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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

Tiranosaurio

 

Reencontramos a Tomo Broadbent en los cañones de Mesa de los Viejos, Nuevo México, asistiendo a un anciano moribundo que le entrega una libreta con una valiosa información encriptada. Esas páginas contienen una revelación científica de incalculable valor: el hallazgo de un tiranosaurio en perfecto estado de conservación, un descubrimiento que desata la codicia de los traficantes de fósiles y que una agencia estatal ultrasecreta está dispuesta a silenciar, aunque para ello tenga que recurrir al asesinato.

Los últimos descubrimientos y avances de la paleontología se combinan en una historia de acción trepidante y con un final sorprendente.

Douglas Preston

Tiranosaurio

ePUB v1.0

NitoStrad
05.05.12

Título original:
Tyrannosaur Canyon

Autor: Douglas Preston

Traducción: Jofre Homedes Beutnagel

Primera edición: junio de 2006

Diseño de la portada: Alícia Sánchez

Fotografía de la portada:Luis Psihoyos

Editor original: NitoStrad (v1.0)

ePub base v2.0

Para mi hijo Isaac

PRÓLOGO

Diciembre de 1972

Valle de Taurus-Littrow

Mare Serenitatis

La Luna

El 11 de diciembre de 1972, la última misión tripulada Apolo aterrizó en Taurus-Littrow, un valle espectacular, rodeado de montañas, al borde del mar de la Serenidad. La zona prometía ser un paraíso geológico de colinas, montañas, cráteres, campos de escombros y desprendimientos. Especial interés merecían varios singulares cráteres de impacto que habían agujereado profundamente la superficie del valle llenándola de brecha y de cristal. La misión albergaba grandes esperanzas de volver con un tesoro de muestras lunares.

El comandante del módulo lunar se llamaba Eugene Cernan, y el piloto, Harrison
Jack
Schmitt. Ambos eran ideales para la misión Apolo 17. Cernan era un veterano curtido en otras dos misiones, la Geminis IX y la Apolo 10, mientras que Schmitt, brillante geólogo doctorado en Harvard, había participado en la planificación de las anteriores misiones Apolo. Cernan y Schmitt se pasaron tres días explorando Taurus-Littrow en el vehículo Lunar Rover. Su primera incursión en el paisaje lunar dejó muy claro que les había tocado el gordo, geológicamente hablando. Uno de los descubrimientos más emocionantes de la misión, causante indirecto del misterioso hallazgo del cráter Van Serg, se produjo el segundo día, en un cráter pequeño y profundo bautizado como Shorty. Al salir del Rover para explorar el borde de Shorty, Schmitt se llevó la gran sorpresa de que debajo del polvo lunar gris que levantaban sus botas apareciese una capa de tierra de intenso color anaranjado. Como no se lo acababa de creer, Cernan levantó su visor reflectante de color naranja para asegurarse de que no fuera una ilusión óptica. Tras rápidas excavaciones, Schmitt descubrió que la tierra naranja cambiaba gradualmente de color, virando hacia un rojo muy vivo.

En el centro de control de Houston se discutió acalorada, mente sobre la procedencia y el significado de aquella tierra de color tan anómalo, y se pidió a los dos astronautas que tomaran una muestra de profundidad para llevársela a la Tierra. El encargado de hacerlo fue Schmitt. Después, él y Cernan se asomaron al borde del cráter Shorty y vieron que el meteorito se había incrustado en la misma capa naranja, visible en los flancos del cráter.

Como en Houston querían muestras de tierra naranja procedentes de otro emplazamiento, se hizo pasar el segundo itinerario de exploración, programado para el día 3, por un pequeño cráter anónimo no muy alejado de Shorty, con la esperanza de que su prospección les mostrase la misma capa anaranjada. Schmitt lo bautizó cráter Van Serg en honor a un profesor de geología de Harvard que escribía artículos humorísticos con el seudónimo de «Profesor Van Serg».

