Todo bajo el cielo (40 page)

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Authors: Matilde Asensi

Al otro lado del túnel fuimos a dar a un patio o, mejor dicho, a un corredor de grandes dimensiones enlosado con planchas de cerámica blancas y grises que dibujaban motivos en espiral y geométricos. A esas alturas, echaba de menos las lámparas con grandes cantidades de aceite de ballena que, según Sima Qian en sus
Anales Básicos
, nunca se iban a apagar en el mausoleo del Primer Emperador. La oscuridad de los grandes espacios que nos rodeaban empezaba a cansarme y, además, no podía hacerme una idea clara de las magnitudes de la estructura.

Atravesando el inmenso patio llegamos frente a otra muralla idéntica a la anterior, pintada también de rojo e igual de alta. El mausoleo estaba guarecido, pues, por dos barreras capaces de detener a cualquier ejército del mundo por numeroso que fuera, incluso a un ejército moderno con todos sus carros de combate y sus cañones «Berta». Y, ¿todo eso para proteger a un hombre muerto? El Primer Emperador había padecido de una gran megalomanía, no cabía ninguna duda. En esta nueva muralla había una segunda puerta de proporciones gigantescas, aunque ésta era de hojas correderas y estaba erizada de peligrosas púas por toda su superficie. Permanecía entreabierta gracias a unas gruesas barras de bronce que debieron de colocar allí los siervos Han; era incomprensible cómo habían soportado durante tanto tiempo aquella presión. Pasando entre dos de ellas fuimos a dar al interior de otro túnel abovedado al fondo del cual se veían unas escaleras que ascendían hacia un vano enorme y negro. Subimos poco a poco, atentos a cualquier ruido o señal de peligro y, cuando llegamos arriba, sencillamente, no vimos nada: la luz de nuestra antorcha se perdía en el más lóbrego y silencioso de los vacíos.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó mi sobrina. Su voz se disolvió en un espacio inmenso que no podíamos ver. Callamos, atemorizados.

Lao Jiang, tras un momento de vacilación, se dirigió hacia la pared izquierda de la muralla y levantó al máximo el brazo de la antorcha. Luego, fue hacia el lado derecho y buscó algo también. Aquí pareció encontrar lo que necesitaba.

—Ven, Biao —dijo.

El niño fue a su encuentro y el anticuario se arrodilló.

—Sube a mi espalda.

Biao, desconcertado, le obedeció y Lao Jiang, antes de incorporarse, le pasó la antorcha.

—Sujétate bien a mis hombros —dijo el anticuario—. Maestro Jade Rojo, por favor, ayúdeme a ponerme en pie.

El maestro se acercó a él y, cogiéndole por un brazo, tiró hacia arriba al mismo tiempo que Lao Jiang se esforzaba por enderezarse con el niño encima, que se balanceaba peligrosamente.

—¿Ves una vasija adosada a la pared?

—Sí, Lao Jiang.

—Mete la mano dentro y dime qué tocas.

Biao puso cara de loco al oír la orden e intentó mirarnos a Fernanda y a mí buscando nuestra ayuda pero obviamente, para él, nosotras quedábamos ocultas en la oscuridad. Horrorizada, le vi meter la mano en aquel recipiente como si la estuviera metiendo en un nido de serpientes.

—Parece... No lo sé, Lao Jiang. Hay un palito de metal clavado en algo duro. Madera seca o algo así porque tiene estrías.

—Huele esa madera.

—¿Qué? —se espantó el niño.

—Acércate la mano a la nariz y dime a qué huele la madera. —Las piernas del anticuario temblaban imperceptiblemente. No aguantaría a Biao sobre los hombros mucho más tiempo.

Me dio un asco increíble ver al pobre niño olisquear aquello que había tocado con la punta de los dedos. A saber qué cantidad de porquería se habría acumulado allí durante dos mil años.

—No huele a nada, Lao Jiang.

