Sicario (10 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Relato, Drama

Dormíamos unos cuarenta en un cobertizo adosado a la fábrica. Sin fachada, tan sólo dos paredes y un techo, pero lo habían colocado justo pegado al muro posterior del horno, de tal modo que cuando lo habían encendido se estaba calentito.

Los demás días prendíamos hogueras con restos de leña.

Los domingos Ramiro acostumbraba a venir a verme. No estaban las cosas como para ir a bañarnos o jugar al fútbol, ya que me dolía tanto la espalda que malditas las ganas que tenía de dar un solo paso.

Ramiro traía tres panes y solíamos cambiar dos por latas de atún o de sardinas, para sentarnos a comer en un rincón del cobertizo y que me contara la película que había visto el sábado o me hablara de lo que había leído en los periódicos.

Fue una época triste.

Triste y deprimente. Hacía frío, llovía a mares y yo me sentía completamente fuera de mi ambiente. Le confieso que en cierto modo incluso echaba de menos la vida en las cloacas.

Bogotá era el mundo en que había crecido, había aprendido a desenvolverme y donde de vez en cuando podía ir a un cine o pararme ante una tienda de discos a bailar una cumbia.

Había coches, anuncios, gente que pasaba y carritos que vendían «arepas» o empanadas, de modo que cuando no estabas entre las cucarachas y las ratas tenías la sensación de que por lo menos vivías.

Pero allá en la fábrica era como si todos se hubieran vuelto de barro.

Un fango rojizo cubría el suelo, las paredes, los techos, los camiones e incluso a las personas.

Te bañabas y el agua salía roja; lavabas la ropa y por más que la restregaras no había forma de desprenderle aquel color maldito, e incluso la comida te sabía a un barro que tenía metido hasta en las mismísimas narices.

Y la gente a tu alrededor aparecía amargada, porque cuando no había carga no había jornal, y cuando la había llegaban a la noche agotados y convertidos en auténticas piltrafas.

Por otra parte, la fábrica estaba en mitad de un inmenso descampado, a más de dos kilómetros de las casas más cercanas, y había que echarle muchos cojones a la vida para lanzarse a atravesar aquel fangal bajo la lluvia por el simple placer de beberse una cerveza o comprar cigarrillos.

Cuando no llovía bajaban las putas, y ya podrá hacerse una idea de qué clase de putas tenían que ser para decidirse a venir hasta allí en busca de unos clientes que apenas tenían un pedazo de pan que echarse a la boca o fuerzas suficientes como para montarse a una fulana.

¡Un infierno! La vida del «chircalero» es el peor de los infiernos, pero usted parece empeñado en que siga contándole estas cosas por tristes que resulten.

¿De verdad no cree poder encontrar un argumento mejor para su libro? Supongo que debe conocer muchos lugares hermosos y muchas historias divertidas sobre las que escribir, y sigue sin caberme en la cabeza que se moleste en venir a que le cuente calamidades.

No venderá un solo ejemplar, se lo aseguro. Nadie tiene por qué sentirse atraído por tanta miseria, y si lo está es porque no le funciona la cabeza.

El chircal es capaz de destrozar a hombres muy fuertes, y con mayor razón aniquila a un muchacho tan endeble como lo era yo en aquellos tiempos, por lo que llegó un momento en que Ramiro se plantó asegurando que no volvería a la ciudad si no volvía conmigo.

Me costaba un tremendo esfuerzo caminar, tenía una tos que me rasgaba las entrañas y había días en que se me caían tantos bloques que eran más los que destrozaba que los que llegaban enteros a su destino.

Me escondió en la panadería, detrás de un montón de sacos, y allí pasé una semana descansando, tranquilo y bien comido, aunque el problema estribaba en que cuando el dueño estaba cerca tenía que morderme un dedo para no toser delatando mi presencia.

No era mala gente y Ramiro parecía muy contento con él, pero estaba convencido de que le despediría si descubría que estaba convirtiendo su local en un hospital para «gamines».

Hacía mis necesidades en un cubo que Ramiro sacaba por las noches, dormía cuando no trabajaban los obreros, y comía tanto pan que el cerebro se me convirtió en pura miga.

Engordé un montón de kilos.

No era difícil; al volver del chircal una simple manzana me hubiera hecho parecer embarazado.

Fue entonces cuando
el Pingüino
me propuso asaltar el bus del Monserrate. Lo había estudiado bien, sabía a qué hora solían subir los turistas que cogían luego el funicular al Monasterio, y en qué punto de la carretera podíamos bajar para internarnos en el bosque y llegar a la Carrera Veintiséis antes de que el conductor tuviera tiempo de denunciar el atraco.

Me pareció un buen plan pero necesitaba por lo menos diez días para estar en condiciones de pegarme semejante carrera monte abajo.