El día 3 fue largo y trabajoso. El instrumental se les llenaba de polvo, con las dificultades consiguientes para trabajar. Por la mañana, Cernan y Schmitt se desplazaron con el Lunar Rover hasta la base de los picos que delimitaban Taurus-Littrow para examinar Tracy's Rock, una roca gigante que a juzgar por todos los indicios había bajado rodando de las montañas hacía una eternidad, dejando un rastro en el suelo. Desde ese punto exploraron una zona cuyo nombre era Sculptured Hills, pero no encontraron nada especialmente interesante. Cernan y Schmitt treparon con dificultad hasta la mitad de la falda de una montaña para inspeccionar una roca de aspecto extraño que resultó ser científicamente una futesa, un simple «fragmento de antigua corteza lunar» arrojado a la ladera por un antiguo impacto. El descenso lo hicieron dando saltos de canguro por el polvo. Schmitt bajaba en zigzag, imitando el ruido de un esquiador que hiciera eslalon por las rocas, mientras bromeaba:

—Se me van un poco los esquís. Zuum… Zuum… Cuesta girar bien las caderas
[1]

Cernan dio una voltereta espectacular. Gracias a la poca gravedad, no se hizo daño al caer en la gruesa capa de polvo.

Llegaron exhaustos al Van Serg. Para acercarse al cráter del meteorito, Cernan y Schmitt tuvieron que llevar el Lunar Rover por un campo de rocas, del tamaño de pelotas de fútbol, escupidas por el cráter. A Schmitt, el geólogo, le parecieron un poco raras.

—Aún no sé qué ha pasado aquí —dijo.

Un manto espeso de polvo lo cubría todo, y no había rastro de la capa naranja que buscaban.

Bajaron del Rover y cruzaron el campo de escombros para asomarse al borde. Schmitt, el primero en llegar, se lo describió a Houston en los siguientes términos:

—Es el borde de un cráter, y grande, pero lo cubre un manto de polvo del mismo material que el de antes, que esconde parcialmente las rocas. Que yo vea, también está en el suelo y las paredes. El cráter en sí tiene un montículo central de bloques que debe de rondar los cincuenta metros de diámetro. No, no tanto. Treinta metros de diámetro.

Llegó Cernan.

—¡Anda la osa! —dijo al ver el cráter, visualmente impresionante.

Schmitt siguió con su explicación.

—En esa zona las rocas están muy deshechas. Las de las paredes también.

Sin embargo, al buscar tierra naranja solo encontró gran cantidad de rocas lunares grises, muchas de ellas en conos astillados causados por la fuerza del impacto. Parecía un cráter normal, con una antigüedad máxima de sesenta o setenta millones de años. La base se llevó una decepción. A pesar de todo, Schmitt y Cernan empezaron a recoger muestras y a guardarlas en bolsas numeradas.

—Son rocas muy fracturadas —dijo Schmitt, cogiendo una muestra—. Se desmenuzan en láminas pequeñas. Vamos a llevarnos esta, que será la mejor orientada para la documentación. Oye, ¿y si fueras a buscar la de allí dentro?

Cernan recogió una muestra. Schmitt levantó otra roca con su pala.

—¿Tienes una bolsa? —La 568.

—Yo creo que esto es una arista del bloque que ha documentado Gene.

Schmitt sacó otra bolsa vacía.

—Ahora recogeremos otra muestra, pero de dentro del bloque. —No me cuesta nada sacarla con las pinzas —le respondió Cernan.

Al mirar a su alrededor, Schmitt vio otra muestra que le interesaba: una roca de aspecto peculiar, en forma de tableta y con unos treinta centímetros de longitud.

—Esto deberíamos llevárnoslo tal como está —le dijo a Cernan, a pesar de que casi no cabía en una sola bolsa de muestras.

La recogieron con las pinzas.

—Déjame coger este lado —dijo Cernan, mientras intentaban que cupiera en la bolsa—. Yo lo aguanto y tú le pasas la bolsa.

—Hizo una pausa, muy atento a la roca—. ¿Ves esto? ¿Ves los trocitos blancos?