—¡Mete la mano de nuevo!

Biao le obedeció.

—No sé... —vaciló—. A rancio, quizá. Manteca rancia. Pero no estoy seguro. Está seco.

—Acerca la llama al palillo de metal
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.

—¿Que acerque la llama adonde?

—¡Acerca la llama a la grasa de ballena! —Lao Jiang no podía más. Estaba completamente apoyado sobre el maestro Rojo que tenía la cara contraída por el esfuerzo.

Entonces, Biao inclinó la caña de bambú sobre el receptáculo y, después de un momento que nos pareció eterno, la retiró y saltó al suelo, liberando así al pobre Lao Jiang. Fernanda y yo seguíamos la escena con mucha atención, entre otras cosas porque no había otro sitio hacia donde mirar, por eso nos quedamos pasmadas cuando vimos salir de la vasija un pequeño resplandor luminoso que se fue haciendo más intenso hasta que, con un bisbiseo, apareció una hermosa claridad que, teniendo los ojos acostumbrados a la penumbra como los teníamos, nos pareció que alumbraba con la fuerza de una potente lámpara eléctrica. Todos soltamos unos cuantos «¡Oh!» y otros tantos «¡Ah!» de admiración antes de descubrir que una hilera de fuego avanzaba por un canalillo a lo largo de la muralla prendiendo otros tantos pebeteros colocados cada diez o quince metros. Girábamos sobre nosotros mismos siguiendo con los ojos el recorrido de la llama cuando nuestra vista tropezó, súbitamente, con la silueta de un inmenso edificio, de un palacio gigantesco que ocultó el avance del resplandor. Nos separaba de él una explanada interminable y unas grandiosas escalinatas de piedra divididas en tres tramos y defendidas por dos monstruosos tigres sedentes colocados sobre pedestales. En algún momento, en un punto oculto a nuestros ojos, el camino del fuego se dividió en varios ramales porque, mientras contemplábamos lo que sólo era aún una imagen imprecisa del palacio, dos lenguas de fuego surgieron a derecha e izquierda del edificio, torcieron hacia los tigres y, cuando llegaron a ellos, avanzaron rápidamente en dirección a nosotros siguiendo las líneas marcadas por las baldosas grises que dibujaban una amplia avenida entre pilastras.

Nos quedamos embobados, aunque decir esto es decir muy poco. La cimas de las pilastras se incendiaron también al paso de las lenguas de fuego iluminando el centro y los lados de la plaza, en los que había dos estanques gigantescos cuyo fondo no podía verse y que alguna vez contuvieron agua y peces y que, seguramente, conectaban con las tuberías pentagonales del sistema de drenaje del recinto funerario. Nada más verlos, supe que uno de ellos era el pozo por el que hubiéramos salido de haber existido aún la presa del río Shahe, de modo que las ballestas ya no podían estar muy lejos. Al tiempo que la explanada se iluminaba como una feria, por el lado izquierdo de la muralla volvió la llama prendida por Biao después de contornear todo el recinto. Aquello se había convertido en una explosión de luz y ahora el palacio se veía perfectamente definido y hermoso frente a nosotros, con sus tres pisos de paredes amarillas y tejados hechos con cerámica de color tostado. El único problema era que el aceite de ballena, al quemarse, olía espantosamente mal, si bien había que reconocerle el mérito de no echar humo, detalle importante en un recinto subterráneo como aquél por grande que fuera.

A ambos lados del palacio se extendían muchas otras dependencias hasta casi donde la vista se perdía así que, indiscutiblemente, aquel lujoso edificio debió de ser considerado por los miembros de la corte Qin, los funcionarios, los soldados y, desde luego, los posibles saqueadores de tumbas el lugar donde reposarían para siempre los restos de Shi Huang Ti. Si el propósito del Primer Emperador había sido engañarlos a todos y que no sospechasen la verdad sobre su auténtico enterramiento, por descontado que lo había conseguido. Aquello desbordaba la imaginación de cualquiera.