Ramiro intentó disuadirme alegando que pronto uno de los repartidores ascendería a oficial y tal vez podría conseguir que me dieran el puesto que dejara vacante, pero yo eché mis cálculos y llegué a la conclusión de que, aun en el improbable caso de que me dieran el empleo, como repartidor de pan tardaría año y medio en ganar lo que podría ganar en el asalto.

Fue un jueves y éramos tres:
el Pingüino, el Papafrita
y yo.

Para hacérselo breve le diré que al
Pingüino
lo dejaron tieso, al
Papafrita
le pegaron un tiro en una pierna y nunca más volví a verle, una vieja «gringa» quedó tendida en mitad de la carretera chillando en extranjero y yo perdí la pistola con que liquidé al de la «Secreta».

Y no perdí la vista de milagro.

Como botín, ciento cuarenta pesos.

Ha oído bien: ciento cuarenta pesos y tres estampitas de la Virgen, porque el único que largó de inmediato la cartera fue un cura muy gordo.

¡Qué inconsciencia, señor! ¡Qué gente tan inconsciente...! Estás en un autobús, en plenas vacaciones, tres muertos de hambre armados te ruegan que les entregues la poca plata que llevas y el reloj, y en lugar de obedecer para regresar tranquilamente al hotel a buscar más dinero, te lías a tiros y organizas una auténtica masacre.

Yo ese día ni siquiera apreté el gatillo; en cuanto cayó
el
Pingüino
me tiré en marcha y me estampé contra un árbol dejándome las nances, pero cogí puerta, bosque abajo y no paré hasta el Planetario.

Hay pendejos a los que les gusta ir por el mundo armados y jugando a ser héroes.

¿Héroe por no perder mil pesos y un reloj? ¡No friegue...! Tendrían que meterlos a todos en la cárcel, y no porque ese día se cargaran al
Pingüino
y escoñaran el
Papafrita,
sino porque son los que te obligan a que la próxima vez tengas el gatillo alegre y al menor movimiento sospechoso le vueles la caja de la memoria a un inocente.

Supongo que esa noche contaría muy orgulloso cómo se cepilló de un solo tiro a un mocoso armado de una navaja, dejó cojo a un segundo y logró que un tercero se estrellara contra un árbol, pero lo que no contó en su cuento es que tres meses más tarde le pegué un balazo a un turista porque se dio excesiva prisa al echar mano a la cartera.

Cuando vives en la selva se te afilan las garras y a menudo te crecen demasiado los colmillos.

No crea que trato de disculparme echándole la culpa a otros; tan sólo pretendo que entienda mis razones.

Todo lo que soy y lo que hice a partir de aquel momento me lo debo a mí mismo, ya que un «gamín» que ha conseguido salvar todos los obstáculos llegando a convertirse en adolescente, está obligado a tener más sentido común y más seguridad en sí mismo que un hombre de treinta años.

La vida en las calles enseña harto de prisa, pero la vida bajo las calles te obliga a correr más que Fittipaldi.

Se equivoca si imagina que voy a tener empacho alguno en admitir que me convertí en un auténtico atracador.

Me habían echado al mundo para serlo, en ello estaba, y pronto llegué a la conclusión de que si quería seguir con vida tenía que aprender a hacerlo bien.

Chapuzas como la del atraco al bus del Monserrate no conducían más que al depósito de cadáveres, un cartel en el dedo gordo del pie con las letras «NN» y una fosa común.

Y la competencia era muy fuerte.

Fuerte aunque desorganizada, porque la mayoría de los asaltantes de la ciudad eran chicos desesperados que solían actuar bajo el síndrome de la abstinencia o los efectos del «basuco».

Ya le he hablado antes del vicio, ¿no es cierto? Ya le he comentado lo mal compañero de viaje que acostumbra ser, y puedo añadir que es aún peor compañero en el trabajo. Nadie que esté en su sano juicio debe intentar dar un golpe llevando al lado gente que esté enganchada a la droga y visto el personal que conocía, tomé la decisión de actuar en solitario.

Casi en cada calle o en cada plaza de Bogotá se abre alguna alcantarilla, y yo sabía muy bien que una vez abajo ni todo el Ejército, Armada incluida, podría localizarme.

Con el tiempo perfeccioné un sistema sencillo, eficaz, de muy escasos riesgos y magníficos resultados. Abría la tapa de una alcantarilla, la rodeaba con una valla que le había robado a unos obreros, y asaltaba luego algún pequeño establecimiento que estuviera a menos de doscientos metros de distancia al doblar la primera esquina.

Cogía el dinero, echaba a correr, me metía en las cloacas y a los diez minutos estaba ya en otro barrio.

Como jamás lo repetía en la misma zona y los espaciaba en el tiempo, nunca tuve problemas.

El problema estribaba en que aunque ya dispusiera de algún dinero y pudiera comprarme ropa y zapatos, seguía siendo un «gamín» sin casa, familia, ni trabajo, y en cuanto a un policía le diese por detenerme me metería en un lío.

