despacho de Varona solo estaba David Molinos, la peculiar señorita Moneypenny de Varona. Molinos era la antítesis de Ramos. Tenía cara de buena persona y, además, resultaba serlo. Rubio, bastante alto, lucía las camisas mejor planchadas de la ciudad, afeitado apurado, peinado con raya perfecta a un lado y gafas redondas que le daban cierto aire a profesor universitario de los años sesenta. No estaba casado ni se le conocía relación alguna. Por comisaría se sospechaba que era maricón, y que si en lugar de trabajar en la poli lo hiciera en cualquier otro sitio ya habría salido del armario, pero en un ambiente como el de la comisaría se la jugaba a ser objeto de todo tipo de bromas y chistes, algunos con más gusto que otros. Ramos y yo habíamos dicho de seguirle alguna noche con el fin de disipar la duda de hacia dónde apuntaba la brújula sexual de David Molinos.

Varona, Molinos, Ramos y yo trabajábamos en equipo. Varona mandaba y decidía. Su rango era el de inspector jefe, pero nos dirigíamos a él como capitán, que era más cómodo. Yo ostentaba el rango de inspector. Era el número dos de a bordo. Me encargaba de que las órdenes de Varona fueran llevadas a cabo y de tomar las decisiones que fueran necesarias si el capitán estaba ausente. Ramos y Molinos eran subinspectores. Nuestro esquema de trabajo era muy simple: ante cualquier investigación, Varona y Molinos trabajaban desde comisaría, y Ramos y yo bajábamos a las aceras para realizar el trabajo sucio. Varona era un jefe exigente, un poli de raza que se encerraba en su trabajo de manera obsesiva como única terapia efectiva para superar la muerte de su mujer, fallecida en un accidente de tráfico causado por un camionero que casi reventó el alcoholímetro de un soplido. Los sanitarios se las tuvieron que ingeniar para desencajar las tres partes del cuerpo de la mujer de Varona de entre la chatarra del vehículo destrozado. Varona no se propuso nunca encontrar a otra mujer que ocupara el irreemplazable lugar de la madre de sus dos hijas, a las que crio con la inestimable ayuda de su cuñada.

—El capitán no está —me dijo Molinos sin apartar los ojos del informe que estaba redactando en su ordenador.

—Me ha citado de urgencia.

—Hace cinco minutos estaba aquí —dijo a la vez que tecleaba—. Está en la cafetería contestando a unas preguntas para una radio local. No tardará en subir.

—¿Sabes de qué se trata? —le pregunté.

—Mejor que te lo cuente él…

—Por el tono en que lo dices se intuye que no es un ascenso. Dime qué sabes —le pedí. Él sabía prácticamente lo mismo que sabía Varona.

Mi compañero dejó de redactar, se quitó las gafas y se frotó los ojos. Molinos se pasaba muchas horas delante del ordenador. Tener como sombra a un jefe tan exigente y perfeccionista como Varona debía de ser extenuante, aunque el bueno de Molinos aparentaba llevarlo muy bien.

—Te vas a Río de Janeiro, Prats.

—¿A Río? —pregunté con la más absoluta estupefacción.

—La policía de Río ha encontrado un muerto español y Varona quiere que vueles a Río. Creo que sales mañana. De madrugada.

—¿Qué pasa aquí? En los catorce años que llevo en el Cuerpo no he trabajado en ningún caso a más de cien kilómetros de Barcelona y ahora quieren que vaya a Brasil… No entiendo nada.

—Me gusta que seas puntual, Prats —dijo Varona, entrando en el despacho—. Siéntate.

No era un tipo muy alto, pero estaba cuadrado, consecuencia de aplicar en el gimnasio la misma disciplina que en el trabajo. Pelo corto peinado hacia atrás, bigote grueso a lo Stalin y ojos marrones capaces de penetrar pupilas ajenas cuando miraban fijamente. Poco dado a sonreír. Hablaba lo justo. Su voz grave recordaba a las de los dobladores de galanes en blanco y negro.

—¿Todo bien, Prats? —me preguntó, mirándome fijamente.