Sin despegar los labios iniciamos la andadura a través de la avenida de baldosas grises en dirección al palacio. Si alguien hubiera podido observarnos desde el tejado del último piso habría pensado que éramos una fila de hormigas avanzando por el centro de un gran salón de baile y, salvando las distancias, tardamos casi lo mismo que ellas en alcanzar los horripilantes tigres dorados que custodiaban las escalinatas. Cada uno era tan grande como una casa y exhibían unas enormes uñas afiladas y unas exóticas escamas en los lomos que los volvían un tanto repulsivos. Desde aquella posición, había que levantar mucho la cabeza para descubrir el edificio detrás del último tramo de escaleras.

—¿Vamos a subir ahora? —preguntó Fernanda. Vi dar un respingo a Biao y al maestro Rojo. Hacía tanto tiempo que permanecíamos callados que la voz de la niña sonó como un cañonazo.

—¿Te pasa algo? —me inquieté.

Puso una cara compungida.

—Estoy cansada. Debe de ser tarde. ¿Por qué no cenamos aquí, con luz, y dormimos un rato antes de seguir?

—Nada me gustaría más, Fernanda —le dije pasándole un brazo sobre los hombros—. Pero éste no es un buen sitio para descansar, junto a estos horribles animales. Pronto encontraremos un lugar menos desagradable, te lo prometo.

Por el rabillo del ojo me pareció ver un gesto burlón en la cara de Biao. ¡Qué mala es la adolescencia!, me dije, armándome de paciencia. En fin, si teníamos que subir todos aquellos escalones más valía que empezásemos cuanto antes, así que di unos pasos y me situé delante de los demás. Para poder presumir más tarde de mi hazaña, me dio por contar cada peldaño: uno, dos, tres, cuatro... cincuenta, cincuenta y uno, cincuenta y dos... setenta y tres, setenta y cuatro... cien. Primer tramo. Hasta ese momento todo había ido perfectamente, aunque notaba un cierto dolorcillo en los músculos de las pantorrillas. 

—¿Seguimos? —nos animó Lao Jiang, emprendiendo el segundo tramo. «Venga, vamos», me alenté, y empecé a contar de nuevo. Pero cuando se acercaba el final de aquella tortura china, ya no podía con mi alma. Una cosa es caminar y otra muy distinta subir escaleras cargada con una bolsa de viaje. Yo ya no tenía edad para estas cosas. Por muy orgullosa que me sintiera de mi recobrada fuerza y de mi nueva agilidad, mis cuarenta y tantos años me pasaban factura: al llegar al descansillo me derrumbé en el suelo.

—¿Se encuentra usted bien, tía?

—¿Es que tú no te encuentras mal? —gemí desde mi humillante posición—. Dijiste que estabas cansada antes de empezar a subir.

—Sí, bueno —Su corazón generoso (es un decir) no deseaba herir mi orgullo.

—Está bien. Denme un minuto para recuperar el aliento y podré incorporarme.

—Pero ¿podrá acabar el último tramo? —preguntó, inquieto, Lao Jiang.

Así que yo era la única que se sentía morir, ¿no es cierto? Los demás, incluido aquel anciano de barbita blanca, estaban frescos como rosas en primavera.

—Puedo ayudarla si usted me lo permite, madame —murmuró el maestro Rojo arrodillándose en el suelo frente a mi cara.

—¿Sí...? ¿Cómo?

—Con su permiso —dijo cogiendo uno de mis brazos y subiéndome la manga. Con los pulgares, empezó a presionar ligeramente en distintas zonas. Luego, cambió al otro brazo y repitió la operación. El dolor de mis piernas desapareció por completo. Siguió presionando en puntos cerca de los ojos, en las mejillas y, por último, ejerció una presión un poco más fuerte en las orejas usando los pulgares y los índices. Cuando se puso en pie tras una reverencia de cortesía, yo era la rosa más fresca de aquel jardín.

