Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (12 page)

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Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

Capítulo 13

Destinos Cruzados - I

Oscurecía en Berlín. Un delicioso olor a
döner kebab
de cordero asado emanaba de la tienda de Tarek. Ese aroma a carne dorada atrapaba a diario la atención de los transeúntes, que solían detenerse, rebuscar entre las monedas del bolsillo y llevarse algo rápido y delicioso a la boca. El libanés, cuchillo en mano, cortaba finas láminas de la pieza, dispuesta en un cilindro vertical, y las depositaba en una gran bandeja metálica. Su hijo, Saruca, algo más allá, las mezclaba con hojas de ensalada y tomate y rellenaba con parsimonia las tortas de pan ácimo que previamente había abierto; después, tras colocarlas en pequeñas bolsitas de papel, las disponía sobre la repisa del pequeño colmado.

A Günter Baum se le abrió el apetito de golpe. Sonrió complacido y no dudó en pasar al interior de la tienda.

—Buenas tardes, ¡qué frío! —dijo frotándose las manos.

—Sí. Y aún hará más. Lo han dicho en la radio —convino Tarek mirándole de reojo, sin dejar de afanarse en lo suyo—. ¿Qué será? ¿Una torta de
kebab
calentito?

—¿Eh? ¡Sí, por supuesto! ¡Huele de maravilla!

—No lo dude, es el mejor
döner kebab
de toda la ciudad. Ningún turco lo asaría mejor, se lo aseguro —alardeó el comerciante—. Saruca, vamos, apresúrate, un
kebab
para este señor. ¿Desea algo más, caballero, alguna bebida?

—No, gracias, pero ya que estoy aquí quisiera mostrarle algo. Una foto. La foto de alguien a quien estoy buscando —murmuró Günter entrecerrando los ojos. Su rostro adoptó el aspecto taimado de un lobo que sigue a su presa en las profundidades del bosque.

Puso una fotografía ante los ojos de Tarek. Era una copia ampliada de una imagen que, en origen, no debía de poseer gran calidad.

El tendero aguzó la mirada. Escrutó el rostro de un hombre rubio, de ojos claros y facciones angulosas. De unos treinta y tantos años. Sin duda, por su morfología, alemán o nórdico.

—¿Qué pasa con este hombre? —preguntó volviendo a ocuparse en lo suyo.

—¿Le conoce, le ha visto usted? —indagó Baum.

—No estoy seguro. Podría ser —murmuró receloso—. Aquí entra mucha gente.

Günter extrajo una cartera de piel negra del interior del abrigo y mostró una placa y una credencial.

—Me llamo Fritz Schlesinger, inspector de la Oficina de Investigación Criminal de Berlín —masculló impasible, con un brillo altanero en los ojos—. Y este tipo de la foto es un asesino. Un criminal peligroso. Muy peligroso. Le seguimos la pista desde hace mucho tiempo. Creemos que se oculta en esta parte de la ciudad.

—¡Ah, ya!

Günter mordisqueó el sándwich de
kebab
. Tomó una servilleta del mostrador y la pasó delicadamente por los labios. Al punto, la estrujó arrojándola al suelo.

—Pues no sé qué decirle —farfulló el libanés volviendo a examinar el retrato depositado sobre el mostrador—. Ahí, en ese edificio del otro lado de la calle, el de ladrillo rojo, vive un hombre que se le parece. Aunque es moreno, lleva el pelo más largo y una barba corta, un poco descuidada. Juraría, no obstante, que los ojos son los mismos, pero, que Alá me perdone, podría estar equivocado.

—Tranquilo. De no ser él no hay motivo por el que preocuparse. Nuestro trabajo consiste en comprobarlo todo. Gracias por su colaboración.

El agente de Última Thule depositó una moneda sobre el mármol, esbozó una sonrisa que más bien era una mueca y salió a la calle alzando el cuello de su abrigo.

En la esquina se reunió con su segundo, Ewald Fleischer, y otros dos.

