Todo bajo el cielo (14 page)

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Authors: Matilde Asensi

Los criados de la casa se separaron de nosotras sin alharacas ni despedidas, quitándonos de las manos los canastos y entregándonos los hatos con nuestras pertenencias para, luego, continuar tranquilamente su camino por las callejuelas estrechas, sinuosas y húmedas de la ciudad china. Entonces fue cuando me di cuenta de que Biao se había quedado junto a Fernanda.

—¿Qué hace él aquí? —le pregunté con acritud a mi sobrina.

—Se viene con nosotras, tía —me explicó tranquilamente.

—Ya le estás mandando de vuelta a casa ahora mismo.

—Biao es mi criado e irá donde yo vaya.

—¡Fernanda...! —exclamé subiendo el tono de voz.

—No grite,
madame
—me indicó el señor Jiang, iniciando un tranquilo paseo hacia el final de la calle. Me resultaba raro verle sin sus uñas de oro ni su bonito bastón de bambú y ataviado con aquella pobre túnica
beige
y un sombrero occidental.

—¡Fernanda! —susurré, siguiendo al anticuario y sujetando a mi sobrina por un brazo de tal manera que, al mismo tiempo, le estaba dando un pellizco de los que hacen historia.

—Lo siento, tía —me respondió también en susurros, sin inmutarse por el pellizco—. Se viene.

Algún día la mataría y disfrutaría bailando sobre su cadáver pero, en aquel momento, no podía hacer nada más que disculparme ante el señor Jiang y Paddy Tichborne.

—No se preocupe,
madame
—repuso tranquilamente Lao Jiang sin dejar de vigilar en todas direcciones con disimulo—. Nos vendrá bien un criado que sepa preparar el té.

Biao dijo algo en chino que no comprendí. A mí, las frases chinas me sonaban igual que los quejidos de una chaira de carnicero pasando sobre los picos de una sierra: un montón de monosílabos que subían, bajaban y volvían a subir de timbre y entonación creando una música extraña de notas incompatibles. Pero, en fin, era evidente que entre ellos se entendían, así que aquella paleta de cacofonías debía de tener algún sentido. Lao Jiang, sin embargo, le contestó en su magnífico francés:

—Muy bien, Pequeño Tigre. Prepararás el té y servirás las comidas. Ayudarás a tu joven ama, obedecerás las órdenes de todos y serás humilde y silencioso. ¿Lo has entendido?

—Sí, Venerable.

—Pues, vamos. El jardín Yuyuan está ahí mismo.

Avanzamos, abriéndonos paso con los codos, entre una masa de celestes que deambulaban por las malolientes callejuelas pobladas de tiendecitas pobretonas en las que se vendía cualquier cosa imaginable: jaulas de pájaros, ropa vieja, bicicletas, peces de colores, carne de dudosa identificación, orinales, escupideras, pan caliente, hierbas aromáticas... Vi un par de talleres en los que se fabricaban preciosos muebles y ataúdes al mismo tiempo. Mendigos, leprosos sin manos o nariz, comerciantes, músicos callejeros, equilibristas, buhoneros y parroquianos regateaban, pedían limosna, cantaban o hablaban a gritos formando una terrible barahúnda bajo los vistosos rótulos verticales con ideogramas chinos pintados de oro, bermellón y negro que colgaban de lo alto. Escuché cómo Tichborne se entretenía traduciendo en voz alta los carteles: «Pociones de Serpiente», «Píldoras Benévolas», «Tónico de Tigre», «Cuatro Tesoros Literarios»...

De repente, los altos muros de los jardines Yuyuan aparecieron al doblar una esquina. Unos grandes dragones de fauces abiertas y retorcidos bigotes protegían, desde arriba, la puerta de entrada, que estaba abierta y desvencijada. Sus lomos negros y ondulantes descansaban sobre todo el perímetro del muro hasta donde la vista alcanzaba. Luego, fijándome mejor, descubrí que lo que me habían parecido bigotes no eran sino la representación del humo que les salía por los agujeros de la nariz, pero para eso tuve que cruzar la entrada y pasar justo por debajo de ellos.