Antes de que me explicara nada, comprendí que no me iba a quedar otro remedio que viajar a Brasil.

Nunca entenderé el encanto que tanta gente ve en esa estampa tan cinematográfica del policía bebiendo solo en una barra de bar. La madrugada del 26 de noviembre de 2004 yo era el protagonista de esa escena. La barra era la de un bar situado en la terminal de vuelos internacionales del Aeropuerto de Barcelona. Había llegado al aeropuerto con la antelación suficiente para emborracharme y poder pasarme la mayor parte de las horas que iba a permanecer encerrado en un avión durmiendo la mona. Mi viaje corría a cuenta del Ministerio del Interior, y los muy cerdos habían tirado de oferta: en lugar de buscarme un avión que me llevara directamente de Barcelona a Río de Janeiro, me embarcaron en una nave de Alitalia que me llevaría hasta Roma, donde embarcaría en otro avión de la misma compañía con destino a Río.

No me apetecía nada hacer ese viaje. Silvia me había propuesto que fuera a su casa el sábado por la noche a ver un clásico del cine de terror y me parecía un plan mucho mejor que el de volar hacia Brasil cual recadero a buscar un muerto español, que era toda la misión que se me había encomendado. Me sentía como un correveidile por aceptar ese encargo, aunque era lógico que me lo hubieran pedido a mí. Mi manera de ir subiendo peldaños en el Cuerpo había consistido en decir que sí a todo. Nunca me quejé de nada. Acaté sistemáticamente la mayor injusticia con la mejor sonrisa. Mis superiores me lo valoraron y, confundiendo mi miedo al enfrentamiento con lealtad al Cuerpo, me premiaron con ascensos y continuas muestras de confianza. A cambio, pagaba el precio de ser quien se comía los marrones que nadie se quería comer.

—Llamad a Prats, él nunca dice que no —debía de ser la frase más usada en los despachos de las altas instancias.

«Último aviso para los pasajeros del vuelo Alitalia AZ70 con destino a Roma. Por favor, embarquen por la puerta cuarenta y seis».

La voz de la megafonía soltó el discurso luego en inglés y, finalmente, en italiano. Apuré mi cuarto whisky, cogí mi mochila, me cagué en todo y fui hasta la puerta cuarenta y seis. Llevaba un buen pedal.


Buona sera
—le dije a la azafata primero y luego a todos los pasajeros que estaban sentados junto al pasillo.

Me dormí mientras la azafata explicaba qué hacer en caso de aterrizaje forzoso. Esas explicaciones no servían de nada. De perder los pilotos el control del avión, ya fuera por un error mecánico o porque se lo arrebataran cuatro majaras en nombre de una religión, lo único que haríamos los pasajeros sería gritar mucho todos juntos hasta que la muerte nos callara.

Me despertó una mano posada en mi hombro. Era la azafata italiana, que con un dominio del español que muchos españoles quisieran para sí, me informó de que habíamos llegado a Roma. Con una resaca de tres pares de huevos pasé por el detector de metales, caminé como un zombi siguiendo los letreros del Aeropuerto de Fiumicino hasta dar con la puerta B1, por la que embarqué sin más tiempo que para tomar un café.

Había intentado que delegaran la misión en otro compañero, pero el capitán Varona no me dio alternativa:

—Eres el más apropiado para llevar a cabo este trabajo, Prats —me dijo—. Tienes don de gentes y un nivel cultural por encima de la media del Cuerpo. Hay pocos polis que pasen por la facultad. Nos darás buena imagen ante la poli de Río. Lo que allí te espera es muy fácil: han encontrado un muerto español, un tipo que es de Barcelona. Hay indicios de que el asesino o los asesinos sean españoles y estén ahora en España. Tú no tienes que preocuparte de mucho, solo de no perder ningún avión. La poli de Río te irá a buscar al aeropuerto, dicen que te encontrarán y también que, bajo ningún concepto, abandones el aeropuerto sin ellos. En Río de Janeiro, un turista blanco perdido en según qué barrios puede acabar muy mal. Ya sabes que allí solo eres observador, no puedes llevar arma. ¿Un café?

—No, gracias.