Pero en una película, creo recordar que era de Bogart, aprendí lo que significaba tener una «tapadera» y decidí buscarme una.

Alquilé una madre.

Así, como lo oye. En realidad lo que alquilé fue una habitación amueblada con madre incluida, pues más aún que un lugar donde dormir, me interesaba tener una persona que diera la cara por mí en caso necesario.

No me resultó difícil encontrarla, ya que doña Esperanza Restrepo había sido muchas cosas en su vida, sobre todo puta, pero ya no encontraba quien diese un peso por sus servicios, y malvivía de alquilar un cuartucho y vender «chance» a las puertas de la Universidad.

«Chance» es un juego ilegal que gusta mucho a los bogotanos. Eligen un número, dan una cantidad, el vendedor lo apunta en una libreta, y si coincide con las últimas cifras de la lotería cobran dependiendo de lo que han apostado.

Aunque para que la comisión del vendedor llegue a ser consistente tiene que tener muy buenos clientes, y harto sabido es que los estudiantes andan siempre en la «carraplana».

Por ello doña Esperanza Restrepo no le hizo ascos a la idea de alquilarme el cuartucho por el doble de lo que solía cobrar, y aceptar otros cien pesos por contarle a todo el mundo que yo era uno de los hijos que había dejado al cuidado de su abuela en Medellín.

¿A quién carajo le importaba si aquel zorrastrón mugriento había tenido uno o cien hijos en Medellín? Tenía ya por tanto una dirección oficial y una persona adulta que respondiera por mí.

Me faltaba un trabajo, y no me resultó difícil encontrar el que más me cuadraba. Cuando salía a la calle compraba en el quisco veinte ejemplares de
El Tiempo y
me largaba a venderlos por ahí por lo mismo que me habían costado. No ganaba un centavo, pero quien me viera creería que era un pobre muchacho que se había levantado a las cinco de la mañana para conseguir un montón de periódicos y patearse las calles intentando venderlos con el fin de llevar algún dinero a casa.

Además, con la disculpa de ofrecerlos podía entrar sin levantar sospechas en los comercios y hacerme una idea de las facilidades que ofrecían para un posible atraco.

Dieciséis, supongo, pero a esa edad un «gamín» tiene la obligación de saber más que la mayoría de los viejos o nunca llegará a viejo.

Ramiro enfermó.

Más que enfermo, lo que debía estar era agotado, y aun siendo tan flaco como siempre fue, había adelgazado a tal extremo que parecía un empolvado esqueleto que alguien hubiera sacado de un armario y obligado a caminar moviéndolo con hilos como a las marionetas.

Y estornudaba.

¡Vaina lo que llegaba a estornudar! Cuando le daba la racha le llegué a contar hasta veinte seguidos y no es que estuviera resfriado, es que parecía que aquella harina que le impregnaba la ropa y hasta el último poro del cuerpo, le hiciera de pronto reaccionar de esa manera.

Doña Esperanza le preparó un baño caliente y le compré ropa nueva tirando la vieja con la que se podrían haber fabricado media docena de panes, pero aun así continuó con los estornudos, y le confesaré que aunque me diera pena me daba también mucha risa, pues había veces en que parecía una ametralladora maricona.

Tuvo que dejar el trabajo en la panadería e incluso dejar de ir a la escuela una larga temporada, pues aunque, la maestra le tenía en gran aprecio, desmadraba al resto de los alumnos que se pasaban la clase pendientes del momento en que el desgraciado Ramiro se disparase.

Se vino a vivir a casa, ya que aunque el cuarto era pequeño, la cama bastaba para los dos, y entenderá que pese a lo preocupado que me sentía por su lamentable estado físico, me alegraba volver a tener a mi lado a todas horas a la única persona que podía considerar que formaba parte de mi irreal familia.

Durante un mes le di de comer de todo excepto pan, y cuando ya la cosa fue a mejor e insinuó que era tiempo de regresar a la escuela y al trabajo, le hice comprender que eso significaría tanto como volver a las andadas y recaer al poco tiempo, dado que lo que estaba claro era que una constitución como la suya no soportaba tanto «merequetené».

Jaleo, lío, agite, movimiento... ¡Yo qué sé! Consulte el diccionario.

Supongo que a estas alturas, entre lo que le he contado y lo que está a la vista, habrá llegado a la conclusión de que quienes nos criamos en calles y cloacas no somos en absoluto «supermanes», sino más bien gente escuchimizada a la que el simple hecho de seguir respirando nos suele costar el doble que a los que se alimentaban bien y tomaban vitaminas.

Ramiro era de ésos; una racha de viento lo tumbaba, y, por si fuera poco, ese mismo año agarró una solitaria que casi me arruina.

¡Lo que llegaba a comer el muy hijo-e-puta!

¿Usted cree que es justo tener que jugarse la vida atracando a la gente para poder alimentar a una asquerosa solitaria? ¡Era increíble!

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