Sicario (9 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Relato, Drama

Yo le respondía que si me tocaban veinte mil pesos a la lotería poco necesitaría saber leer para vivir fuera de allí, pero casi por las mismas fechas en que decidí que con una pistola en el bolsillo no tenía ninguna necesidad de regresar a las cloacas, Ramiro pareció llegar a la conclusión de que, por el contrario, el único camino era aprender.

¡Pobre Ramiro! Se presentó una mañana en una escuela que estaba allá abajo, en «La Capuchina», y lo primero que le dijeron fue que para inscribirse tenía que acudir con sus padres o «tutores».

Nos volvimos locos intentando averiguar qué sería eso de «tutores» hasta que nos aclararon que un «tutor» es quien se responsabiliza de un niño o algo parecido.

Naturalmente, Ramiro no tenía tutores y mucho menos, padres.

Luego fue a otro sitio, y le pidieron que presentase al menos una partida de nacimiento o cualquier otro papel que acreditase que estaba vivo.

Ramiro agarró una cuartilla, se sonó los mocos y se la mostró a la secretaria preguntando si ése no era un papel que demostrase que estaba vivo y bien vivo.

Lo echaron a patadas.

Peregrinó por cuatro o cinco sitios hasta que al fin una señorita de «Santa Inés» le aceptó en su clase, aunque era de risa porque todos los alumnos de aquel curso eran unos chiquitirrines que no levantaban dos palmos del suelo y la verdad es que daba vergüenza sentarse allí a cantar aquello de «La "B" con la "A", "BA". La "B" con la "E", "BE".» La maestra me pidió que me quedara, pero le juro que se me antojó lo más ridículo del mundo.

Entonces no comprendía que muchísimo más ridículo sería ir por ese mundo sin saber leer ni escribir, y siempre lamentaría el hecho de que aquella mañana me sintiera demasiado importante como para sentarme en un banco de párvulos.

Al fin y al cabo, yo ya había matado a un hombre.

A veces me pregunto qué hubiera sido de mi vida si hubiera decidido seguir el ejemplo de Ramiro quedándome a aprender las letras, y le hubiera imitado también en todo lo demás, puesto que a los pocos días vino a decirme que había aceptado el empleo que le había conseguido la maestra en una panadería de la Carrera Catorce.

El trabajo consistía en empezar a descargar sacos de harina a las tres de la tarde y no parar de faenar hasta las cuatro de la mañana, y como a las ocho tenía que estar en la escuela, el pobre andaba siempre sonámbulo y desriñonado.

El «sueldo» era de cincuenta pesos al mes, todo el pan que quisiera y un rincón en el que dormir entre sacos de harina, de forma que parecía totalmente un fantasma, ya que si daba un salto levantaba una nube de polvo que le rodeaba como si se hubiera escondido en ella.

Mucho más tarde, y en recuerdo de aquella difícil época, Ramiro adoptó el apellido «Blanco», quizá porque de ese modo siempre tenía muy presente que había pasado gran parte de su juventud «Metido en Harina».

Yo lo echaba de menos.

Me sentía casi huérfano, y en ocasiones me aferraba a la idea de que tal vez también podría encontrar un trabajo semejante, pero lo cierto es que no lo encontré y aunque pasé una temporada «boleando» zapatos, y dos o tres meses recogiendo cartones y botellas que le vendía a una vieja usurera, aquello no daba para comer, y menos aún para pagar un sitio donde dormir caliente.

Los domingos solíamos coger un bus para ir a bañarnos a un riachuelo de las afueras, y si hacía sol lavábamos la ropa y la tendíamos a secar sobre la hierba.

Ramiro cargaba siempre con tres panes enormes, los muchachos y yo poníamos el queso, el chorizo y las cervezas, y tras jugar un partidillo de fútbol en cueros vivos, comíamos de maravilla y a la caída de la tarde volvíamos a «casa».

¡Dios, qué hermoso que era aquello! A veces el agua estaba helada, pero con las carreras entrábamos en calor rápidamente, y aunque en los días nublados la ropa al final aún estuviese húmeda, valía la pena librarnos de tanta mierda como llevábamos encima.

¿Qué daño hacíamos? Le pregunto a usted, señor... ¿Qué daño hacíamos? No éramos más que un grupo de muchachos que se divierte jugando a la pelota en un prado de las afueras de una ciudad una mañana de domingo.

Ni siquiera las vacas se molestaban.

Había mucha vaca por allí, pero al parecer nuestro fútbol no les interesaba, y en cuanto comenzábamos el partido se alejaban con aire de aburrimiento.

¿Qué daño hacíamos?, repito.

Veo que no se le ocurre nada.

A mí tampoco. Un millón de veces me han acudido a la mente aquellas escenas, y otras tantas me resulta imposible descubrir la razón por la que alguien llegase a la conclusión de que hacíamos algo malo.

Un buen día, Mingo, que como estaba medio tuberculoso jugaba de portero y observaba de lejos lo que hacíamos, se cayó de repente.