En el interior ya no quedaban jardines. El terreno se había llenado de casas miserables, de chozas construidas con palos y telas, apiñadas unas contra otras hasta ocupar todo el espacio disponible. Niños sucios y desnudos correteaban arriba y abajo y las mujeres barrían el suelo frente a sus viviendas con un manojo de paja que las obligaba a doblarse por la mitad. El olor era nauseabundo y enjambres de moscas negras zumbaban, frenéticas por el calor, sobre el estiércol acumulado en los rincones y las esquinas. Todos nos miraban con curiosidad aunque no parecieron darse cuenta de que, de los cinco que formábamos el grupo, tres éramos Narices Grandes, diablos extranjeros.

—Ustedes, los
Yang-kwei
—comentó Lao Jiang caminando con seguridad por las veredas llenas de desperdicias—, llaman a este lugar el Jardín del Mandarín. ¿Sabe que la palabra «mandarín» no existe en chino? Cuando los portugueses llegaron a nuestras costas hace algunos siglos dieron ese nombre despectivo a las autoridades locales, a los funcionarios del Gobierno que mandaban. Y se les quedó para siempre el apodo de mandarines. Pero los hijos de Han no lo utilizamos.

—De todos modos —señalé—, el nombre de Jardín del Mandarín es muy bonito.

—Para nosotros no,
madame
. Para nosotros resulta mucho más bonito su nombre chino, Yuyuan, que significa Jardín de la Salud y la Tranquilidad.

—Pues ya no parece ni muy saludable ni muy tranquilo —rezongó Tichborne, dando un puntapié a una rata muerta y lanzándola sobre una montaña de basura. Fernanda ahogó un grito de asco llevándose la mano a la boca.

—Pan Yunduan, el oficial Ming que ordenó su construcción hace cuatro siglos —repuso el anticuario con orgullo—, quiso ofrecer a sus ancianos padres un lugar idéntico en belleza a los jardines imperiales de Pekín para que pudieran disfrutar de salud y tranquilidad durante los últimos años de su vida. La fama de este lugar llegó a todos los rincones del Imperio Medio.

—Pues será como tú dices —añadió desagradablemente el periodista—, pero hoy es un asqueroso vertedero.

—Hoy es el lugar —objetó Lao Jiang— donde viven los más pobres de mi pueblo.

Aquella frase me recordó las arengas marxistas de la Revolución bolchevique del 17, pero me abstuve de hacer ningún comentario al respecto. En temas políticos era mejor no meterse porque, al parecer, tanto en China como en Europa las sensibilidades estaban a flor de piel desde que había pasado lo de Rusia. Incluso en España, por lo que yo sabía, hasta la poderosa e implacable oligarquía terrateniente, integrada sobre todo por la nobleza, estaba admitiendo pequeñas mejoras en las terribles condiciones de vida de sus aparceros para evitar males mayores. «Cuando veas las barbas de tu vecino cortar...», se estarían diciendo. A mí me parecía bien que tuvieran el susto en el cuerpo. A ver si, así, las cosas empezaban a cambiar un poco.

—¡El lago! —exclamó, de pronto, el gordo Paddy y, al mismo tiempo, sin que mediara tiempo para reaccionar, el rugido de cuatro o cinco gargantas resonó a nuestras espaldas de una forma terriblemente amenazadora. Apenas pude girar sobre mí misma antes de ver a un grupo de sicarios volando por el aire hacia nosotros con los pies extendidos.

