Temerario II - El Trono de Jade (39 page)

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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

—Han sido muy amables dejándome beber —dijo Temerario, casi en susurros—, pero me gustaría que no me mirasen tanto.

Al parecer, los dragones no tenían muchas ganas de marcharse, pero uno tras otro fueron despegando, salvo unos cuantos que eran evidentemente más viejos (tenían las escamas desgastadas en los bordes) y que volvieron a tenderse al sol sobre las piedras del patio. Entretanto, Granby y el resto de los tripulantes se habían despertado y contemplaban sentados aquel espectáculo con el mismo interés con que los demás dragones habían observado a Temerario. Ahora se espabilaron del todo y empezaron a estirarse la ropa.

—Supongo que enviarán a alguien a buscarnos —dijo Hammond, cepillándose en vano sus calzones arrugados. Se había puesto un traje formal en vez del equipo de vuelo que llevaban los aviadores. En ese momento, el joven Ye Bing, uno de los criados chinos del barco, atravesó el patio haciéndoles señas con las manos para llamar su atención.

El desayuno no fue el típico al que estaba acostumbrado Laurence. Consistía en una especie de gachas de arroz fino mezcladas con pescado seco y rodajas de huevo espantosamente descolorido, servidas con palitos grasientos de pan crujiente y muy ligero. Apartó los huevos y se obligó a sí mismo a comerse lo demás, siguiendo la misma recomendación que le había hecho a Temerario, pero habría dado cualquier cosa por unos huevos con beicon cocinados en condiciones. Liu Bao tocó el brazo de Laurence con sus palillos y comentó algo mientras señalaba los huevos; se estaba comiendo los suyos con evidente deleite.

—¿Qué se supone que pasa con ellos? —preguntó Granby en voz baja, mientras empujaba sus huevos con cara de estar poco convencido.

Hammond se lo preguntó a Liu Bao y contestó, con tantas dudas como Granby:

—Dice que son huevos de mil años —más valiente que los demás, cogió una rodaja y se la llevó a la boca. Después masticó, tragó y se quedó pensativo mientras los demás esperaban su veredicto—. Sabe casi a encurtido —dijo—. En cualquier caso, no sabe a podrido —después probó otro trozo, y acabó comiéndoselo todo. Por su parte, Laurence dejó sin tocar aquellos objetos de un amarillo y un verde chillón.

Los habían llevado a comer a una especie de salón de invitados, no muy lejos del pabellón de los dragones. Los marineros estaban esperando allí y se unieron a ellos para el desayuno, con sonrisas más bien maliciosas. Les hacía tan poca gracia quedar apartados de la aventura como les había ocurrido a los demás aviadores, y no se privaban de hacer comentarios sobre la calidad de la comida que los miembros del grupo podían esperar para el resto del viaje. Después, Laurence se despidió de Tripp.

—Y asegúrese de decirle al capitán Riley que todo va viento en popa, con estas mismas palabras —le dijo. Habían acordado entre ambos que cualquier otro mensaje, por muy tranquilizador que pudiese parecer, significaría que algo iba muy mal.

Fuera les estaban esperando dos carros tirados por mulas; tenían un aspecto más bien tosco y era evidente que no llevaban muelles. El equipaje lo habían enviado ya por delante. Laurence subió al carro y se agarró con gesto sombrío a un lado mientras empezaban a traquetear calzada abajo. Al menos, las calles no eran más impresionantes a la luz del día. Eran muy anchas, pero estaban pavimentadas con adoquines viejos y desgastados, y hacía mucho tiempo que el mortero había desaparecido. Las ruedas del carro se deslizaban por unos surcos profundos entre las piedras, y empezaron a brincar y dar botes sobre aquella superficie irregular.

A su alrededor había un gran alboroto. La gente los miraba curiosa, y muchos dejaban a un lado sus trabajos para seguirlos durante un corto trecho.

—¿Y esto ni siquiera es una ciudad? —Granby miró en derredor con atención, intentando calcular el número de habitantes—. Para ser sólo un pueblo parece que hay mucha gente.

—Según nuestros últimos datos, este país tiene unos doscientos millones de habitantes —comentó Hammond con aire ausente, ya que él mismo estaba ocupado tomando notas en un diario.

Laurence meneó la cabeza ante aquella sobrecogedora cifra, que superaba más de diez veces la población de Inglaterra.

Aún se sorprendió más al ver a un dragón que venía caminando por la calle en sentido opuesto. Era de la variedad azul grisácea. Llevaba un extraño arnés de seda con una almohadilla que sobresalía en el pecho, y cuando se cruzaron con él Laurence vio que tres dragoncitos, dos de la misma raza y otro de color rojo, le seguían caminando a pie, los tres unidos al arnés como bebés con andaderas.