Tardamos en darnos cuenta, y cuando al fin nos aproximamos gritando que se pusiera en pie y parara la pelota descubrimos que estaba muerto y sangraba por un agujero que tenía junto a la oreja izquierda. Le habían disparado desde unos árboles, a más de doscientos metros de distancia y sin duda tuvo que ser con un rifle de mira telescópica.

¿Qué quiere que le diga? Alguien a quien no les gustaban los «gamines» ni tan siquiera limpios y en pelotas.

Lo cazaron como si fuera un venado en una pradera, y lo asesinaron por el simple placer de probar puntería, aprovechando al mismo tiempo para quitar de en medio una «lacra social» a todas luces peligrosa.

Mingo no debía haber cumplido aún los once años y se pasaba la vida tosiendo y escupiendo sangre.

Quizá quien le mató le hizo un favor evitándole futuros sufrimientos, pero aquel día, en aquel momento era feliz, pues no le habían metido aún más que tres goles.

Como portero jamás le hubiese quitado el puesto a Higuita. Era un desastre.

Le pedimos prestado a un campesino un azadón y lo enterramos detrás de la portería.

¿Qué quería que hiciésemos? Seguro que le gustó más que una fosa común.

Al domingo siguiente buscamos un campo algo más alejado de los árboles.

No ocurrió nada, pero tres semanas después volvieron a tirotearnos desde el bosque, aunque en esta ocasión no consiguieron acertarnos.

Recuerdo muy bien aquella tarde.

¡Vaina si la recuerdo! Habíamos comido ya y estábamos tumbados en la hierba gozando de un tibio sol y un cigarro, aunque también algunos le metieran el vicio.

A un par de metros Nina se había quedado dormida.

Nina era como un chico más, aunque quizá más sucia, pero ese día también se había bañado y por primera vez nos dimos cuenta de que le había salido vello allí abajo y que tenía ya unas minúsculas tetitas.

Supongo que unos once o doce años. Era tan flaca y esmirriada que resultaba difícil averiguarlo.

El Pingüino,
Ramiro, Elías, y yo, que éramos los mayores, la observábamos nerviosos y sin saber qué diablos hacer, cuando empezaron a sonar los tiros y las balas silbaron sobre nuestras cabezas.

A unos tres metros había una especie de hondonada y los cinco nos precipitamos dentro, mientras el resto del grupo echaba a correr o se escondía también donde buenamente encontraba.

Seguían disparando muy de tarde en tarde, y allí nos quedamos, apretujados en tan pequeño espacio, desnudos y asustados.

Al rato
el Pingüino
dijo de pronto: «Abre las piernas», y Nina las abrió sin protestar siquiera.

Siempre tuve la impresión de que ni entre los cuatro conseguimos desvirgarla.

Sería por el miedo a las balas, porque los otros tres miraban, o porque ninguno lo había hecho anteriormente, pero lo cierto es que pese a que ella se mostró de lo más asequible, apenas empezar ya habíamos terminado.

No pretenda hacerme creer que su primera experiencia sexual fue un éxito.

Aquélla fue un auténtico fracaso.

Elías quiso intentarlo de nuevo, pero empezaba a oscurecer y Nina le hizo notar que para ser el día de su iniciación como mujer tenía más que suficiente.

Para ser el día de mi iniciación como hombre me había quedado «guindando» de un cocotero.

Tardaría en bajar de él, pero ésa es una historia que mejor dejamos para más adelante, cuando le llegue el momento.

Habrá notado que me gusta ser metódico. Ordenado y metódico, colocando cada cosa en su sitio y refiriéndome a cada situación a su debido tiempo.

Puede que sea la lógica reacción a mi infancia en las calles y mi juventud en las cloacas. Ramiro y yo íbamos a todas partes con una vieja bolsa en la que no llevábamos más que una manta raída, un cazo, y media docena de chucherías, y si en una precipitada huida las perdíamos, el asunto no tenía mayor importancia, puesto que no estábamos unidos a ningún objeto por lazos de afecto o de recuerdos.

Luego, muchísimo más tarde, cuando conseguí tener algo, me gustaba saber siempre dónde estaba y conservarlo aunque no sirviese ya de nada.

Llegar a los quince años sin haber tenido ni tan siquiera un nombre marca mucho, puede creerme.

Y a partir de aquel domingo no tuve ni tan siquiera un hermoso recuerdo de mi «primer amor».

La segunda vez que me acosté con Nina la cosa anduvo algo mejor, pues ya no era virgen y había adquirido alguna experiencia.

A los tres meses se había tirado a la mitad de los taxistas de Bogotá y se había recorrido gratis la ciudad.

Hay que ver lo aprisa que aprenden las chicas.

Ramiro también aprendía harto de prisa aunque no tanto. Un día me lo encontré leyendo un periódico en la puerta trasera de la panadería y casi no podía creérmelo. Era
capaz
de saber qué película ponían en cada cine de la ciudad, de qué iba el argumento, e incluso si la crítica opinaba que era buena.