—Coincide con la dirección que nos han proporcionado —anunció ladeando el rostro levemente—. Ahí, delante de nuestras narices.

Los cuatro encararon el edificio de tres pisos. Era una finca vieja con aspecto de haber sido rehabilitada y convertida en un bloque de pequeños apartamentos.

En ese preciso instante, tras una de las ventanas del tercer piso, Elke Schultz deambulaba por el salón como una fiera enjaulada, con el teléfono en la mano.

—¡Ya te he dicho que sí, por Dios, mira que llegas a ser pesada! —gruñó aburrida—. No sufras, no olvidaré ni los guantes ni la bufanda.

La concertista miró con desazón las dos grandes maletas que se hallaban a medio hacer, abiertas sobre el sofá.

Una voz atiplada, chillona, llegó a través del aparato.

—Piensa que en Francia, Inglaterra, Estados Unidos y Canadá está haciendo muy mal tiempo. ¡Lo he visto en las noticias! ¡Déjate de tantos trajes de noche y coge un buen echarpe, rebecas y ropa interior de franela! ¡Y unos buenos botines forrados de gamuza!

—¡Que sí, mamá, que sí! —convino la concertista al borde del hartazgo—. Dime, ¿qué tal estás tú?, ¿qué tal va todo por ahí?

—¡Ay, hija, de maravilla! Aquí hace un tiempo espléndido. La gente se baña y pasea durante el día por la playa. Ayer nos tomamos en una terraza, tu tía y yo, un dry-martini delicioso. Y por la noche fuimos al casino. Está en el mismo hotel, el Santa Catalina. Ya verás qué maravilla de lugar, he hecho fotos. Ganamos casi doscientos euros apostando al rojo y al negro.

—Me das miedo, mamá, te estás aficionando al juego.

—¿Miedo? ¡Por favor, Elke, que ya me toca disfrutar un poco! ¡Desde que murió tu padre he vivido recluida! Te lo contaré con más calma, pero uno de los caballeros que jugaba en la mesa, un español muy distinguido, no me quitó el ojo en toda la noche. Yo llevaba el corpiño de lamé, el negro, y había ido a la peluquería…

La violinista sonrió. Despegó el aparato de su oído. La voz de su madre, a cierta distancia, se asemejaba al barullo estridente de una cotorra alterada. Caminó hasta la nevera y tomó una botella de vino blanco. Gracias al cielo quedaban tres dedos. Sacó el corcho con los dientes y llenó una copa hasta el borde. Cuando detectó que el monólogo tocaba a su fin preguntó:

—¿Cuándo vuelves?

—La próxima semana, hija. El martes. Prométeme que me llamarás desde París.

—Prometido.

—Una cosa más y te dejo, dime: ¿cómo va todo con Carl Weisman?

Elke Schultz cerró los ojos, apretó las mandíbulas y suspiró profundamente llenando su pecho de desasosiego. Estaba convencida de que el último torpedo iría directo a la línea de flotación.

—Con Carl todo ha acabado. Te advertí que pensaba dejarlo estar.

—¿Acabado? Te juro que no te comprendo, Elke, ¡pero si como quien dice estaba empezando! Además, me dijiste que él te gustaba.

—No hay nada que comprender, mamá. Carl es un hombre casado y yo no quiero saber nada de ese tipo de aventuras. ¿Tanto te cuesta entenderlo?

El silencio se instaló en la línea.

—En fin, cariño, tú sabrás lo que haces. Pero me duele ver que una mujer tan guapa como tú aún sigue sola, ¿sabes?, el tiempo no pasa en balde.

—Voy a colgar mamá. Voy a colgar. Cuelgo. Un beso. ¿Vale?

—Un beso, cariño, cuídate.