Este dragón no era el único que había en las calles. Poco después pasaron junto a un puesto militar, en cuyo patio unos cuantos soldados de infantería con uniformes azules hacían instrucción; por fuera de la puerta había dos grandes dragones rojos, sentados y haciendo comentarios en voz alta sobre una partida de dados que estaban jugando sus capitanes. Nadie parecía reparar demasiado en su presencia. Los campesinos con prisas que llevaban sus cargas pasaban al lado sin apenas prestarles atención, y de vez en cuando uno de ellos tenía que saltar por encima de las patas extendidas por el suelo cuando los demás caminos estaban bloqueados.

Temerario los estaba esperando en campo abierto. A su lado había dos dragones azulados, equipados con arneses de malla en los que los asistentes estaban cargando el equipaje. Los demás dragones susurraban entre ellos y miraban de reojo a Temerario. Éste, que parecía incómodo, se sintió muy aliviado al ver a Laurence.

Una vez cargados, los dragones se agazaparon sobre las cuatro patas para que los asistentes pudieran trepar y montar pequeños pabellones sobre sus lomos: eran muy parecidos a las tiendas de campaña que los aviadores ingleses utilizaban para vuelos largos. Uno de los sirvientes se dirigió a Hammond, señalando con un gesto a uno de los dragones azules.

—Nosotros vamos a montar en ése —le dijo Hammond a Laurence en un aparte.

Después le pidió algo más al sirviente, que meneó la cabeza y contestó con energía, señalando de nuevo al segundo dragón. Temerario se enderezó, indignado, antes de que pudiera traducir siquiera.

—¡Laurence no va a cabalgar a ningún otro dragón! —dijo, extendiendo una garra posesiva con la que acercó a Laurence y estuvo a punto de derribarle. Hammond apenas tuvo que repetir esos sentimientos en chino.

Laurence no había asimilado del todo que los chinos no querían que ni siquiera él montara sobre Temerario. No le gustaba la idea de que el dragón tuviera que volar sin compañía en aquel largo viaje, y sin embargo tampoco podía dejar de pensar que era un punto sin importancia: iban a volar juntos, uno a la vista del otro, y Temerario no podía estar en auténtico peligro.

—Es sólo para el viaje —le dijo.

Sorprendentemente, fue Hammond y no Temerario quien se opuso al momento.

—No. Esa sugerencia es inadmisible, no se puede aceptar —dijo.

—¡De ninguna manera! —añadió Temerario en perfecto acuerdo, y soltó un gruñido cuando el sirviente intentó proseguir la discusión.

—Señor Hammond —dijo Laurence llevado por una súbita inspiración—. Por favor, dígales que si el problema es la noción del arnés, yo puedo engancharme a la cadena del colgante de Temerario. Mientras no necesite trepar por su espalda, será lo bastante seguro.

—No creo que puedan oponerse a eso —dijo Temerario, complacido, e interrumpió la discusión inmediatamente para hacer la sugerencia, que fue aceptada a regañadientes.

—Capitán, ¿podemos hablar un momento? —Hammond se llevó a Laurence aparte—. Este intento es coherente con los arreglos de la pasada noche. Debo insistir en que se niegue a seguir adelante si tratan de separarnos de algún modo, y esté preparado por si hacen nuevos intentos de apartarle de Temerario.

—Entendido, señor, y gracias por el consejo —respondió Laurence en tono sombrío, y observó con atención a Yongxing.

Aunque el príncipe no se había rebajado a participar directamente en ninguna de las discusiones, Laurence sospechaba que estaba detrás de ellas. Había llegado a concebir la esperanza de que el fracaso de sus intentos por separarlos a bordo hubiera zanjado de una vez ese asunto.

Después de estas tensiones al inicio del viaje, el propio vuelo de aquella larga jornada fue tranquilo, salvo alguna que otra ocasión en que el estómago de Laurence daba un vuelco cuando Temerario bajaba en picado para examinar más de cerca el suelo. El pectoral no se quedaba del todo inmóvil durante el vuelo y era mucho más inestable que el arnés. Temerario era bastante más rápido y resistente que los otros dos dragones y podía alcanzarlos con facilidad aunque de cuando en cuando se demorara media hora para contemplar el paisaje. Para Laurence, la característica más llamativa era la exuberancia de la población. Era raro que sobrevolaran alguna extensión de tierra que no estuviera cultivada de alguna manera, y todas las masas de agua con cierto caudal estaban abarrotadas de barcas que iban y venían en ambas direcciones. Y, por supuesto, la auténtica inmensidad de aquel país: viajaban desde por la mañana hasta por la noche, con sólo una pausa para comer a mediodía, y los días eran largos.

Tras dos jornadas de viaje, aquella extensión casi inacabable de vastas llanuras ocupadas por campos de arroz y regadas por numerosos ríos dio paso a las colinas, que poco a poco se elevaron hasta convertirse en montañas. Había pueblos y aldeas de diferentes tamaños repartidos por aquel paisaje, y de cuando en cuando, si Temerario bajaba lo suficiente para que lo reconocieran como un Celestial, la gente que trabajaba en los campos interrumpía su labor con el fin de contemplar su vuelo. Laurence al principio pensó que el Yangtze era otro lago; un lago de tamaño respetable, pero no extraordinario, de un kilómetro y medio de ancho y con sus orillas este y oeste bañadas por una fina llovizna gris. Sólo cuando estuvieron justo encima de él pudo ver que aquel enorme río se extendía sin límites y también contempló la lenta procesión de juncos que aparecían entre la niebla y volvían a esfumarse en ella.