Yo no tenía ni idea de que en los periódicos escribieran sobre esas cosas. Siempre supuse que sólo se referían al fútbol, el béisbol, el Gobierno y los difuntos.

De ese modo supimos de cines que estaban muy lejos y a los que nunca habíamos ido.

A estas alturas puedo admitir que empecé a sentirme celoso de que Ramiro hubiese aprendido a leer, y no por el hecho de que quisiera aprender también, que en aquel tiempo me tenía sin cuidado, sino porque le dedicaba a los libros y los periódicos tanta atención que a veces me olvidaba.

Se impacientaba cuando me hablaba de temas de los que yo no tenía la más mínima idea, y empezó a darme la sensación de que aun sin quererlo se consideraba superior a mí por el simple hecho de haber aprendido a escribir su nombre.

Entre la panadería, la escuela y los libros me dejaba cada vez más tiempo solo, y reconozco que en parte se debió a ello el que ocurrieran tantas cosas como ocurrieron más tarde.

Si Ramiro no se empeña tanto en aprender a leer, tal vez me hubiese comportado de un modo diferente sin llegar a cometer tantas estupideces.

Supongo que le parecerá una tontería, y en el fondo lo es. Creo que lo que pretendía era demostrarle que eso de leer y escribir no era nada del otro mundo y yo podía ser tan importante como él a poco que quisiera.

Al fin y al cabo era cosa sabida que habíamos matado a un policía.

Demasiado sabida para mi gusto, porque una mañana el Elías vino a avisarme de que un mariquita de la casa de María
Ladillas
le había contado que los de la «Secreta» andaban preguntando por un canijo de la «gallada» del difunto Darío
el Tenazas
que por lo visto se había metido a «bolear» con un revólver en la caja.

—No bajarán aquí a buscarte —dijo—. Pero ándate «ojo pelao» cada vez que asomes las orejas.

Al Elías le gustaba emplear expresiones venezolanas porque había vivido en Maracaibo hasta que expulsaron a su madre que era de Cúcuta, allá en la frontera.

Siempre soñaba con volver a Maracaibo.

Le mataron.

Si le digo, le miento. Tan sólo sé que lo mataron en un asunto de vicio. Le metía de frente, y ya se sabe que el «basuco» no es buen compañero de viaje.

A partir del día en que Elías me contó aquello, toda la gente empezó a olerme a policía de paisano que pretendía volarme la cabeza, por lo que me pasaba tantas horas abajo que se me puso cara de cucaracha.

Ramiro me convenció de que si continuaba en las alcantarillas acabaría enfermando, por lo que decidí cambiar de aires y me largué a trabajar una temporada a una fábrica de ladrillos de las afueras, más allá de «El Dorado».

Ríase usted de los esclavos. El oficio de «chircalero» es el más duro que haya inventado hijo de puta alguno, si es que acarrear ladrillos sobre un suelo embarrado puede llamarse oficio.

En los chircales primero se amasan y se cortan los bloques, aunque eso lo hacen los auténticos obreros; los que tienen un jornal fijo, papeles, contrato de trabajo y todas esas cosas. Luego, cuando se juntan muchos: veinte o treinta mil quizás, hay que llevarlos al horno, apilarlos, cargar la leña, esperar que se cuezan, retirar las cenizas, y cuando ya los ladrillos están fríos, sacarlos con cuidado y cargarlos en los camiones.

Si teníamos suerte ahí es donde entrábamos nosotros, que cobrábamos por bloque o por ladrillo transportado.

Lo malo es que cada vez que rompíamos uno nos descontaban dos, y cantidad de días, cuando había llovido mucho, el barro te hacía resbalar y al menor descuido te ibas al suelo con todo el material.

Dos... Yo no solía acarrear más de dos bloques en cada viaje, puesto que apenas podía con ellos y si se me rompían tenía que hacer luego dos viajes gratis.

Trescientos metros; quinientos tal vez, dependiendo de donde estuvieran las filas de bloques.

Los días que había
carga
tenía que levantarme a las cuatro de la mañana, ponerme en la cola y pasar entre los primeros, ya que en cuanto tenían el cupo completo cerraban la puerta.

También convenía estar pronto para colarme entre los que empujaban desde atrás, sin darle oportunidad al portero de que me pidiera los papeles.

Sin papeles no podías ni acarrear ladrillos legalmente.

¿Y a mí qué me cuenta...? Pregunte a quien lo sepa.

Si no había carga, no llegaba de los primeros o no me dejaban pasar, no cobraba el jornal.

Y si había llovido mucho, el suelo estaba resbaladizo y rompía demasiados bloques, que eran los más delicados puesto que el ladrillo ya cocido resultaba más resistente y más fácil de transportar, me quedaba con lo comido por lo servido y me había deslomado casi gratis.

Terminábamos a las seis de la tarde y si todo había ido bien me daban diez pesos.

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