—¿Qué me ha hecho? —pregunté, sorprendida, recuperando ágilmente la verticalidad. Me sentía estupendamente.

—Le he quitado el dolor —murmuró recogiendo su hato— y la he ayudado a liberar su propia energía. Sólo es medicina tradicional.

Miré a Lao Jiang en busca de una explicación pero, al ver en sus ojos esa mirada de orgullo que tan bien conocía, desistí con presteza y me dispuse a subir corriendo el último trecho de escaleras. Los chinos eran un pozo de sabiduría milenaria y poseían conocimientos extraños que los occidentales no podíamos ni siquiera imaginar, atrincherados en nuestro orgullo de colonizadores. ¡Cuánta humildad nos hacía falta para ser capaces de aprender y respetar las cosas buenas de los demás!

Llegué arriba la primera y alcé el brazo con un gesto de victoria. Ante mí, seis grandes aberturas en la pared amarilla daban acceso al interior del palacio. Seguramente, cuando aquello se construyó, esos vanos estarían cerrados por elegantes puertas de madera pero, ahora, sólo sus restos podridos y fragmentados se veían por el suelo. Pronto estuvimos todos reunidos. La luz radiante del recinto exterior se colaba suavemente por las muchas ventilaciones abiertas en las paredes del edificio y, una vez dentro, desaparecía poco a poco hasta morir sin remedio, ahogada por aquellos techos, suelos, columnas y muebles de color negro. El negro, símbolo del elemento agua, era el color de Shi Huang Ti y, como hombre de excesos que fue, lo llevó todo hasta sus últimas consecuencias. Para los chinos el color del luto es el blanco pero a mí aquel enorme salón del trono —pues eso es lo que era— me resultaba bastante fúnebre. Según nos había contado Lao Jiang en una ocasión, un cronista que conoció al Primer Emperador había dejado escrito que era un hombre de nariz ganchuda, pecho de ave de rapiña, voz de chacal y corazón de tigre. Ahí es nada. Pues bien, aquel salón principal del palacio funerario era absolutamente apropiado para alguien como él: de un lado a otro mediría más de quinientos metros y desde el fondo hasta nosotros, que estábamos al sur, no habría menos de ciento cincuenta, separados en tres niveles distintos por dos grupos de escalones. Filas de gruesas columnas lacadas en negro marcaban el camino hasta el trono que, en este caso, en lugar de un lujoso asiento desde el que presidir grandes acontecimientos era un sarcófago colocado sobre un gigantesco altar a cuyos lados permanecían, con las enormes fauces abiertas, dos imponentes esculturas de dragones dorados que llegaban hasta el techo.

—Fíjense —dijo el maestro Rojo señalando un punto frente a nosotros.

Forzando un poco la vista porque estaba cansada y porque el alto madero del umbral trazaba una sombra alargada que no permitía ver con claridad, divisé algo en el suelo a pocos metros de la entrada, unos palos, unos perfiles sin forma...

—Los sirvientes Han —murmuró el anticuario.

Me alarmé. ¿Allí? ¿Era allí dónde se disparaban las ballestas? Yo no veía ni uno solo de aquellos artefactos por ninguna parte.

—No debemos avanzar más —sentenció el maestro.

—¿Vamos a pasar la noche aquí? —preguntó Fernanda.

Miré a Lao Jiang y éste me hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza.

—Aquí mismo —repuse dejando caer mi bolsa en el suelo. La verdad es que debía de ser tardísimo, posiblemente cerca de la medianoche, y estábamos agotados. La jornada había sido muy, muy larga. Cenamos huevos duros y bolas de arroz que deshicimos en té caliente. Un estómago lleno de comida siempre es el mejor de los somníferos así que, pese a la luz y a todas las cosas extraordinarias que nos rodeaban, en cuanto apoyamos la cabeza en los
k'angs
, nos quedamos profundamente dormidos.

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