Varona prosiguió:

—La policía de Río te pondrá al día de la investigación. Tú estarás en Río solo los días necesarios, que serán tres o cuatro, no más. Mientras estés allí, el Consulado de España contactará contigo. Se tiene que repatriar el cadáver, y nuestro hombre en Brasil, o sea tú, se encargará de ello. ¿Alguna pregunta, Prats?

Negué con la cabeza.

David Molinos me entregó un sobre cerrado de tamaño DIN A4 con el membrete del Cuerpo en la esquina inferior derecha. Lo sopesé. Molinos me detalló lo que contenía:

—Aquí tienes una copia del expediente: la identidad del cadáver, edad, domicilio en Barcelona, trabajos realizados, su fotografía… También están los billetes de avión y una Visa con dinero suficiente. Pide factura de todo cuanto gastes, Interior nos las pedirá. Firma aquí.

La copia del expediente de investigación la vi por primera vez mientras sobrevolaba el Pacífico en mi asiento de clase turista. Bajé la bandeja del asiento delantero para poder colocar los papeles. Estaba sentado junto al pasillo y le había caído en gracia a la azafata italiana, Claudia, que me trajo tantos cafés como le pedí. A mi lado tenía a unos recién casados que no se soltaron la mano en todo el vuelo.


Grazie
, Claudia.


Prego
—contestó ella, dejando el vasito de mi cuarto café sobre la bandeja, junto al expediente de aquel tipo que sonreía en la foto y que en la vida real ya estaba
caput
.

Álex Solsona Turón. Nacido en Barcelona el 4 de abril de 1962. Tenía mi edad, pero a él le habían dado matarile a los cuarenta y dos. El nombre del padre y de la madre me los salté. El nombre de las empresas donde había trabajado tampoco me interesaba. Al menos, de momento. Lo que sí me llamó la atención era que duraba bastante poco en una misma empresa. Donde más duró estuvo dos años. No tenía antecedentes de ningún tipo y, según el padrón, llevaba toda la vida viviendo en la misma casa. Nunca hay que fiarse demasiado del padrón; la gente se cambia a menudo de barrio y sigue empadronada en otro. Carné de conducir. Ex waterpolista federado. Ninguna posesión a su nombre. Voló a Brasil cinco meses antes de su muerte.

¿Un pequeño bache en mitad del cielo? Turbulencias. El comandante, por megafonía, se dirigió a los pasajeros en italiano. Se encendieron las luces que imponían abrocharse el cinturón. Todo el mundo obedeció. Claudia, educadamente, me pidió que plegara la bandeja. Puse los papeles sobre mis rodillas, me acabé el café de un sorbo y le entregué a Claudia el vaso vacío.
Grazie. Prego
.

La nave sobrevivió a las turbulencias y aterrizó en Río de Janeiro a la hora prevista. Conecté el móvil nada más cruzar el
finger
. Tenía un sms de mi operadora telefónica deseándome una feliz estancia en Brasil, recordándome además el prefijo que tenía que marcar para llamar a España. Bueno… al menos alguien ya sabía que había llegado a Brasil.

Le tocaba mover ficha a la policía de Río. Según dijo el capitán Varona, ellos me encontrarían en el aeropuerto. Mientras supuse que alguien me andaba buscando, hice lo mismo que el resto de pasajeros: presenté mi pasaporte, hice cola con el resto de los pasajeros en el arco de seguridad y, finalmente, me dirigí a la cinta mecánica por donde debía aparecer el equipaje del avión. Todas las maletas transportadas por la cinta tenían una característica en común: ninguna era la mía. Me dirigía furioso hacia el mostrador de Alitalia cuando, a pocos metros de la cinta junto a la cual me habían entrado ganas de matar a alguien, me fijé en un tipo mulato. Vestía con traje de verano, llevaba gafas de montura negra y se reflejaba en su cara que no había dormido las ocho horas que los talibanes de la salud suelen aconsejar. Llevaba un cartel en la mano: «Mr. Prats». Estaba en una zona de paso restringido a la que solo podían acceder los pasajeros que acabábamos de aterrizar y personal autorizado.

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