La violinista arrojó el móvil sobre el amasijo de ropa por doblar que se amontonaba en uno de los lados del sofá. Se llevó las manos a la cabeza, desordenando sus largos cabellos castaños. Al punto se quedó sin resuello, mirando hacia lo alto, como si la habitación no tuviera techo y ella pudiera salir volando de un momento a otro.

—¡Qué paciencia, Dios mío, qué paciencia! —masculló.

Apuró la copa. Echó un vistazo al reloj. Las siete y cuarto.

Se dejó caer a plomo en una pequeña butaca. En la mesita contigua, arropado por suave terciopelo rojo, descansaba el mejor de los amantes posibles: un cuerpo breve que no se resistía a sus caricias, tierno y fuerte a la vez. Deslizó los dedos por la piel del estuche y cerró los ojos, convenciéndose de que sólo necesitaba unos segundos de silencio.

Su conciencia se diluyó paulatinamente, adentrándose más y más en las lindes del sueño.

De súbito, alguien llamó a la puerta. Con insistencia. Tres timbrazos largos, apremiantes. Una sacudida nerviosa alertó a la concertista de que algo raro pasaba. No esperaba a nadie. Adormilada se aproximó hasta la entrada y fisgó por la mirilla.

Era su vecino. El tal Heinz Rainer. Deformado por el efecto de ojo de pez del visor. Sonrió. De forma instintiva se volvió hacia la ventana de la sala buscando a
Liz
. El alféizar estaba vacío. Descorrió el pasador de seguridad y entreabrió.

—¿Otra vez se le ha escapado la gata? —bromeó.

Antes de que pudiera entender lo que ocurría, Elke Schultz se vio arrinconada contra la pared, con una mano atenazando sus labios y el gélido cañón de una pistola presionando en el centro de su frente, entre los dos ojos.

—Si quiere vivir, cierre la boca… —susurró él con voz lúgubre.

Capítulo 14

Destinos Cruzados - II

Los ojos de Elke Schultz se abrieron desmesuradamente. El terror aleteó en el centro de sus pupilas como un cuervo negro precipitándose desde lo alto. El rostro de Heinz Rainer, a sólo unos pocos centímetros del suyo, brillaba encendido en un extraño fulgor. Intentó gritar, pero le faltaba el aire y las palabras se ahogaban en su garganta; forcejeó con desesperación, buscando librarse de los dedos huesudos de aquel demente, crispados sobre su rostro como una garra.

Rainer cerró la puerta suavemente, acompañando el recorrido de la hoja con la punta del pie.

—Le he dicho que guarde silencio. No quiero matarla, pero si no me deja otra opción lo haré, se lo juro —rezongó—. No intente nada. Ni se le ocurra.

La violinista se sumió en un espasmo convulso, epiléptico. Su cerebro parecía soltar las riendas y renunciar al control de las funciones más elementales. Por unos instantes creyó que iba a desmayarse.

—Unos hombres han venido a por mí —masculló Rainer sin dejar de encañonarla—; son asesinos, me persiguen desde hace años. Mi única culpa es haber descubierto algo terrible, de forma casual. No soy un criminal, debe creerme. ¿Entiende lo que le estoy diciendo?

Elke contestó de la única manera posible. Parpadeó.

—Bien. Preste atención. Acabo de verles entrar en el edificio. He reconocido el rostro de uno de ellos —susurró—. Seguramente se detendrán en cada puerta, intentando localizarme. Quiero que usted haga algo por mí. Si está de acuerdo cierre los ojos dos veces.

La mujer asintió. En algún lugar de su cerebro un sistema de emergencia había comenzado a funcionar. Parecía emitir una única orden, imperiosa, rotunda.

Sobrevivir a cualquier precio.

—Eso está mejor. Cuando llamen no debe abrirles —ordenó—. Se identificarán como policías. No lo son. Alegue cualquier pretexto, dígales lo que quiera, pero no les abra. Si le preguntan por mí, explique que se ha cruzado conmigo al llegar, que me ha visto salir. ¿Lo hará?

Los ojos de Elke se llenaron de aquiescencia.

