Sicario (29 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Relato, Drama

Nunca lo he sabido. Quizás un tumor, que era lo que él más temía, o quizá su propia mala leche que se le había agriado en el cerebro.

Cuando volví a verle había envejecido de un modo increíble.

Nunca he conocido a nadie que pareciera tan viejo siendo tan joven. Era como si cada día de uno de aquellos ataques se le convirtiera en un año de vida.

Si no hubiera sido quien era me habría dado una pena horrible.

Debía sufrir las mil agonías del infierno, y ese padecimiento se le marcaba en la cara.

Una vez vi una película de un tipo que hacía un pacto con el diablo o no sé quién, y mientras él se quedaba siempre joven y guapo tenía un cuadro que se volvía una mierda.

Éste era igual, pero al revés.

En el cuadro que colgaba sobre la chimenea se le veía sensacional, pero pese a que se lo habían pintado hacía tres años, él parecía ya su padre.

Durante la primera conversación que mantuvimos cuando comenzó a recuperarse, me di cuenta que llevaba camino de volverse loco, y que lo que más contribuía a ello era su falta de seguridad en sí mismo.

Ya era muy rico, pero daba la sensación de que cada noche que se iba a la cama sin ser más rico aún no podía pegar ojo, aterrorizado por el hecho de que a la mañana siguiente sería más pobre. Y a la otra más, y a la otra más, hasta volver a convertirse en un desgraciado obligado a adular a los poderosos mendigando unos centavos.

Lo suyo no era ambición, era pánico, no sé si me explico.

Supongo que se trata de un tipo demasiado soberbio que se había visto en la necesidad de humillarse a menudo, y prefería morir a pasar por lo mismo.

Y eso le estaba matando.

Imaginar que llegase un día en que no fuera el más alto, el más guapo, el más brillante, y el que lucía la mujer más hermosa, era tanto como condenarle a los infiernos, y no se detenía a meditar en el hecho de que nadie puede mantenerse siempre en la cima ni aun pisoteando una montaña de cadáveres.

Los años no perdonan, y con él parecían querer ensañarse con especial cariño.

Si como dice el dicho, «A partir de los treinta cada cual es culpable de su propia cara», debía ser el más culpable del mundo.

Yo tengo muchísimos más muertos sobre la conciencia de los que Criado Navas pudiera tener, pero soy así de feo desde chiquito.

En mi caso la culpa es del hambre.

Un hambre que supongo que ya me apretaba incluso desde antes de nacer.

A mí la cara no va a cambiarme por muchas cosas que haga. Ramiro aseguraba que soy incapaz de expresar alegrías o tristezas.

Tal vez si me hubiera visto con la mulata hubiera opinado de otra forma. Él sólo me conoció en la mala.

El rostro de Criado Navas, por el contrario, lo reflejaba todo.

Veo que te sorprende que le dedique tanto tiempo y tanto aliento. Ten en cuenta que fue la primera de mis víctimas con la que me sentí involucrado de un modo absolutamente personal.

Como si se tratara de mi primer crimen y no del último, y eso marca la diferencia.

Y además el suyo no fue un crimen cualquiera; fue una obra de arte, y pretendo que entiendas por qué hice las cosas que hice.

Cuando advirtió que me olvidaba incluso de mi adorada «Soledad Alvarado» por servirle de ayuda y de consuelo comenzó a sincerarse.

Me porté como un grandísimo hijo de puta, no hace falta que me lo digas.

En el tiempo que pasé en la selva me enseñaron que para
cazar
jaguares hay que aprender a balar como una oveja o a rugir como un jaguar en celo.

Carlos Alejandro se sentía más inseguro que nunca puesto que creía que todos le robaban y eso hacía que necesitase aferrarse a algo concreto.

Y allí estaba yo, generoso y solícito; comprensivo y amable, utilizando sus mismas armas: aquellas que le ayudaban a considerarse necesario e importante; el hombre brillante a cuya sombra un desgraciado como yo tenía la obligación de sentirse feliz pese a que mi supuesta «fortuna» fuese diez veces superior que la suya.

Le regalé un «Rolls-Royce» blanco para animarle.

¡Qué más me daba! El dinero era suyo.

Fue un detalle muy de agradecer, y me lo agradeció en el alma, sobre todo cuando le señalé que a cambio no quería más que su amistad y poder continuar aprendiendo a su lado.

Te garantizo que un agente de la DEA no regala un «Rolls-Royce» ni aun a sabiendas que va a atrapar a Pablo Escobar, que como sabes es el máximo responsable del «Cártel de Medellín» y el mayor criminal conocido.

Si le quedaba alguna duda sobre mí, se le disipó en cuanto se puso al volante.

Debió imaginar que yo era una mierda deslumbrado por su personalidad y que suspiraba por ser como él.

Reconozco que como maestro en el arte de la adulación, Criado Navas era el mejor que se podía desearse y yo me comporté como un alumno aventajado.

