Siete años en el Tíbet (38 page)

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Authors: Heinrich Harrer

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

Mientras no sea mayor de edad, el pontífice dispone únicamente de las ofrendas que los fieles dejan ante su trono en ocasión de las audiencias y ceremonias oficiales. Más tarde entrara en posesión de los tesoros del Potala y del Norbulingka, que hacen del rey del Tíbet el hombre más rico del mundo.

¡El Dalai Lama llama al poder!

Cada vez son más numerosas las voces que reclaman la anticipada emancipación del Dalai Lama. La población aspira a ser gobernada por un dueño y señor absoluto que la libre de los funcionarios y del regente, pues sus sistemas de gobierno y su venalidad los han hecho impopulares. El espectáculo que ofrecen los favoritos y dignatarios corrompidos no contribuye a alentar a un pueblo que se dispone a enfrentarse con el enemigo. Un buen día, los Lhasapas descubren con sorpresa unos grandes carteles encabezados con el lema: «¡Dad el poder al Buda Viviente!», y cuyo texto enumera las faltas del regente y de su camarilla; estos carteles jalonan toda la calzada que va del Potala al Norbulingka.

En el curso de nuestra lección diaria, el Dalai hace alusión a aquello: Lobsang Samten le ha puesto al corriente y, como todo el mundo, sospecha que los monjes de Sera son los autores de estas manifestaciones. Añade que a su edad se siente incapaz de asumir semejante responsabilidad y, modestamente, considera que aún tiene demasiadas cosas que aprender. De momento, no atribuye mas que una relativa importancia a esas reivindicaciones. Una cosa le preocupa sobre todo: quiere saber si por sus conocimientos se halla en pie de igualdad con los escolares europeos de sus mismos años, o bien si su ignorancia le pondrá en situación de inferioridad.

Con absoluta franqueza, le aseguro que sus temores son injustificados. Es curioso que no sólo el Dalai Lama, sino también todos sus compatriotas, sufren un complejo de inferioridad. Sus labios repiten constantemente la misma frase: «No sabemos nada, somos demasiado estúpidos para aprender». El solo hecho de que lo digan, ya demuestra lo contrario. Su único defecto es que confunden ciencia con inteligencia; para igualarnos, les falta solamente ocasión de instruirse.

Con el auxilio de la Misión comercial hindú, organizo de vez en cuando sesiones de cine en el palacio y proyecto verdaderas películas, propias para ilustrar las lecciones que doy a mi real discípulo.

Una de las primeras fue Enrique V, y yo me preguntaba con curiosidad cuales serán las reacciones del joven Dalai. Aquel día habían sido invitados los preceptores, y, además, cocineros y jardineros aprovecharon el momento de apagarse las luces para «colarse».

Como siempre, Kundun y yo nos habíamos sentado en los escalones de la cabina. Siguiendo el curso de la acción, le traducía brevemente las palabras inglesas y procuraba contestar las preguntas que mi discípulo me hacía en voz baja. Las escenas de amor desencadenaron una tempestad de risas, y en la segunda representación hice de manera de escamotearlas. Por regla general, las películas que el Dalai prefiere son las que describen la vida de sabios y hombres de Estado; una de ellas, la que está dedicada a Gandhi, le entusiasma muy especialmente.

A priori, descarta todas las cintas cómicas y me pide que las cambie por documentales. Una vez, convencido de que iba a darle gusto, encargue una en la que se representaba la cría y el adiestramiento de los caballos; pero tuve una decepción cuando al terminar de pasarla, Kundun me declaró:

—Mi predecesor, el decimotercer Lama, era un gran aficionado a los caballos; en cambio, a mí no me interesan gran cosa.

Al contrario, estudiaba con atención el funcionamiento del motor del jeep y se pasaba horas enteras desmontando y volviendo a montar una máquina fotográfica que le habían regalado.