Señalaba algunos fragmentos blancos incrustados en la roca.

—Sí —dijo Schmitt, examinándolos con atención—. A ver si son trozos del proyectil… No sé. Lo que no parece… Lo que no es es subsuelo. Vamos, adentro.

Cuando la roca estuvo a buen recaudo dentro de la bolsa, Schmitt preguntó:

—¿Qué número es?

—La 480 —contestó Cernan, leyendo el número que había impreso en un lado.

En Houston estaban impacientes viendo que se perdía tanto tiempo en Van Serg cuando ya estaba claro que no había tierra naranja; así pues, le pidieron a Cernan que saliera del cráter para hacer algunas fotos de quinientos milímetros del macizo Norte. Schmitt, mientras tanto, realizó una «inspección radial» del manto de material eyectado que rodeaba el Van Serg. Para entonces él y Cernan ya llevaban casi cinco horas de exploración. Schmitt trabajaba despacio. Se le rompió la pala durante la inspección (nuevos problemas de polvo). Desde Houston le dijeron que prescindiera del resto de la exploración radial y que se dispusiera a dar por reconocido el yacimiento. Al llegar al Rover, Schmitt y Cernan hicieron la última medición gravimétrica y tomaron una última muestra de tierra antes de volver al Módulo Lunar. Al día siguiente despegaron del valle Taurus-Littrow, convirtiéndose en los últimos seres humanos que han pisado la Luna (al menos de momento). El Apolo 17 regresó a la Tierra el 19 de diciembre de 1972, en un amerizaje.

La muestra lunar 480 se sumó a los trescientos ochenta y dos kilos de rocas lunares procedentes de las otras misiones Apolo en el Laboratorio de Recepción Lunar del Centro Espacial Johnson de Houston, Texas. Ocho meses más tarde, cuando se dio el carpetazo al programa Apolo, el Laboratorio de Recepción Lunar fue clausurado, y su contenido trasladado a un edificio de nueva construcción del Centro Espacial Johnson, dotado de los últimos avances tecnológicos. El nombre del edificio era Laboratorio de Almacenamiento y Procesamiento de Muestras (LAPM, para abreviar).

En algún momento de ese período de ocho meses, antes del traslado de las rocas lunares al nuevo LAPM, la roca que recibía el nombre de Muestra Lunar 480 se esfumó. Más o menos en la misma época, todas las entradas relativas a su descubrimiento desaparecieron del catálogo del ordenador y de las tarjetas del archivo físico.

Actualmente, quien vaya al LAPM y consulte la entrada 480 en la base de datos del registro de muestras lunares obtendrá el siguiente mensaje de error:

CONSULTA: 482

¿›NÚMERO ILEGAL / NÚMERO INEXISTENTE POR FAVOR,

COMPRUEBE EL NÚMERO DE MUESTRA LUNAR Y REINTÉNTELO

PRIMERA PARTE

El Laberinto

1

Cuando llegó a la cumbre de la Mesa de los Viejos, Stem Weathers ató su burro en un enebro muerto y se sentó en una roca polvorienta para recuperar el aliento y secarse el sudor de la frente con un pañuelo. El viento que barría sin descanso la cima le estiraba los pelos de la barba, refrescándolo tras el inmóvil bochorno de los cañones.

Después de sonarse y de guardarse el pañuelo en el bolsillo, estudió los accidentes geográficos que ya conocía, recitando sus nombres: Daggett Canyon, Sundown Rocks, Navajo Rim, Orphan Mesa, Mesa del Yeso, Dead Eye Canyon, Blue Earth, La Cuchilla, Echo Badlands, White Place, Red Place y Tyrannosaur Canyon. El artista que llevaba dentro veía un reino fantástico pintado en tonos oro, rosa y morado, pero lo que vio el geólogo fue un conjunto de mesetas del Cretácico Superior, inclinadas, resquebrajadas, barridas y erosionadas por el paso del tiempo, como si el infinito hubiera arrasado la tierra, dejando tras de sí un paisaje rocoso y estridente.

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