Estaba jugando con sus propia cartas y, modestia aparte, debo reconocer que las estaba jugando de puta madre.

Le animé, le consolé, le hice creer que era la única persona de este mundo con la que me sentía realmente a gusto, sin contar a las putas, y acabé por convertirme en su amigo más íntimo.

Y es que necesitaba algún tiempo para llevar a cabo cuanto tenía tan cuidadosamente calculado.

Por último, cuando todo estuvo dispuesto, le llamé procurando que mi voz sonase harto alterada, como si en verdad me encontrase muy preocupado.

Le pedí que acudiera de inmediato a un pequeño bar, cerca de su oficina, nos sentamos en la mesa más apartada, y cuando inquirió, nervioso, los motivos de tanta precipitada cita, le dejé caer encima una auténtica «bomba».

Sentía muchísimo tener que comunicarle que mis «socios» de Bogotá me exigían que dejara de frecuentar su compañía, pues al parecer era «Un hombre marcado por la DEA».

Se puso blanco y la copa le tembló en la mano.

Añadí luego que a través de los contactos de que disponíamos en la «Agencia Antinarcóticos», habíamos tenido conocimiento de que un tal Rudy Santana, detenido en España con más de treinta kilos de «coca» había confesado que Carlos Alejandro Criado Navas era el jefe máximo de su organización, proporcionando detalles muy precisos sobre su forma de operar y la cantidad de «mercancía» que había conseguido introducir en el país en los dos últimos años.

¡Se cagó! ¡Te lo juro! Literalmente se cagó en los pantalones.

Sufrió una descomposición que le obligó a correr al retrete, y cuando regresó olía a demonios y había envejecido otros diez años.

Yo fingía estar profundamente preocupado.

Le confesé entonces, ¡como si él no se lo imaginara!, que andaba metido en el negocio —pero a lo grande— y que al estar muy directamente relacionado con los que «En Verdad Contaban» no podía arriesgarme a que a través de «Un Pequeño Traficante» la Policía pudiera encontrar pistas que llevaran muchísimo más lejos.

De mi expresión, más que de mis palabras, que le sonaron sin duda falsamente animosas, debió llegar a la conclusión de que el hecho de que le encarcelasen era ya sólo cuestión de horas.

—Yo, por si acaso, salgo del país esta misma noche —añadí por último—. Y mi consejo es que desaparezcas en el acto, porque de lo contrario creo que no te permitirán dejarlo nunca más.

Si has visto alguna vez un globo que se va arrugando hasta convertirse en una especie de preservativo usado, ése fue Criado Navas aquel día.

Su mundo, su maravilloso mundo hecho de lujo, dinero, mujeres, «coca», champaña, prepotencia y desprecio hacia todo lo que no fuera «lo mejor de lo mejor», debió transformarse en su mente en una tétrica cárcel plagada de asesinos y drogadictos decididos a violarle, y puedes creerme que si en ese momento hubiese tenido muchos más cojones de los que tenía, habría optado por levantarse la tapa de los sesos.

Yo disfrutaba.

Es la verdad. ¿Por qué me voy a comportar como un hipócrita contigo? Creo que si en mi vida ha habido un día absolutamente perfecto, aparte de los que viví en Cartagena con mi mulata, fue sin duda aquel en que pasé como una apisonadora por encima de Carlos Alejandro Criado Navas y lo dejé como una plasta de perro en una acera.

Y si alguna vez, fui sádico y cruel, fue también aquel día.

¡Era basura! Te lo juro; era pura basura sin valor para encarar sus propios crímenes.

Rudy Santana, el «costeño» marica, e incluso el jamaicano, afrontaron su fin con un cierto coraje, conscientes de que todo el que juega se arriesga a que lo jodan y eso es lo justo, pero aquel niño bonito al que la vida le había puesto las cosas demasiado fáciles, debía imaginar que a él le tocaba estar en el bando de los que siempre ganan.

Y nadie gana siempre, tú lo sabes.

Sería demasiado injusto para los que siempre pierden.

Lloriqueaba.

¿Puedes creerlo? ¡Lloriqueaba como un chiquillo al que su padre ha sorprendido haciéndose una paja, y te aseguro que me entraron ganas de arrearle un coñazo! Pero me limité a tranquilizarle haciéndole ver que si mantenía la calma y abandonaba los Estados Unidos de inmediato, las cosas se arreglarían, porque lo único que tenían contra él era la acusación de un «narcotraficante» que había sido cazado con las manos en la masa y sin pruebas concretas ningún país concedería su extradición.

Le di a entender que siendo mi amigo y considerándole ya «uno de los nuestros», no tendría el más mínimo problema a la hora de rehacer su fortuna e incluso acrecentarla, pues estando en aquel negocio y habiendo demostrado tanto ingenio a la hora de buscar medios de transporte, un hombre tan brillante como él tendría ocasión de ganar «cientos de millones».

Tal como esperaba, decidió aceptar mi invitación y escapar conmigo aquella misma noche.