Por aquellos días atravesaba una crisis del crecimiento, y en varias ocasiones demostró un nerviosismo desacostumbrado. Un día que por torpeza dejó caer un podómetro del que le estaba explicando la manera de utilizarlo, se echó a llorar desconsoladamente. Todo le interesaba y todo le divertía, pero los hijos de los nobles y de los comerciantes ricos de Lhasa estaban más mimados que su soberano.

Su vida era la de un asceta solitario, tanto en el Potala como en el Norbulingka; carecía por completo de diversiones y en ciertos días la regla le obligaba a ayunar y a observar un silencio absoluto.

Su hermano Lobsang Samten, la única persona autorizada a hacerle compañía, estaba muy lejos de poseer su inteligencia y su vivacidad de espíritu. Al principio, Kundun le había rogado que asistiera a las lecciones, pero muy pronto el muchacho pidió permiso para dejar de hacerlo, alegando que las materias de que tratábamos le interesaban muy poco. En cambio, en toda clase de circunstancias daba pruebas de una gran cordura, sensatez y buen juicio y se interesaba extraordinariamente por los problemas de gobierno y de la administración pública; el Dalai le pedía siempre su opinión cuando necesitaba una ayuda o un consejo desinteresado. Lobsang me había contado que, de pequeño, Kundun era bastante revoltoso; a mí me costaba mucho creerlo, pues más bien le consideraba demasiado serio y aplicado para su edad. No obstante, cuando se reía lo hacía a mandíbula batiente, y también acostumbraba burlarse de mí con mucha gracia. Le divertía especialmente la costumbre que yo había tomado de rascarme la barbilla cuando acababa de hacerme una pregunta dificultosa. Un día en que no supe contestarle, amenazándome con el dedo, me dijo en tono de broma:

—Mañana. Henrig. procura no rascarte la barbilla y tráeme los datos que te he pedido.

A pesar de su deseo de conocer las costumbres e inventos occidentales, el dios-rey está obligado a someterse a los hábitos que desde siempre han regulado la existencia de los soberanos del Tíbet, e incluso, aunque no los apruebe, se somete a ellos de buena gana.

Cualquier objeto que haya pertenecido al Dalai Lama se convierte ipso facto en prodigioso y se le considera como un talismán; cada día, al volver a mi casa llevando alguna golosina procedente de las cocinas de Su Majestad, mis amigos me suplicaban que les diese una manzana o un dulce y, embelesados, se los comían convencidos de que en adelante ya no podrá atacarles ninguna enfermedad.

Asimismo, la orina del Buda Viviente es considerada como una panacea infalible. Kundun se encogía de hombros, pero respetaba la tradición.

Con frecuencia se pasaba horas explicándome las reformas que pensaba introducir en su país en cuanto llegase a la mayoría de edad; para modernizar la economía nacional tenía intención de servirse de técnicos que fueran súbditos de países neutrales, o sea que no tuvieran ningún interés político o económico en el Tíbet. Primero quería emprender la construcción de escuelas y después dedicarse a mejorar el estado sanitario con ayuda de tibetanos educados en las grandes universidades extranjeras.

En sus proyectos, mi amigo Auschnaiter sería el director de Obras Públicas y el encargado de incrementar la agricultura, mientras que yo cuidaría de la formación de los futuros maestros tibetanos.

La decimocuarta encarnación de Cheniei

Mi amistad con Kundun, que cada día va siendo más estrecha, me autoriza a hacerle las numerosas preguntas sobre su infancia y sobre las circunstancias de su descubrimiento como Buda Viviente.

Nació el 6 de junio de 1935 a orillas del lago Kuku Nor, en la parte oriental del Tíbet. Una vez, en el día de su cumpleaños, le expreso mi felicitación, pero el me mira sin comprender. Los tibetanos ignoran lo que es un aniversario. y el pueblo no se preocupa ni poco ni mucho de saber en que año nació su soberano. Para ellos, el Dalai Lama es la reencarnación de Chenrezi.