Lo que vino a continuación fue una de las escenas más insólitas que he contemplado en toda mi vida. El señor Jiang, a la velocidad del rayo, extrajo de su túnica un largo abanico de, al menos, el doble del tamaño normal y, con un golpe fulminante nos lanzó a Fernanda, a Biao, a Tichborne y a mí hacia atrás, contra el suelo, a mucha distancia. No recuerdo que me hiciera daño, pero la fuerza con la que me impulsó podía haber sido la de un ómnibus de París. Sin embargo, lo más increíble de todo fue que, apenas rozamos el suelo, el señor Jiang ya estaba peleando con los cinco matones al mismo tiempo sin apenas moverse y con el brazo izquierdo tranquilamente apoyado en la espalda, como si sostuviera una agradable conversación con unos amigos. Uno de los sicarios lanzó la pierna para darle una fortísima patada y el señor Jiang, sosteniendo tranquilamente el abanico contra el vientre, le golpeó con su pie de manera que la pierna del sicario rebotó hacia atrás pegando de lleno a uno de sus compañeros y lanzándolo contra un montón de basura. El tipo debió de quedar inconsciente porque ya no se movió y el de la patada, que había perdido el equilibrio, fue dando tumbos y moviendo los brazos en el aire hasta ir a estrellarse contra una gran roca que le dio de lleno en la cabeza y le hizo rebotar hacia atrás como una pelota. Mientras tanto, un tercer esbirro había tomado velocidad e intentaba propinar, en plena carrera, un terrible puntapié al señor Jiang por la izquierda. Pero el anticuario, que seguía sin alterarse, paró el golpe con el abanico, descargándoselo sobre el empeine. No quisiera equivocarme, porque lo que estoy contando ocurría con una rapidez tal que los ojos casi no podían seguirlo (y yo estaba todavía en el suelo, intentando levantarme), pero diría que, en ese momento, el esbirro, mientras retiraba la pierna, lanzaba el puño hacia el estomago de Lao Jiang, el cual, con toda parsimonia, le golpeó con el abanico en la muñeca y, de ahí, subió a la cara y le golpeó también. El tipo emitió un grito horrible y, al tiempo que su mejilla izquierda empezaba a sangrar abundantemente, su mano y su pie derechos colgaban, exánimes, como esos animales desollados que habíamos visto en las carnicerías suspendidos de un gancho. Mientras, otros dos sicarios se echaban a la carrera contra Lao Jiang con los puños extendidos; el primero se llevó un tremendo golpe de abanico en las costillas que lo dejó sin respiración y, el segundo, en el brazo con el que iba a batir al anticuario, de manera que ambos quedaron a un tiempo vacilantes permitiendo al señor Jiang aprovechar esos breves segundos para propinar, a uno, un tremendo abanicazo en la cabeza que lo hizo desplomarse contra el suelo como un pelele sin conocimiento y, al otro, una patada brutal en el estómago que lo catapultó hacia atrás encogido sobre sí mismo. Ninguno volvió a moverse.

—Vamos, deprisa —masculló el anticuario, volviéndose hacia nosotros que, puestos por fin en pie, contemplábamos la escena petrificados por el asombro.

Biao fue el primero en reaccionar. Saltando como un gato se encaró con los dos matones que gemían en el suelo, haciéndolos reaccionar y emprender dificultosamente la huida mientras el señor Jiang se inclinaba sobre los tres que permanecían inconscientes y, con movimientos rápidos, les bailó los dedos sobre el cuello, presionando misteriosamente, incorporándose luego con un suspiro de satisfacción y una sonrisa en los labios.

Fernanda, Tichborne y yo continuábamos convertidos en estatuas de sal. Todo había ocurrido en menos de un minuto.

—Nunca me habías dicho que dominabas los secretos de la lucha, Lao Jiang —balbució el periodista, peinándose las ralas greñas grises con las manos y calándose bien el sombrero de paja.

—Como dice Sun Tzu
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, Paddy: «No confíes en que el enemigo no venga. Confía en que lo esperas. No confíes en que no te ataque. Confía en cómo puedes ser inatacable.»