Tras pasar dos noches en poblaciones más pequeñas, Laurence había empezado a creer que su primer alojamiento era un caso insólito, pero la residencia de aquella noche en la ciudad de Wuchang hizo que la otra pareciera insignificante: ocho grandes pabellones dispuestos en forma octogonal, unidos por viviendas cerradas y más estrechas y construidos alrededor de un espacio que merecía el nombre de parque más que el de jardín. Al principio Roland y Dyer intentaron contar los dragones que había allí, pero se rindieron al llegar a treinta, pues en ese momento un grupo de pequeños dragones púrpura aterrizó y convirtió el pabellón en un remolino de alas y colas que se movían demasiado rápido y eran demasiado numerosos para contarlos.

Temerario se adormeció. Laurence dejó a un lado su cuenco: otra aburrida cena de arroz y verduras. La mayoría de los hombres estaba ya dormida, acurrucada en sus mantos, y el resto guardaba silencio. La lluvia seguía cayendo en una cortina constante que levantaba nubes de vapor más allá de las paredes del pabellón, y los chorros que rebosaban por los canalones del tejado alicatado repicaban al golpear el suelo. En las laderas del valle fluvial, apenas visibles, pequeñas balizas amarillas ardían en el interior de cobertizos sin paredes para señalar el camino a los dragones que volaban por la noche. En los pabellones vecinos se oía el suave eco de las profundas respiraciones de las criaturas, y a lo lejos un grito penetrante se oyó con claridad pese a la sordina que ponía el peso de la lluvia.

Yongxing había pasado todas las noches anteriores apartado del resto de la compañía, en unos aposentos privados; pero ahora salió de su aislamiento y se quedó en el borde del pabellón contemplado el valle: un momento después la llamada se repitió, más cercana. Temerario levantó la cabeza para escuchar, erizando la gorguera que rodeaba su cuello en gesto de alerta. Después, Laurence escuchó el familiar crujido de cuero de las alas, y el descenso de una fantasmal sombra blanca que parecía fundirse con la lluvia plateada disipó la niebla y el vapor que cubrían las piedras del suelo. La dragona plegó sus grandes alas blancas y vino caminando hacia ellos, haciendo chirriar las losas con sus garras. Los sirvientes que iban y venían entre los pabellones se apresuraron a apartarse, evitando su mirada, pero Yongxing bajó las escaleras a pesar de lluvia, y ella bajó hacia él su enorme cabeza rodeada por una ancha gorguera y pronunció su nombre con voz clara y dulce.

—¿Es otra Celestial? —le preguntó Temerario, en voz baja e indecisa.

Laurence meneó la cabeza, sin saber qué responder. La dragona era de un blanco asombrosamente inmaculado, un color que nunca había visto en un dragón, ni siquiera en manchas o en franjas. Sus escamas tenían el brillo translúcido de un papel de vitela fino y bien rascado, totalmente desprovistas de color, y sus córneas eran de un tono rosa acuoso surcado por unos vasos sanguíneos tan hinchados que se veían incluso desde lejos. Pero tenía gorguera y finos tirabuzones alrededor de las fauces, igual que Temerario: lo único innatural era el color. Llevaba un pesado collar de oro con rubíes en el cuello, y fundas también de oro con puntas de rubí en las uñas de las garras delanteras; el color de las piedras preciosas recordaba al de sus ojos.

La dragona acarició a Yongxing con el hocico, le empujó para que entrara de nuevo en el refugio del templo y le siguió, no sin antes sacudir las alas, que dejaron caer cascadas de agua. A Laurence y los demás apenas les dedicó una mirada, un breve parpadeo, antes de enroscarse con gesto celoso alrededor de Yongxing y ponerse a hablar entre quedos murmullos en el rincón más alejado del pabellón. Los sirvientes que acudieron a traerle la cena arrastraban los pies, intranquilos, aunque no habían mostrado la misma renuencia con ninguno de los demás dragones, y de hecho se les veía visiblemente contentos en presencia de Temerario. La dragona no parecía merecedora de ese miedo: comió con rapidez, pero también con suma finura, sin dejar que se derramara ni una sola gota del plato, y por lo demás no les prestó atención.

A la mañana siguiente, Yongxing se la presentó brevemente como Lung Tien Lien, y después se la llevó para desayunar en privado. Hammond había hecho algunas indagaciones con discreción, de modo que mientras daban cuenta de su propio desayuno les pudo contar:

—Ciertamente es una Celestial. Supongo que sufre un tipo de albinismo. No tengo ni idea de por qué les hace sentirse tan incómodos.

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