Uno de los mil Budas Vivientes que, renunciando a los goces del nirvana, han vuelto a la tierra para ayudar a la humanidad. Su primera reencarnación se sentó en el trono del país de
Bö;
este es el nombre del Tíbet en tibetano. Fue Atlan Khan, un emperador mongol convertido al budismo, el que instituyó el nombre de Dalai Lama que se emplea en todo el mundo, excepto en el Tíbet.

Kundun es el decimocuarto Buda Viviente, mirado por sus súbditos aún más como reencarnación divina que como soberano.

Sus tareas son muy numerosas, y enorme su responsabilidad; el más insignificante de sus actos o de sus palabras pasará a la posteridad, y su infalibilidad en todo es un dogma. Muchas decenas de años de estudios y plegarias preparan al dios-rey para el ejercicio de sus funciones.

Hay una anécdota que demuestra hasta que punto el decimotercer Dalai estaba penetrado de la importancia de su misión.

Deseoso de promulgar nuevas leyes, tropezaba con la resistencia de sus ministros; estos le recordaban la actitud que antaño adoptara el quinto Dalai Lama en una ocasión semejante. Y entonces el decimotercero exclamó:

—¿Y quien era aquel, sino yo mismo?

Esta contestación disipó los últimos escrúpulos de los disconformes. En efecto, el decimotercer Dalai, Buda Viviente, reencarnación de sus doce antecesores, se identificaba con ellos.

Kundun no podía responder con precisión a mis preguntas referentes a su primera infancia, pues no recordaba ya las circunstancias que acompañaron su descubrimiento, por lo que me aconsejó que me dirigiese a uno de los testigos oculares.

Siguiendo su consejo, me fui a ver al comandante en jefe del Ejército, Dzaza Kunsangtse, el cual me dio las deseadas explicaciones.

En 1933, unos días antes de morir, el decimotercer Dalai dio algunas indicaciones relativas a su futura resurrección. Después de su muerte, su cuerpo fue sentado en su trono en el Potala, con la cabeza mirando hacia el Sur, en la tradicional postura del Buda; una mañana, los monjes que velaban al difunto quedaron sorprendidos al comprobar que durante la noche el cadáver se había movido y ahora miraba hacia el Este. Inmediatamente se interrogó al oráculo del Estado, el cual se puso en trance y lanzó una echarpe en la dirección del sol levante. Durante tres años, ministros, regente y altos dignatarios permanecieron dudosos, esperando alguna nueva señal que les permitiera orientarse en su búsqueda de modo más preciso. Fue entonces cuando el regente se trasladó a orillas del lago Cho-kor-gye, en donde, según la leyenda, todo peregrino ve su porvenir escrito en la superficie de las aguas. Este lago se halla tan sólo a ocho días de camino de Lhasa, pero, a pesar de mis deseos, nunca tuve tiempo de ir a comprobar la verdad del caso.

Después de varios días de meditaciones y plegarias, el regente distinguió un reflejo sobre las aguas: un templo de tres pisos, coronado por una techumbre de oro, y, no lejos de el, una granja de arquitectura china con la fachada esculpida. Después de dar las gracias a los dioses, el regente montó a caballo y se apresuró a volver a Lhasa, donde sin perder minuto dio la orden de buscar al pontífice.

Según la doctrina budista, la reencarnación no se produce necesariamente en el mismo momento de la muerte; en el caso de un Dalai Lama, el alma del difunto va errante durante varios años, si antes no encuentra un cuerpo que le parezca digno de albergarla. En la primavera del año 1937, varios grupos de monjes partieron en la dirección indicada por los presagios y los oráculos; eran portadores de algunos objetos que habían pertenecido al decimotercer Dalai, y de otros en apariencia idénticos, pero que en realidad no eran mas que una copia de aquellos.

La delegación, capitaneada por Kyitsang Rimpoche y en la que iba Khunsangtse, llegó al distrito de Amdo, en la provincia de Tsinghai, patria de Tsong Kapa, el reformador del budismo lamaísta.