Yo quería saber más sobre lo que acababa de ver pero mi boca se negaba a moverse. Estaba tan perpleja, tan impresionada, que no podía reaccionar.

—Vamos,
madame
—me animó el anticuario dirigiéndose hacia el lago.

Fernanda se había quedado igual de inmóvil y silenciosa que yo. Cuando Biao regresó junto a ella, luciendo una de esas sonrisas deslumbrantes y contagiosas de los chinos, mi sobrina le tomó por el brazo y le detuvo:

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó en castellano sin aliento—. ¿Qué tipo de pelea ha sido ésa?

—Pues..., a lo mejor es lo que llaman lucha Shaolin, joven Ama. No estoy seguro. Lo que sí sé es que así luchan los monjes en las montañas sagradas.

—¿El señor Jiang es un monje? —se extrañó Fernanda.

—No, Joven Ama. Los monjes llevan la cabeza rapada y visten túnicas. —No parecía muy seguro de este detalle, a pesar del aplomo con el que hablaba—. El señor Jiang ha debido de recibir las enseñanzas de algún maestro itinerante. Dicen que algunos viajan de incógnito por el país.

—¿Y utilizan el abanico como arma? —preguntó aún más sorprendida mi sobrina, sacando el suyo de uno de los múltiples bolsillos que tenían sus calzones chinos y mirándolo como si no lo hubiera visto nunca antes.

—Utilizan cualquier cosa, Joven Ama. En China son muy famosos por sus habilidades. La gente dice que tienen poderes mentales que los hacen invencibles. Pero el abanico del señor Jiang no es como el que tiene usted. El del señor Jiang es de acero y sus varillas son cuchillas afiladas. Yo vi uno de esos cuando era pequeño.

No pude evitar sonreír ante este último comentario. ¿Acaso creía Biao que ya era un hombre hecho y derecho? En cualquier caso, mientras nos dirigíamos hacia un lago de aguas turbias y verdosas, en cuyo centro destacaba un gran pabellón de dos pisos con unos tejados negros exageradamente cornudos, observé al anticuario con un nuevo interés. Acababa de entrar en un extraño puente zigzagueante seguido por Paddy, que inclinaba ligeramente la cabeza examinando el suelo de macizos bloques de granito. El anticuario miraba al frente, al destartalado y solitario quiosco construido sobre la isla artificial. Mis ojos empezaban a acostumbrarse a las formas chinas y por eso pude advertir la originalidad del edificio. Había una cierta belleza en él, algo profundamente sensual y armonioso, tan elegante como el propio anticuario.

—¡El puente tiene cuatro esquinas, Lao Jiang! —voceó Tichborne para que todos le oyéramos.

—No. Te equivocas. Tiene siete.

—¿Siete?

—Continúa por el otro lado del pabellón.

—¡Es muy largo! —se quejó el irlandés—. ¿Cómo vamos a saber dónde buscar?

Al poco, los cinco recorríamos la pasarela arriba y abajo en busca de algo que llamara nuestra atención. Algunos ancianos nos contemplaban con curiosidad desde las balaustradas de las viviendas cercanas construidas dentro del jardín y dos o tres personas se habían acercado a los sicarios inconscientes y se reían de ellos. Me pregunté qué les habría hecho en el cuello el señor Jiang. Finalmente, nos reunimos ante la puerta cerrada del pabellón y tuvimos que admitir que en el puente no había nada extraordinario como no fuera la gran cantidad de carpas brillantes que asomaban sus lomos en el agua verdosa que ondulaba debajo de él. Algunas eran tan largas como mi brazo y tan gordas como botijos y las había de muchos colores: blancas, amarillas, anaranjadas e, incluso, negras, pero todas relucientes como perlas o diamantes.

—¿Por qué construirían este puente con una forma tan rara? —pregunté—. Hay que caminar mucho para ir de un lado a otro.

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