—Confiaré en usted. Si me traiciona, me matarán, no le quepa duda.

Rainer aligeró la presión que sus dedos ejercían sobre el rostro de la mujer.

—Voy a retirar mi mano de sus labios —advirtió—. Por lo que más quiera, no grite. No haga ninguna tontería y los dos viviremos.

—¿Por qué…? —balbuceó ella al verse libre—. ¿Por qué me hace usted esto?

El rictus sañudo de Rainer se diluyó. Un destello culpable afloró en su mirada.

—¿Detendría su coche si viera a alguien agonizando en una cuneta?

Elke no supo qué contestar. De la agitación había pasado a un estado pétreo, inanimado. El color había huido de sus mejillas.

—¿Qué quiere decir?

—Que he sufrido un accidente y mis posibilidades de sobrevivir son escasas. Nadie se para a socorrerme. Acabo de lanzarme bajo las ruedas de su coche. Puede auxiliarme o rematarme, usted decide.

El sonido apagado de unos pasos arrastrándose por el descansillo llevó a Rainer a bloquear nuevamente los labios de la mujer. Sus ojos se llenaron de un miedo irracional. La violinista entendió que el temor de aquel hombre era superior al suyo.

Tras llamar sin resultado a las dos primeras puertas del rellano, los desconocidos se detuvieron frente al apartamento de Elke. Cuando el timbre sonó, el corazón de la violinista dio un vuelco. Contó hasta diez y tragó saliva.

—Sí, ¿quién es? —preguntó finalmente.

—Policía. Soy el inspector Fritz Schlesinger. Quisiera hablar con usted. Abra, por favor —anunció Günter Baum con voz recia.

—Lo siento, ahora mismo no puedo atenderle, acabo de salir de la ducha, me estoy vistiendo, ¿le importaría volver más tarde? ¿De qué se trata?

Heinz Rainer cerró los ojos y contuvo el aliento.

—Es importante. Buscamos a un hombre, un prófugo peligroso, violento.

—Aquí no hay ningún criminal —ironizó—. Estoy sola. El único hombre que vive en esta planta es el señor Rainer, en la primera puerta. Le he visto salir hará cosa de media hora, parecía tener mucha prisa.

—Escuche, señora, ¿cómo se llama?

—Schultz.

—¿Le importaría decirnos, señora Schultz, si ese hombre, el señor Rainer, es el que aparece en esta foto? La pasaré por debajo de su puerta, ¿le parece bien?

—Sí. No tengo inconveniente, pero rápido, me estoy helando.

Baum deslizó la imagen bajo la puerta. Elke la recogió. Buscó la connivencia de su captor. Permanecía entre penumbras, con la espalda pegada a la pared, con el arma en la mano.

Asintió.

—Pues, no sé qué decir…, sí, tal vez podría ser él, aunque no estoy muy segura. Lo cierto es que se le parece vagamente —balbuceó en un supremo esfuerzo por revestir de veracidad su discurso. Entendía que el final de su pesadilla dependía de que ese par de desconocidos dejaran el campo libre—. El señor Rainer es moreno, eso sí. Y lleva siempre barba de días.

Elke empujó la foto de regreso por debajo de la puerta.

—Muy bien. Gracias por la información. Le esperaremos en la calle. En cuanto a usted, sea prudente y no se acerque a ese hombre si le ve.

—Así lo haré, inspector.

Günter Baum y Ewald Fleischer se retiraron del umbral con la desconfianza estampada en el rostro. El segundo, al pasar ante la puerta de Rainer, aferró el pomo y sacudió la hoja buscando cerciorarse de la solidez de la cerradura. Un segundo después escucharon un maullido largo y lastimero que llegaba desde el interior.

—Puntos fuertes y anclajes —murmuró contrariado Fleischer.

—Sí. Anda, déjalo, vamos.

Baum ladeó el rostro de modo significativo. Los dos se perdieron escaleras abajo.

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