¿Quiere creer que ni siquiera se acordó de Diana? Era tan cerdo que no le dedicó un solo pensamiento o tuvo el detalle de llamarla para aconsejarle que se largara del país.

No estoy muy seguro.

Puede que lo supiera, o puede que estuviera convencida que ganaba el dinero con los discos, ¡vete tú a saber! Pero cuando uno se está tirando a una mujer así, lo menos que debe hacer es intentar protegerla e impedir que la Policía le ponga la mano encima.

Nunca ocurrió, ya que todo era un montaje, pero no quiero ni imaginar lo que podría pasar si alguien como Diana tuviese la mala suerte de caer en las garras de ciertos polizontes de Florida acusada de estar implicada en asuntos de «narcotráfico».

Criado Navas optó por largarse únicamente con lo puesto, incluida la mierda, por lo que me vi obligado a entrar en unos almacenes a comprarle ropa limpia, y pasamos luego el resto de la tarde dando vueltas con el coche hasta llegar al convencimiento de que ningún agente de la DEA nos seguía.

El miedo apesta.

Se bañó en la playa y se cambió de ropa, pero te puedo asegurar que a los diez minutos sudaba de tal forma que olía a demonios, y daba la impresión de que toda la podredumbre que guardaba dentro le afloraba a través de los poros.

Le pregunté por qué razón alguien como él se había metido en un asunto de drogas, pero no supo darme una respuesta válida.

¡La vida! —fue todo lo que dijo.

¡La vida! ¿Qué podía saber aquel pendejo de la vida? ¿Qué hubiera hecho Carlos Alejandro Criado Navas de tener que sobrevivir en las cloacas de Bogotá? No quiero ni pensarlo.

Luego, poco antes de oscurecer, le asaltó la jaqueca.

Si ya estaba pálido, a partir de aquel momento se puso verde, y cuando comprendió que le sobrevenía uno de sus famosos ataques, me suplicó que me detuviera en una farmacia y le comprase un potentísimo analgésico.

Aquello facilitó mucho las cosas.

Se tomó tres cápsulas y a los diez minutos balbuceaba como un idiota y no hacía más que golpearse la nuca en el «apoyacabezas» sin parar ni un momento de mascullar incoherencias.

Puedes creerme si te digo que nunca he visto a nadie tan acabado.

En esos momentos hubiese hecho buena pareja con María Luna. Ella en silencio, mirando un punto sin decir nada, y él con la cabeza como si fuera una de esas pelotas que se golpean con una raqueta y están atadas a una goma.

Tuve que ayudarle a salir del coche y en cuanto se tumbó en la lancha quedó inconsciente.

Era un hombre alto y fuerte, y te aseguro que durante las horas que siguieron sudé como jamás había sudado.

Resultó harto difícil.

Primero hacerme a la mar y conducir aquella diminuta lancha a través de la oscuridad, yo que de mar no entiendo un carrizo; luego, aproximarme sin ser visto ni oído, y por último, subir a un Carlos Alejandro Criado Navas que parecía como muerto, hasta las vigas de la caverna a seis metros de altura sobre la hélice.

No son muchos los barcos construidos con las características del que nos había llevado a Miami, y fue por eso por lo que tuve que retrasar tanto el momento de llevar a cabo mis planes.

Me costó cantidad, repito. Terminé muy cansado, pero cuando conseguí regresar a la playa, Carlos Alejandro Criado Navas dormía en una hamaca colgada sobre la hélice de un petrolero que al amanecer partía rumbo al Golfo Pérsico.

Le dejé suficiente agua y comida, una linterna, y una carta que explicaba por qué estaba allí, así como el triste fin que había tenido el pobre, Román Morales y la desgraciada Luna Sánchez.

Lo único que hice fue cumplir mi promesa sacándole del país.

Ya sé que no especifiqué qué medio de transporte utilizaría, pero tampoco él lo especificó allá en Cartagena.

Si hubiera sido un tipo con lo que hay que tener, tal vez hubiese logrado salvarse, pero me han contado que jamás se ha vuelto a saber de él, y si te digo la verdad, no me sorprende.

A veces, en mitad de esas largas noches en que me quedo mirando el techo y recordando tantas cosas como me han ocurrido, trato de imaginarme cómo debió de ser su final y en ocasiones me arrepiento.

Fue exagerado, lo admito.

Una pasada que un miserable como Carlos Alejandro Criado Navas no se merecía.

Hubiera bastado con un simple tiro entre los ojos en un callejón oscuro, pero a estas alturas sabes muy bien que hice todo aquello por distraerme.

Por vengar a Luna y a Román, eso está claro, pero también fue en parte por diversión, y en parte un reto a mí mismo, pues quería demostrar que era algo más que un simple «sicario».

«Elubri...» No; no es eso. «Elucubrar» ¡jodida palabra!, como yo lo hice en Miami en aquel tiempo, me sirvió no sólo para aplacar la ira que me devoraba las entrañas, sino sobre todo para comprobar que no era tan sólo una máquina de matar gente.

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