Sus habitantes son en parte tibetanos, y los budistas viven en buena compañía con los chinos mahometanos.

Los enviados examinaron centenares de niños, pero ninguno presentaba las señas requeridas. Tras mucho correr de pueblo en pueblo, un día descubrieron un monasterio de tres pisos, coronado por techumbres doradas y que correspondía en todo al que el regente había visto sobre las aguas del lago Cho-kor-gye, y, no lejos de allí, una granja con la fachada curiosamente esculpida. Conforme a la costumbre y seguros de hallarse sobre la verdadera pista, se pusieron los vestidos de sus criados. Este ardid responde a un fin determinado: vestidos con sencillez, no despiertan ninguna desconfianza en los aldeanos, y así pueden entrar más fácilmente en las casas y mezclarse con los habitantes.

Al penetrar en la granja, los emisarios sabían ya que encontrarían al niño que buscaban. Apenas habían cruzado el umbral, un pequeñuelo de dos años corrió hacia ellos, cogió por la manga al lama portador del rosario que había pertenecido al decimotercer Dalai y exclamó alegremente:

—¡Será Lama! ¡Será Lama!

El solo hecho de que el niño hubiera reconocido a un lama bajo el disfraz de un lacayo era ya algo extraordinario; pero designar asimismo el monasterio a que pertenecía el monje, todavía lo era más.

Finalmente, el pequeñín se apoderó del rosario y de todas maneras quiso colgárselo al cuello.

Esta vez, los enviados quedaron convencidos: acababan de encontrar al Buda reencarnado. Como hombres prudentes que eran, aguardaron unos cuantos días, presentándose después sin disfraz alguno. Poniendo al niño ante el altar familiar, se encerraron con el y le hicieron pasar las pruebas rituales. La primera consiste en escoger entre cuatro rosarios el que perteneció al precedente Dalai; sin vacilar, el chiquillo escogió el más sencillo, que era también el verdadero. Lo mismo ocurrió con un tambor con el que el difunto llamaba a sus servidores, y luego, con un bastón. Por fin, descubrieron en su cuerpo las señales que demostraban rotundamente su carácter de reencarnación de Chenrezi, las protuberancias a la altura de la clavícula, que recuerdan el segundo par de brazos de Buda, y las orejas un poco separadas del cráneo.

Los delegados dirigieron a Lhasa un telegrama cifrado que enviaron por la vía de China y la India; en respuesta, el Gobierno les recomendaba guardar un silencio absoluto sobre el descubrimiento, por temor a que algunos vecinos del Tíbet quisieran sacar partido de la situación. Ante un lienzo de seda pintada representando a Chenrezi, los cuatro enviados juraron solemnemente guardar el secreto y, para disimular, continuaron su viaje, examinando aquí y allá algún niño escogido al azar.

La búsqueda no se realizaba en territorio tibetano, sino en China, y habría bastado que el Gobierno de Nanking se enterara del asunto para que, aprovechando la ocasión, hubiera organizado un destacamento de tropas para acompañar al elegido hasta Lhasa. El Gobierno tibetano consideró más político tratar con el gobernador de Tching-hal, el general musulmán Ma Pou Fang, y pedirle que autorizara al niño a abandonar China para que, en unión de otros chicos que presentaban las mismas señales, tomara parte en las pruebas precedentes a la elección del decimocuarto Dalai Lama. Ma Pou Fang se avino a ello mediante una gratificación de cien mil dólares chinos, que le fue entregada en el acto. Pero los tibetanos acababan de cometer un error mayúsculo, pues el astuto musulmán, al ver su interés, lo aprovechó para hacerse triplicar la suma. Tras muchas negociaciones, se convino por fin en que el dinero sería entregado a unos comerciantes musulmanes, pero tan sólo después que el niño hubiera llegado a Lhasa.

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